Yoshiko_Bogisich
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Si hay algo que nadie le puede negar a Yuval Noah Harari es que siempre resulta provocador. Ya nos lo había demostrado en su trilogía Sapiens, en especial con el título de cierre, 21 lecciones para el siglo XXI, en donde se asomaba a un presente pletórico de incertidumbres provocadas por el propio desarrollo de la humanidad, esos sapiens, nosotros, victoriosos en la cadena evolutiva, y a los cuales había seguido a lo largo de muchos miles de años. Pero el brutal salto tecnológico vivido en las últimas décadas, más bien en los últimos años, ha supuesto, según sus apreciaciones, un desafío de trascendente responsabilidad para nuestras sociedades presentes de cara a un futuro cada vez más próximo. Y ahora, un poco más apocalíptico, incluso en función de gurú, aunque siempre humanista, el historiador israelí ha vuelto al fuero para advertirnos de peligros más o menos inminentes relacionados con los modos en que los humanos seamos capaces de manejar los engendros tecnológicos y digitales que también nosotros hemos creado.
La publicación más reciente de Nexus, una breve historia de las redes de información desde la Edad de Piedra hasta la IA es, en buena medida, una ampliación y actualización de lo trabajado en ese volumen de cierre de su trilogía de la pasada década. Y si alguna certeza indudable nos deja la lectura de esta nueva obra es que, en los pocos años que median entre las 21 lecciones… y Nexus, se ha producido un vertiginoso desarrollo de las nuevas tecnologías, en especial la llamada Inteligencia Artificial (IA) que ratifican lo ya advertido y nos alertan por lo que podrá venir. O no.
Sin duda el historiador y sociólogo israelí Yuval Noah Harari es una de las voces más polémicas y audaces en el contexto actual de las ideas sobre los destinos de la humanidad. Y, como he podido comprobar en diversas reseñas, sus lectores se pueden dividir fácilmente entre los admiradores y los detractores, sin casi dejar espacio a los posibles indiferentes, mientras sus libros se venden por cifras millonarias. Porque si otra condición no se le puede negar a Harari es que resulta adictivo.
No tendría demasiado sentido, luego de tantos comentarios publicados, que nos detuviéramos en las calidades analíticas y las cualidades socio-históricas de este Nexus y su empecinado estudio de las diversas redes de información creadas por el hombre a lo largo de su evolución terrenal para llegar al punto de desarrollo social y científico hoy alcanzado.
Más bien me interesa, con la brevedad del espacio disponible, detenerme en los efectos ya en curso de las diversas utilizaciones de una tecnología capaz de crear instrumentos tan poderosos y controvertidos como la IA, sin duda un mecanismo lleno de posibilidades capaces de mejorar las existencias humanas pero, a la vez, de torcerlas, manipularlas e incluso, hacerlas prescindibles.
Uno de los aspectos más inquietantes del análisis histórico y social de las redes de información está su indagación en las relaciones que se pueden establecer entre conceptos como la misma información y otros como realidad, verdad, orden y poder, que siempre han sido utilizados o instrumentalizados con diversos fines (en cualquier tiempo histórico, aunque de modo muy evidente en los modelos políticos modernos de la democracia, el totalitarismo y el populismo) para crear estructuras de control.
Muy selectiva —y casi que groseramente— destaco aquí algunas de las diversas ideas que desliza el ensayista, como la discutible evidencia de que si toda información es un intento de representar la realidad, a medida que aumente la información, se supone que esta nos proporcione un conocimiento más veraz del mundo. Pero Harari matiza o problematiza esta aparente certeza, porque, anota: “La información no es la verdad. Su tarea principal consiste en conectar y no en representar, y a lo largo de la historia ha sido habitual que las redes de información privilegiaran el orden sobre la verdad (...). La verdad se entiende como algo que representa de manera precisa determinados aspectos de la realidad. Esta es la razón por la que la búsqueda de la verdad es un proyecto universal. No obstante, verdad y realidad son cosas diferentes, porque no importa lo verídico que sea un informe, nunca podrá representar la realidad en todos sus aspectos”.
Desestimando los procesos de desinformación (“La desinformación es una mentira deliberada que se produce cuando alguien conscientemente pretende distorsionar nuestra visión de la realidad”), Harari advierte que “más bien lo que hace la información es crear nuevas realidades al conectar entre sí cosas dispares. Su rasgo distintorio es la conexión y no la representación, y la información es cualquier cosa que conecte puntos diferentes en una red”… pero: el problema es que, enfatiza, “errores, mentiras, fantasías y ficciones también son información”.
¿Adónde hemos llegado? Pues a un presente que se aboca al futuro donde existen más flujos y canales de información que en ningún otro momento de la historia de la humanidad mientras que la desinformación, también más abundante, tiene fines más perversos en su intento de crear realidades que parezcan la verdad. Unas realidades que serán asumidas como la verdad y, en manos hábiles, servirán para apuntalar un orden y legitimizar un poder que, utilizando semejante proceso de distorsión de la información, manipulen la realidad y la verdad y degraden los diálogos democráticos para generar nuevos y más eficaces totalitarismos. Un universo orwelliano con un control que hubiera envidiado Stalin y una vigilancia de los ciudadanos que ni la Stasi alemana, ni la Securitate de Ceausescu habrían podido soñar.
