Zarpazos literarios contra la prisa, la banalidad y el ruido tecnológico

Roma_Ryan

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“Son los pequeños libros portátiles los que más hay que temer”. Esa fue la encendida advertencia que lanzó Voltaire por carta a su amigo D’Alembert nada más concluir el gran proyecto político de los ilustrados franceses, la Enciclopedia. Una empresa editorial que el filósofo francés consideraba víctima de un letal afán de exhaustividad. Hoy, en la infancia de la inteligencia artificial generativa, la humanidad se enfrenta de nuevo a un viejo dilema: codificar todo el saber humano frente al peligro de un apagón digital que nos devuelva a las cavernas o, por el contrario, aceptar la idea de un borrón y cuenta nueva como la posibilidad de un mundo mejor.

Mientras se resuelve esta disyuntiva, son muchos los que optan por acumular conocimiento abrazados a los géneros de la no ficción. En un mundo infestado de sobreinformación y desinformación, consumimos más ideas que nunca en forma de libros de ensayos, series documentales y podcasts narrativos. Según algunas cifras, las ventas de publicaciones de no ficción suponen ya un 30% del total del mercado editorial. El saber está de moda. En parte, por el desprestigio de las fuentes digitales de transmisión del conocimiento, como las redes sociales o las plataformas de distribución algorítmica de contenidos. El libro no ha muerto. Abren nuevas librerías. Florecen los podcasts. Y se producen más películas documentales que nunca. Queremos saber. Algunos.

Y queremos hacerlo, sobre todo, en formatos cortos. Fácilmente consumibles. Mordisqueables como una merienda (snackable, dicen en inglés). “Vivimos en la era de los ensayos breves para los mostradores de librerías hipster como la nuestra”, señalaba un empleado de una conocida librería (hipster) madrileña. Editoriales imprescindibles como Debate, Anagrama o Destino cuidan con mimo, y aparente éxito, colecciones específicas de miniensayos. Una saludable preferencia por la inteligencia concisa y accesible que parece dar la razón, de nuevo, a Voltaire: “Nunca 20 volúmenes in-folio podrán hacer la revolución”.

Esta correspondencia entre dos de los grandes enciclopedistas ilustrados la recoge Xavier Nueno en su libro El arte del saber ligero. Una breve historia del exceso de información (Siruela). Un recorrido trepidante y erudito por la tensión violenta entre conservación del saber y destrucción de libros que atraviesa nuestra cultura. Sin que sea su intención, en su recorrido histórico sobre lo que hoy denominaríamos gestión y almacenamiento de información, Nueno anticipa además algunos de los dramáticos retos a los que nos confronta la revolución tecnológica. “Todas las personas que utilizan un smartphone tienen que responder a retos similares a los que se enfrentaba un bibliotecario del siglo XVI”, escribe.

Resulta fascinante descubrir cómo, ante el advenimiento de la madre de todas las revoluciones tecnológicas —la imprenta—, sus detractores “percibieron en ella una maquinaria infernal que inundaba el mundo de libros y los desvalorizaba al multiplicarlos”. Las resonancias con la ansiedad que genera la capacidad infinita de generación autómata de contenido por ChatGPT resultan inquietantes. Así, ante el afán del humanismo renacentista y el idealismo ilustrado de encuadernar todo el saber humano, surgieron reacciones contrarias que alumbraron innovaciones básicas del mundo moderno. Por ejemplo, el fichero como unidad portátil de información, o el “cortar y pegar” como técnica elemental de procesamiento de textos. Nueno, doctor por Harvard e investigador en la Politécnica de Lausana, recorre el incendiado (e incendiario) proceso histórico que alumbra un canon del saber portátil, abreviado, ligero y móvil “como ideal de circulación de las obras”. “El arte del saber ligero emerge con la promesa de exorcizar el fantasma de la exhaustividad”, desvela.

Como si le cogiera el guante, el consultor político y especialista en comunicación Antoni Gutiérrez-Rubí recoge con gracia y sucinta profundidad algunos de los atributos y formatos de ese saber ligero en su Breve elogio de la brevedad (Gedisa). “Lo breve no es pequeño, es intenso. Lo breve no es simple, es complejo. Lo breve no es efímero, es memorable”, dice. La era digital, con su inevitable tendencia a la fragmentación del conocimiento y al consumo rápido y distraído de contenidos, supone una era fértil para los formatos breves de transmisión de información. Así, Gutiérrez-Rubí repasa las presentaciones PechaKucha (20 diapositivas expuestas en 20 segundos cada una), los 18 minutos tasados de las charlas TED, los implacables 90 segundos máximos de los reels de Instagram o la pasmosa sencillez comunicativa de los emojis.

