¿Y por qué no un James Bond gay? Vuelve el eterno debate

ellie.bergstrom

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¿Un James Bond gay? La hipótesis fue planteada el 3 de septiembre, durante la presentación en Venecia de Queer, lo último de Luca Guadagnino. Sobre el estrado, Daniel Craig, sexto James Bond cinematográfico y tal vez el mejor (con permiso, claro, de Sean Connery) en los más de 60 años de historia del personaje. A su lado, Guadagnino, el hombre que ha sacado al intérprete británico de su zona de confort ofreciéndole el primer papel abiertamente homosexual de su carrera.

Al hilo de una de las reflexiones del cineasta italiano sobre representatividad, diversidad sexual y resistencia a las convenciones, un periodista planteó si sería posible concebir, a estas alturas, un Agente 007 enamorado de otro hombre. Craig acogió la pregunta con una sonrisa escéptica, se encogió de hombros y apuró su vaso de agua. Guadagnino entró al trapo con divertida reticencia: “Muchachos, seamos adultos: no podemos conocer los deseos íntimos de James Bond. Dicho esto, la respuesta es que no, y que lo único importante es que James resuelva sus misiones de manera apropiada”.

Las imágenes de la rueda de prensa tuvieron una notable repercusión en redes sociales. Hubo quien acusó al autor de la pregunta de incurrir en el periodismo woke más descarnado o quien alertó, nunca sabremos si completamente en serio, de la existencia de un “evidente” subtexto gay en las interpretaciones de George Lazenby, Timothy Dalton o el propio Craig. Incluso quien afirmó que los productores de la saga estaban corrompiendo el personaje y “enterrando el cine”, como si lo del James Bond gay fuese un proyecto ya en curso y no la simple ocurrencia de un reportero empeñado en darle un poco de brío a una rueda de prensa que estaba resultando bastante insulsa.

Un libro (siempre) abierto​


Algunos medios se apuntaron también a terciar en la improvisada polémica y, así, el periodista, guionista y activista Paco Tomás insistía muy poco después en lo obvio: Bond no es real, es un personaje de ficción que, además, no está cerrado ni plenamente determinado, porque sigue inmerso en un proceso evolutivo que arrancó hace muchos años y aún continúa. Podría ser “tan gay como Harry Potter, Indiana Jones o Superman” si los responsables de cualquiera de estas franquicias decidiesen darle un giro queer, total o parcial, a sus personajes. Algo que ya ha ocurrido, por ejemplo, con Bob Esponja, Loki, el Ken de Barbie o Batman.

En el caso de Bond, un giro coherente con el pasado sería convertirlo en bisexual, porque queda constancia de su frecuentes escarceos sexuales o episodios de tensión erótica (casi siempre resuelta) con personajes femeninos como Vesper Lynd, Pussy Galore, Wai Lin, Tiffany Case, Holly Goodhead o Paris Carver. Pero un oportuno reboot podría, por qué no, poner el contador a cero y asomarnos al 007 inédito de una dimensión paralela, como ya ocurrió en su día con Spider Man o con César, el líder mesiánico del planeta de los simios. La creación de ficciones es uno de los juegos que mejor toleran que alguien se salte las reglas.

Zing Tjeng, columnista de iNews, aporta otro punto de vista: “Algunas personas LGTBI como yo empezamos a estar un poco hartas de la falta de imaginación implícita en cuestiones como esta. ¿Por qué la representación en pantalla de comunidades como la nuestra tiene que pasar necesariamente por reboots de franquicias tradicionales en los que se cambia la tendencia sexual a alguno de los personajes?”. ¿Por qué nadie se plantea, concluye Tjeng con justa indignación, crear futuros iconos gais desde cero en lugar de obstinarse en reciclar de manera rutinaria los viejos arquetipos blancos, masculinos y heteronormativos añadiéndoles un giro hacia la diversidad que nadie agradece y nadie pide?