Y ahí, creo, radica la gran advertencia que nos deja este ensayo (Harari no ha sido el único en denunciarlo, por supuesto). No solo sobre la capacidad de la IA de cuidarnos, vigilarnos, sustituirnos, sino el afán de los hombres de utilizar esos avances tecnológicos y, como el aprendiz de brujo de Goethe, arriesgarse a llegar a perder su control y abocarnos a unos modelos sociales distópicos, peligrosamente posibles en un futuro que está ahí mismo, en nuestras muy humanas narices.
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La publicación más reciente de Nexus, una breve historia de las redes de información desde la Edad de Piedra hasta la IA es, en buena medida, una ampliación y actualización de lo trabajado en ese volumen de cierre de su trilogía de la pasada década. Y si alguna certeza indudable nos deja la lectura de esta nueva obra es que, en los pocos años que median entre las 21 lecciones… y Nexus, se ha producido un vertiginoso desarrollo de las nuevas tecnologías, en especial la llamada Inteligencia Artificial (IA) que ratifican lo ya advertido y nos alertan por lo que podrá venir. O no.
Sin duda el historiador y sociólogo israelí Yuval Noah Harari es una de las voces más polémicas y audaces en el contexto actual de las ideas sobre los destinos de la humanidad. Y, como he podido comprobar en diversas reseñas, sus lectores se pueden dividir fácilmente entre los admiradores y los detractores, sin casi dejar espacio a los posibles indiferentes, mientras sus libros se venden por cifras millonarias. Porque si otra condición no se le puede negar a Harari es que resulta adictivo.
No tendría demasiado sentido, luego de tantos comentarios publicados, que nos detuviéramos en las calidades analíticas y las cualidades socio-históricas de este Nexus y su empecinado estudio de las diversas redes de información creadas por el hombre a lo largo de su evolución terrenal para llegar al punto de desarrollo social y científico hoy alcanzado.
Más bien me interesa, con la brevedad del espacio disponible, detenerme en los efectos ya en curso de las diversas utilizaciones de una tecnología capaz de crear instrumentos tan poderosos y controvertidos como la IA, sin duda un mecanismo lleno de posibilidades capaces de mejorar las existencias humanas pero, a la vez, de torcerlas, manipularlas e incluso, hacerlas prescindibles.
Uno de los aspectos más inquietantes del análisis histórico y social de las redes de información está su indagación en las relaciones que se pueden establecer entre conceptos como la misma información y otros como realidad, verdad, orden y poder, que siempre han sido utilizados o instrumentalizados con diversos fines (en cualquier tiempo histórico, aunque de modo muy evidente en los modelos políticos modernos de la democracia, el totalitarismo y el populismo) para crear estructuras de control.
Muy selectiva —y casi que groseramente— destaco aquí algunas de las diversas ideas que desliza el ensayista, como la discutible evidencia de que si toda información es un intento de representar la realidad, a medida que aumente la información, se supone que esta nos proporcione un conocimiento más veraz del mundo. Pero Harari matiza o problematiza esta aparente certeza, porque, anota: “La información no es la verdad. Su tarea principal consiste en conectar y no en representar, y a lo largo de la historia ha sido habitual que las redes de información privilegiaran el orden sobre la verdad (...). La verdad se entiende como algo que representa de manera precisa determinados aspectos de la realidad. Esta es la razón por la que la búsqueda de la verdad es un proyecto universal. No obstante, verdad y realidad son cosas diferentes, porque no importa lo verídico que sea un informe, nunca podrá representar la realidad en todos sus aspectos”.
Desestimando los procesos de desinformación (“La desinformación es una mentira deliberada que se produce cuando alguien conscientemente pretende distorsionar nuestra visión de la realidad”), Harari advierte que “más bien lo que hace la información es crear nuevas realidades al conectar entre sí cosas dispares. Su rasgo distintorio es la conexión y no la representación, y la información es cualquier cosa que conecte puntos diferentes en una red”… pero: el problema es que, enfatiza, “errores, mentiras, fantasías y ficciones también son información”.
¿Adónde hemos llegado? Pues a un presente que se aboca al futuro donde existen más flujos y canales de información que en ningún otro momento de la historia de la humanidad mientras que la desinformación, también más abundante, tiene fines más perversos en su intento de crear realidades que parezcan la verdad. Unas realidades que serán asumidas como la verdad y, en manos hábiles, servirán para apuntalar un orden y legitimizar un poder que, utilizando semejante proceso de distorsión de la información, manipulen la realidad y la verdad y degraden los diálogos democráticos para generar nuevos y más eficaces totalitarismos. Un universo orwelliano con un control que hubiera envidiado Stalin y una vigilancia de los ciudadanos que ni la Stasi alemana, ni la Securitate de Ceausescu habrían podido soñar.
Y ahí, creo, radica la gran advertencia que nos deja este ensayo (Harari no ha sido el único en denunciarlo, por supuesto). No solo sobre la capacidad de la IA de cuidarnos, vigilarnos, sustituirnos, sino el afán de los hombres de utilizar esos avances tecnológicos y, como el aprendiz de brujo de Goethe, arriesgarse a llegar a perder su control y abocarnos a unos modelos sociales distópicos, peligrosamente posibles en un futuro que está ahí mismo, en nuestras muy humanas narices.
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