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Manuel Jabois
Guest
Roger Federer llora dirigiendo la mirada al trofeo que acaba de perder. Parece sorberse incluso los mocos. Es una imagen que agota los adjetivos. Es una lección inmensa, probablemente la mayor que haya dado un campeón. Fue en Australia 2009. Roger tiene en la muñeca un reloj de su patrocinador que se ha puesto al acabar el partido. Ha cumplido el contrato y cree haber cumplido una época, pero no, solo ocurre que la época ya no es solo suya. Todas esas lágrimas las reprimió un año antes, en Londres. Allí Federer defendió la corona en la superficie que le había dado gloria y honor, y Nadal la asaltó con la violencia con la que los ejércitos jóvenes levantan un imperio. No fue un partido, fue Guerra y Paz. El campeón defendió a trastazos su brizna de leyenda en el pasto donde la crio y le dio forma y el aspirante exhibió la fortaleza mental de una apisonadora que avanza con la seguridad de un panzer. Llovió y se hizo de noche, y desde que los dos salieron a la pista hasta que acabaron pasaron siete horas, cinco sets y dos tie-breaks.
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