Luigi_Toy
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Asuntos como el de Errejón (negacionista de las denuncias falsas, desaparecido social y políticamente por acusaciones en redes de comportamientos machistas) y de Pedro Vallín (negacionista de la cultura de la cancelación, despedido de 'La Vanguardia' tras increpar a otro usuario en Twitter haciendo mofa de una desgracia) son muy interesantes como experimento social. Al estilo de aquellos dilemas morales de trenes descontrolados a toda velocidad en los que solo uno tiene la palanca que decide si matara a diez desconocidos o a un ser querido, nos ayudan a cuestionar nuestras convicciones. Aquí es un poco lo mismo. ¿ La cultura de la cancelación nos parece detestable? ¿De igual modo si quien la sufre no opina como nosotros, si no es de «los nuestros»? ¿Y si no cuenta con nuestra simpatía? Muchos de los que condenaron esas prácticas que buscan una supuesta justicia social, un castigo, al margen de todo código acordado, ahora lo celebran. Y los que antes negaban su existencia, ahora se lamentan. El Vallín de hace dos años llamaría «mamá-pupa» al Vallín de estos días; pero este ha sido despedido por presiones de una turba enfurecida, eso que aquel decía que no existía. Que un medio pueda despedir a alguien, por la razón que estime oportuna, está fuera de toda duda. Pero hacerlo en este momento, justo cuando un grupo de indignados pide su cabeza y no antes (su actitud no ha cambiado demasiado), parece responder a la presión ejercida. Y eso es cancelación. Y si nos ha parecido mal hasta ahora, por cuanto contiene de juicio moral somero que busca la muerte social del que disiente (y cuanto contiene de aviso a navegantes), no debería parecernos bien ahora. O sí, pero reconociendo entonces que lo que defendíamos no era que no ocurriese, sino que no le ocurriese a los nuestros. O al revés. Lo inquietante de todo esto es comprobar que los comportamientos son especulares, que no son exclusivos de una facción ideológica. Que, de cambiar la tendencia, los que ahora defienden la libertad de expresión tratarán de silenciar al disidente, igual que aquellos hacen. Y lo harán, también, cargados de razones, que siempre son las mismas: se ha pasado, es intolerable, eso no se dice, con eso no se juega. Unos marcan la línea en lo identitario, otros en las catástrofes naturales, o en las creencias religiosas. Y otros lo harán, de dejarles, en las alergias alimenticias o el color favorito. Pero la actitud es la misma: ni son tolerantes ni les preocupa la libertad; solo les interesa callar a quien les contradice. A mí, toda cancelación me parece condenable. Y esta no va a ser diferente. Defender el derecho de Vallín a expresar sus ideas, por muy miserables, repugnantes o inoportunas que nos parezcan, nada tiene que ver con defenderlas. Defender que por expresarlas deba sufrir un castigo social, al margen de todo ordenamiento, por nuestro particular juicio moral, sí es abogar por la limitación de la libertad de expresión de todos. Y es más peligroso un justiciero moral, aunque sea de «los nuestros», que un maleducado.
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