Maggie Baska añade un interesante matiz en un artículo en Pink News. Más que otorgarle una artificiosa pátina queer a un personaje que tal vez no la necesite, ¿por qué no le dan el papel de Agente 007 a un actor o actriz LGTBI? Baska escribió su artículo hace unos meses, poco después de que se hiciese público que el candidato más probable a convertirse en próximo James Bond era Aaron Taylor-Johnson. Es decir, otro hombre blanco, heterosexual y británico, el sexto consecutivo (Lazenby era australiano). En ese contexto, la periodista abogaba por llevar la diversidad no necesariamente (o no solo) a los guiones, sino a los castings, y proponía hasta 13 candidatos distintos, de Elliot Page a Billy Porter, Kristen Stewart o Colman Domingo, todos queer, cinco de ellos negros y cuatro mujeres. Si la de James Bond es una de las estirpes reales del mundo de la interpretación, ¿por qué el heredero de la corona solo puede ser un hombre de piel clara que se acueste con mujeres?

El hermano espía de Hoagy Carmichael​


No cabe duda: Ian Fleming, creador del personaje, concibió a James Bond como un hombre heterosexual que se asomaba a la mediana edad, aunque no como el macho alfa, seductor en serie, que vendría después, en gran parte gracias al cine. Ya en la primera novela, Casino Royale, hizo que al agente secreto le acompañase una adlátere, Vesper Lynd, que acabaría convirtiéndose en su pareja sexual y la diana de sus afectos.

Resulta curioso constatar que Fleming, que había cumplido 45 años en 1953, cuando se publicó la novela, imaginaba a Bond como un cruce entre su propia imagen y la del cantante y compositor estadounidense Hoagy Carmichael. Es decir, un dandy al viejo estilo, dotado de una cierta elegancia, pero de aspecto más bien convencional y circunspecto. Las características que convertían en excepcional a Bond desde un buen principio eran su gélida eficacia, su falta de escrúpulos, su patriotismo y su querencia por el Martini seco, no el atractivo sexual.

Bond ha conocido parodias televisivas (con Barry Nelson) o cinematográficas y ha pasado por las manos de gran cantidad de intérpretes, guionistas, productores o directores, por no hablar del necesario ajuste a los cambios socioculturales y a las expectativas del público que se ha venido produciendo generación tras generación. En cierto sentido, es como la Sagrada Familia, un work in progress en permanente deriva, nunca del todo cristalizado. Una criatura de identidad tan híbrida y escurridiza que casi podría argumentare que carece de identidad.

Los que se han rasgado las vestiduras en los últimos años al leer que el próximo Bond podía acabar siendo un actor afro-británico, Idris Elba, o una mujer, como Lashana Lynch, se preocupan por preservar la pureza de un personaje que casi nunca fue puro. Poco tiene que ver el exquisito y carnal 007 de Connery con el encanto mundano de Pierce Brosnan, la versión mucho más tortuosa y cínica de Roger Moore o la cruda y estoica de Daniel Craig. La elasticidad del personaje es virtualmente infinita. Puede estirarse o retorcerse a voluntad sin que se rompa. Nunca tuvo un área de confort (o de coherencia) del todo definida, por lo que resulta poco menos que imposible sacarlo de ella.

Un Bond recién salido del armario podría resultar tan funcional y tan sugerente como los cowboys homosexuales de Brokeback Mountain en que muchos quisieron ver, allá por 2005, un ultraje a la memoria de John Wayne, cuando lo que hicieron en realidad fue más bien ensanchar, enriquecer y democratizar su legado. El Bond enamorado de otro hombre resulta concebible, podría tener un sentido artístico y narrativo y es probable que el público (o, al menos, parte del público) lo acabase aceptando con naturalidad. Aunque tal vez no esté de más preguntarse, con Zing Tjeng, Maggie Baska y puede que el propio Daniel Craig, hasta qué punto algo así es necesario.

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