Gabe_Tromp

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La intensidad latinoamericana se puede medir en grados y metros tobogán. En la sección de juegos infantiles de los parques de Nueva York los toboganes tienen un declive siempre menor a los 45 grados. Son inclinaciones para padres litigosos por las que los niños bajan a paso de tortuga. En México el descenso a tobogán sucede a 60 ó 70 grados: máquinas de entrenamiento para una vida vertiginosa y en caída libre. En Buenos Aires la inclinación es igual pero su altura es realmente inquietante. Los chicos suben y suben y suben fuera de la vista de los padres y cuando vuelven a salir al mundo para tirarse se ven chiquititos, como si siempre acabaran de nacer —tal vez esto explique los vaivenes salvajes de la clase política local. Los parques son tumultuosos de una manera peronista, futbolera: más que juegos, son filas que cada tanto implican un descenso. El filósofo Miguel Sicart ha elaborado en años recientes sobre la idea, ya casi centenaria, de Johan Huizinga , según la cual la habilidad primordial de los seres humanos, la que termina definiéndonos como 'sapiens', es la de jugar. Según Sicart los juegos con reglas y procedimientos complejos que jugamos no son sólo una característica esencial de la especie, sino lo que singulariza y explica todos nuestros demás comportamientos.Huizinga produjo un notable cambio de juego en el pensamiento antropológico cuando en 1938 dijo que jugar es una actividad humana central y absorbente, cuya importancia estriba en que disloca el recorrido de lo productivo mediante la generación de un espacio y un tiempo distintos y claramente delimitados por reglas arbitrarias. Jugar no sólo divierte, sustituye —a veces de manera revolucionaria— las reglas del mundo cotidiano. Implica un acuerdo que permea todo lo humano: para que uno juegue, tienen que jugar todos y las reglas del juego se siguen libre y voluntariamente. Sicart piensa que Huizinga tenía razón, pero que lo importante para entender la más definitiva de las prácticas humanas es no pensar en la acción de jugar —un verbo— sino en el sustantivo que la ancla: el juego. Viendo así las cosas, entiende que la sustitución de reglas de que habla Huizinga tiene una dimensión política en la medida en que supone una inversión de valores que no sólo subvierte el orden productivo, sino que posibilita imaginar órdenes distintos: en el tablero, el Imperator Mundi puede tener 9 años. El juego también es apropiativo: renueva el valor y significado de las cosas debido a que mina, enriquece y recicla la parte no lúdica de las actividades humanas. Y es una actividad fundamental: rezamos, sembramos o hacemos arte para obtener otras cosas, en cambio jugamos porque jugar está buenísimo y ya.Lo que me devuelve a los espacios creados para el juego en las plazas públicas de América. Más intensas o más elaboradas, más seguras o más divertidas, bien distribuidas o superpobladas, las zonas infantiles de los parques son sitios en que los niños se regulan sin la intervención de los padres –que vigilan removidos de la cancha. Y esa autoregulación, no necesariamente imitativa, es posible porque ocupan los juegos como si fueran las ruinas de una civilización abandonada. Unas ruinas que cada generación de chamacos —y las generaciones pueden ser distintas de una tarde a la siguiente— tiene que habitar, reciclar, volver a explicar. Y en esto tiene razón Sicart: los juegos no se originan en los mitos y ritos que nos regulan. Es al revés: generan las liturgias y mitologías que habitamos.

 

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