Yessenia_Rau
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Cuando el padre de Ale, el personaje femenino de Volveréis, aparece en escena, le recomienda a su hija una serie de lecturas, incluidas dos del filósofo Stanley Cavell. Por su descripción, parece que se trata de La búsqueda de la felicidad y El cine ¿puede hacernos mejores? El encuentro entre ambos es, por muchos motivos, el momento crucial de esta cautivadora película, una melancólica comedia romántica sobre una pareja que, después de 14 años, se separa y, en un gesto tozudo, decide celebrarlo con una fiesta. La idea, más bien peregrina, es del padre de ella, que desde siempre ha coqueteado con la siguiente posibilidad: si la gente se separa para ser feliz y estar mejor, ¿por qué no celebrarlo?: “como una boda, pero al revés”, dice uno de los personajes. En ese encuentro central el espectador conoce al hombre que impulsó con su boutade lo que estamos viendo y que, además, no es otro que el propio padre, Fernando Trueba, del director de la película, Jonás Trueba.
Volveréis circula así en clave metacinematográfica. Ale, interpretada por Itsaso Arana, es directora de cine, y su pareja, Alex (Vito Sanz) es actor. Ale y Alex ruedan una película, la película que estamos viendo. Arana y Sanz, coguionistas de Volveréis y colaboradores habituales en el cine de Jonás Trueba, repiten como un mantra las frases de la película ―”Estamos bien”; “Hay que separarse con alegría”—, cuya repetición se convierte en el gag central de una comedia ágil y ligera en sus situaciones y diálogos pero tocada a su vez por un inevitable peso que poco a poco va aflorando.
Los ensayos de Cavell resuenan en todo el filme porque hablan, por un lado, de la comedia de enredo matrimonial en Hollywood —linaje cinematográfico al que esta vez apela Jonás Trueba—, y de la idea de las segundas oportunidades en estas comedias (el volveréis del título se mantiene enigmático). Y por otro lado, porque Cavell habla del cine como un lugar de aprendizaje moral y existencial. En un pasaje de estos ensayos, además, hay una reflexión sobre la comedia romántica que bien vale para esta película: el pulso entre los personajes femeninos y masculinos “es una lucha por la reciprocidad o igualdad de conciencia”, escribe Cavell, “una lucha por la libertad mutua, en especial de las visiones que unos tienen de los otros, cosa que da a estos filmes un temperamento utópico”.
Volveréis es exactamente esto, una utopía: la posibilidad de plantear el fin del amor como una nueva oportunidad, como un pacto sin vencedores ni vencidos, como una puerta que se abre y no como una que se cierra, como una oportunidad para volver a empezar. El cine de Jonás Trueba responde a la búsqueda de una verdad íntima que nace de forma sutil y cuyo planteamiento surge aquí en los primeros segundos de la película. A oscuras, antes de la aurora, escuchamos a Ale y Alex enunciar lo que vamos a ver: una separación, la ocurrencia de la fiesta, la idea para una película y una pregunta: ¿lo que vale para una película vale igual para la vida real?
En este, su trabajo más redondo y maduro, el carácter colectivo de la filmografía de Jonás Trueba se hace más individual y el director parece más presente que nunca a través de su alter ego y cómplice (Itsaso Arana). Quizá por eso se atreve a ese conmovedor homenaje a su padre, con su mezcla de admiración e inevitable ajuste de cuentas, con su preciosa manera de observar el rostro de su progenitor mientras un diálogo de fondo nos dice lo de siempre, que hay que matar al padre. Lo que queda, sin embargo, es la mirada y, acaso, el miedo a ponerse demasiado serio. Eso, y un lote de libros (“¿Y qué puede hacer un padre sino darle bibliografía a sus hijos?”, dice el personaje de Fernando Trueba) con el que le expresa a su hija su amor con un pudor de otro tiempo.
Y, por último, está el homenaje a otra herencia, la del asfalto de su ciudad, ese Madrid de finales del verano y septiembre (la fiesta tiene una fecha simbólica, el 22 de septiembre, que se acabará desvelando) cuya melancolía encierra un estado de ánimo que también se desvanece, el de los paseantes de unas callejuelas que, como los personajes de esta inolvidable película, buscan un antídoto a su solitario y errático deambular en las últimas verbenas del año.
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Volveréis circula así en clave metacinematográfica. Ale, interpretada por Itsaso Arana, es directora de cine, y su pareja, Alex (Vito Sanz) es actor. Ale y Alex ruedan una película, la película que estamos viendo. Arana y Sanz, coguionistas de Volveréis y colaboradores habituales en el cine de Jonás Trueba, repiten como un mantra las frases de la película ―”Estamos bien”; “Hay que separarse con alegría”—, cuya repetición se convierte en el gag central de una comedia ágil y ligera en sus situaciones y diálogos pero tocada a su vez por un inevitable peso que poco a poco va aflorando.
Los ensayos de Cavell resuenan en todo el filme porque hablan, por un lado, de la comedia de enredo matrimonial en Hollywood —linaje cinematográfico al que esta vez apela Jonás Trueba—, y de la idea de las segundas oportunidades en estas comedias (el volveréis del título se mantiene enigmático). Y por otro lado, porque Cavell habla del cine como un lugar de aprendizaje moral y existencial. En un pasaje de estos ensayos, además, hay una reflexión sobre la comedia romántica que bien vale para esta película: el pulso entre los personajes femeninos y masculinos “es una lucha por la reciprocidad o igualdad de conciencia”, escribe Cavell, “una lucha por la libertad mutua, en especial de las visiones que unos tienen de los otros, cosa que da a estos filmes un temperamento utópico”.
Volveréis es exactamente esto, una utopía: la posibilidad de plantear el fin del amor como una nueva oportunidad, como un pacto sin vencedores ni vencidos, como una puerta que se abre y no como una que se cierra, como una oportunidad para volver a empezar. El cine de Jonás Trueba responde a la búsqueda de una verdad íntima que nace de forma sutil y cuyo planteamiento surge aquí en los primeros segundos de la película. A oscuras, antes de la aurora, escuchamos a Ale y Alex enunciar lo que vamos a ver: una separación, la ocurrencia de la fiesta, la idea para una película y una pregunta: ¿lo que vale para una película vale igual para la vida real?
En este, su trabajo más redondo y maduro, el carácter colectivo de la filmografía de Jonás Trueba se hace más individual y el director parece más presente que nunca a través de su alter ego y cómplice (Itsaso Arana). Quizá por eso se atreve a ese conmovedor homenaje a su padre, con su mezcla de admiración e inevitable ajuste de cuentas, con su preciosa manera de observar el rostro de su progenitor mientras un diálogo de fondo nos dice lo de siempre, que hay que matar al padre. Lo que queda, sin embargo, es la mirada y, acaso, el miedo a ponerse demasiado serio. Eso, y un lote de libros (“¿Y qué puede hacer un padre sino darle bibliografía a sus hijos?”, dice el personaje de Fernando Trueba) con el que le expresa a su hija su amor con un pudor de otro tiempo.
Y, por último, está el homenaje a otra herencia, la del asfalto de su ciudad, ese Madrid de finales del verano y septiembre (la fiesta tiene una fecha simbólica, el 22 de septiembre, que se acabará desvelando) cuya melancolía encierra un estado de ánimo que también se desvanece, el de los paseantes de unas callejuelas que, como los personajes de esta inolvidable película, buscan un antídoto a su solitario y errático deambular en las últimas verbenas del año.
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