Mattie_Moen
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¿Es Vortex un salto a la madurez en la filmografía de Gaspar Noé o solo un peldaño más en una obra cuyo sádico afán eclipsa toda su audacia formal? Vortex, la historia de una pareja de ancianos en el ocaso de su vida y, por extensión, la del siglo XX, es inevitablemente la película más madura de un cineasta incapaz de escapar a estas alturas a la manida etiqueta de enfant terrible. Los innegables valores de Vortex, su brutal inmersión en la decadencia de un matrimonio a través de la pantalla partida en dos cuadrados de 4.3, su viaje a la descomposición del cerebro y el corazón de una pareja de viejos intelectuales bohemios (él, teórico cinematográfico; ella, psiquiatra), se pierde donde siempre se pierde el cine de Noé: en los caminos de la más oscura sordidez.
Para entendernos: ¿Era necesario en la brillante coreografía visual de Climax (2018) el episodio del niño? ¿Hacía falta añadir en el descarnado tremendismo de Vortex la secuencia de Françoise Lebrun metiendo la mano literalmente en la mierda mientras en la otra pantalla un crío contempla en la sombra a su padre yonqui drogarse? Es esa gruesa manipulación, ese sadismo gratuito que encontró su máxima expresión en la violación de Irreversible (2002), lo que desactiva la audacia formal de Noé, cuya capacidad para atraer y repeler a partes iguales empieza a resultar demasiado obvia.
Vortex es la claustrofóbica inmersión en el archivo de dos vidas que se apagan, y en eso la película resulta demoledora. Enterrados en papeles y recuerdos, la decadencia física va en paralelo a la de los objetos culturales del siglo XX. Pero el principal logro de la película no está solo en la decisión de no elegir entre plano y contraplano gracias a una pantalla doble que nos lo da todo mientras cava un agujero, el último de todos, sino en sus interpretaciones, sobre todo la de la actriz francesa Françoise Lebrun, la inolvidable Veronike de La mamá y la puta. Lebrun se funde del todo con su personaje, una mujer líquida por el alzhéimer cuya brújula perdida la actriz interioriza de forma magistral. La manera en la que Lebrun deambula por su casa intentando comprender qué son esos libros, fotografías y papeles del pasado es una de las elegías más dolorosas al siglo XX vistas en una pantalla. Porque Vortex es, ante todo, una desoladora panorámica sobre dos vidas que se apagan, aunque en su afán de oscuridad, se nos hurte su dignidad, lo que pese a todo esas vidas significaban.
Noé conduce al espectador a la cruel soledad que desprende su película, al callejón sin salida de un humanismo que ya no puede contar con los dos órganos que le diferencian: el cerebro y el corazón. Si el personaje de Lebrun representa el final del amor y el afecto, el de Dario Argento invoca el final de la razón y su poder y, quizá por eso, Noé no puede evitar imprimirle un ajuste de cuentas a la figura paterna. Argento y Lebrun pertenecen a la generación del Mayo del 68 y, en ese contexto, el personaje de él resulta de un patetismo total: ya sea ante el ensayo cinematográfico que pretende escribir o ante esa amante que ya no le hace ni caso. La absoluta falta de compasión hacia el personaje forma parte de ese ensañamiento que pone en jaque la que probablemente sea la mejor película de Gaspar Noé.
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Para entendernos: ¿Era necesario en la brillante coreografía visual de Climax (2018) el episodio del niño? ¿Hacía falta añadir en el descarnado tremendismo de Vortex la secuencia de Françoise Lebrun metiendo la mano literalmente en la mierda mientras en la otra pantalla un crío contempla en la sombra a su padre yonqui drogarse? Es esa gruesa manipulación, ese sadismo gratuito que encontró su máxima expresión en la violación de Irreversible (2002), lo que desactiva la audacia formal de Noé, cuya capacidad para atraer y repeler a partes iguales empieza a resultar demasiado obvia.
Vortex es la claustrofóbica inmersión en el archivo de dos vidas que se apagan, y en eso la película resulta demoledora. Enterrados en papeles y recuerdos, la decadencia física va en paralelo a la de los objetos culturales del siglo XX. Pero el principal logro de la película no está solo en la decisión de no elegir entre plano y contraplano gracias a una pantalla doble que nos lo da todo mientras cava un agujero, el último de todos, sino en sus interpretaciones, sobre todo la de la actriz francesa Françoise Lebrun, la inolvidable Veronike de La mamá y la puta. Lebrun se funde del todo con su personaje, una mujer líquida por el alzhéimer cuya brújula perdida la actriz interioriza de forma magistral. La manera en la que Lebrun deambula por su casa intentando comprender qué son esos libros, fotografías y papeles del pasado es una de las elegías más dolorosas al siglo XX vistas en una pantalla. Porque Vortex es, ante todo, una desoladora panorámica sobre dos vidas que se apagan, aunque en su afán de oscuridad, se nos hurte su dignidad, lo que pese a todo esas vidas significaban.
Noé conduce al espectador a la cruel soledad que desprende su película, al callejón sin salida de un humanismo que ya no puede contar con los dos órganos que le diferencian: el cerebro y el corazón. Si el personaje de Lebrun representa el final del amor y el afecto, el de Dario Argento invoca el final de la razón y su poder y, quizá por eso, Noé no puede evitar imprimirle un ajuste de cuentas a la figura paterna. Argento y Lebrun pertenecen a la generación del Mayo del 68 y, en ese contexto, el personaje de él resulta de un patetismo total: ya sea ante el ensayo cinematográfico que pretende escribir o ante esa amante que ya no le hace ni caso. La absoluta falta de compasión hacia el personaje forma parte de ese ensañamiento que pone en jaque la que probablemente sea la mejor película de Gaspar Noé.
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‘Vortex’: Gaspar Noé se ensaña con la vejez
El director francoargentino logra una de las elegías más dolorosas al siglo XX vistas en una pantalla pero incurre, una vez más, en su sadismo gratuito
elpais.com