“Lo que da sentido a la brevedad no es la extensión, sino la síntesis. Esa es su alma”, defiende, con razón, el consultor catalán. En el contexto actual, señala, ante el reto de interactuar de forma eficaz con herramientas como ChatGPT y Copilot, la brevedad aparece como la cualidad elemental para una feliz comunicación con las máquinas. Una vez más, ante la irrupción de una nueva tecnología disruptiva, la humanidad debe inventar una nueva forma de acceso a la información: se llaman prompts”. Son los comandos con los que pedimos, ingenua y torpemente por ahora, a ChatGPT que nos resuelva la papeleta. Y no está claro si llegan a nuestras vidas como heraldos de un nuevo periodo de ilustración civilizatoria o como señales de la enmierdificación (por el término enshittification en inglés) definitiva de nuestras vidas digitales.

No sobran motivos para el optimismo. “Influencers, filtros fotográficos, likes, reality shows, transhumanismo, selfis, cirugía estética… La modernidad hoy es una celebración narcisista en la que quien se puede sentir trastornado es quien está en silencio tratando de soportar la constante exaltación del yo”. Es el lamento de Pedro Bravo en su libro ¡Silencio! Manifiesto contra el ruido, la inquietud y la prisa (Debate). Un ensayo-zarpazo breve y militante de la colección EnDebate, que dirige Miguel Aguilar, que recibiría sin duda las bendiciones del Voltaire enfadado con su tiempo. Como señala el título sin miramientos, el miniensayo de Bravo (autor también de Exceso de equipaje y Biciosos, así como del podcast Silencio en la plataforma Sonora) lanza una cruda advertencia: “El ruido, la inquietud [llamémosle ansiedad] y la prisa nos hacen estar más solos al tiempo que nos impiden disfrutar de la soledad”.

Bravo reclama un desarme radical del ansioso revestimiento digital que opaca nuestras vidas. Y pide devolver el tiempo y el espacio que merecen al silencio y a la calma, en una suerte de movimiento de liberación de los estados que nos hacen humanos. Serán a veces esos estados de concentración —”estados de flujo” o flow state, dicen algunos— que nos convierten en campeones creativos y productivos. Otras, emergerá el cada vez más reivindicado vagabundeo mental. Ese estado de fructífera divagación, que no de distracción inútil, del que surgen la innovación y las nuevas ideas. Según los estudios que cita Bravo, tenemos entre 4 y 40 pensamientos por minuto. “Nuestra mente está en constante funcionamiento. Si estamos concentrados en una actividad, ese poderoso procesador que es el cerebro se enfoca en ella. Si no, da igual, la cabeza sigue disparando”, explica. Se refiere a esa red neuronal por defecto que ha sido definida como “el piloto automático del cerebro”, y como “el ruido de fondo del universo”.

Un ruido frente al que estos ensayos breves aportan una valiosa profilaxis mental. Réplica contemporánea del Montaigne encerrado en su torre, el ensayista irlandés Brian Dillon define el género como “una combinación de exactitud y evasión”. En su denso metaensayo Ensayismo (Anagrama), publicado en 2023, Dillon lo identifica como “una forma [de escritura] que debe instruir, seducir y embaucar a partes iguales”. En una entrevista reciente en el podcast Hotel Jorge Juan, Bravo explica que se plantea los ensayos como “pequeñas búsquedas desde una serie de preguntas, y lo veo como una búsqueda común con los lectores; por eso, dejo abiertas las respuestas, por una relación sana con los lectores y con la complejidad del mundo”.

En esa renuncia a la exhaustividad de estos nuevos adalides del saber portátil y ligero reside, quizás, la clave de su éxito. Abrumados por una realidad inasible, estos chispazos literarios (o audiovisuales) reaniman nuestras constantes intelectuales y revitalizan nuestra conciencia crítica. Ya lo percibió Voltaire en su Diccionario filosófico portátil: “Los libros más útiles son aquellos que, escritos a la mitad, tienen que ser completados por los lectores”.

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