Viaje a las tumbas blancas

Norene_Bruen

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«Es un día muy nublado y oscuro, pero ya vas a ver cómo mejora», me promete el hermano de un marino desaparecido en el hundimiento del crucero General Belgrano: Margaret Thatcher ordenó el 2 de mayo de 1982 atacar ese buque argentino fuera de la zona de exclusión y fallecieron más de trescientos tripulantes en las inclementes aguas del Atlántico sur. Mi interlocutor, como tantos otros, se contenta con viajar al cementerio de Darwin, en las Islas Malvinas , sólo para deslizar las yemas de sus dedos sobre el nombre de su hermano muerto, que está inscripto en un cenotafio de granito. Son los ‘sintumba’ de una guerra maldita, condenados únicamente a ese ritual táctil, a ese no lugar al que llegan sus deudos para rezarles una plegaria. Otros tienen más suerte: yacen en tumbas reales, con cruces blancas y un rosario, aunque muchos figuraban hasta hace muy poco bajo la poética nominación «Soldado argentino solo conocido por Dios». Con ayuda del Equipo de Antropología Forense y la moderna técnica de los perfiles genéticos, los muertos anónimos fueron exhumándose y recuperando paulatinamente su identidad. Viajamos esta vez con 130 familiares y bajo estricto protocolo de las fuerzas británicas: toda la isla Soledad parece una fortaleza militar, y no es posible salirse un centímetro del protocolo. Marchan con nosotros por esa estepa desangelada y llena de ecos espectrales al menos treinta ancianos en sillas de rueda: vienen a despedirse de sus hijos; algunos verán su nombre o su tumba por primera y última vez en su vida. Todos tienen una hora para hablar imaginariamente con ellos y luego participar en una ceremonia religiosa; a continuación, emprenderán el regreso: no se permite otra cosa que una visita relámpago, y yo me siento un privilegiado por haber sido invitado a esa misión humanitaria.Son los ‘sintumba’ de una guerra maldita, condenados a ese ritual táctil, a ese no lugar al que llegan sus deudos para rezarles una plegariaDe joven, cuando era nacionalista de izquierdas y un verdadero imbécil, estuve a días de anotarme como voluntario para ir a esa guerra, que conducía un fascista llamado Leopoldo Fortunato Galtieri pero que a nosotros nos parecía un acto de anticolonialismo: la rendición de Puerto Argentino me evitó esa locura. Pero nunca olvidé a mis compañeros de generación que lucharon y murieron allí, hecho que Borges tradujo en un poema donde imaginaba el encuentro entre dos soldados: un argentino, que había leído a Conrad, y otro inglés, que había estudiado el ‘Quijote’: «Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel. Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen. El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender».La sociedad argentina, con mala conciencia por haber apoyado aquel desastre, quiso borrarlo de la memoria colectiva, y condenó a sus combatientes al ostracismo, que es una doble derrota. Yo, sin embargo, me interesé literariamente por ellos; los entrevisté y narré muchas de sus aventuras, a pesar de que un conocido mandarín de la cultura de mi país decretó que esa épica era de derechas y muy peligrosa; lo que correspondía al buen gusto, a lo políticamente correcto, era tratarlos como víctimas.Heroicos fantasmasSe puede reconocer el coraje personal —Borges lo sabía— sin acompañar una idea política o bélica, pero pocos están dispuestos a acceder a esa verdad tan simple. Lo curioso es que, al llegar al cementerio de Darwin, se verificó el deseo de los familiares: los ‘nenes’ abrieron el cielo, aunque fue por uno o dos minutos; luego volvió a cerrarse y nos dedicó una nevisca, ocho grados bajo cero y un viento de setenta kilómetros por hora que nos apuñalaba el alma. Viví cinco años en la Patagonia, pero nunca sentí tanto frío. Temblábamos todos frente a las tumbas blancas. Y entonces, aquel viejo deudo apoyó su mano en mi hombro y me dijo, con sorna: «Los nenes quisieron que sufriéramos en carne propia el clima real bajo el que vivieron y combatieron durante setenta días». No la temperatura cálida de nuestro diciembre, sino la de mayo y junio: el gélido otoño austral. No sólo habían tenido que luchar contra uno de los ejércitos más poderosos de la Tierra, sino también contra un frío sobrenatural: los heroicos fantasmas de Malvinas se negaban a ser víctimas y estaban dándonos una nueva lección en aquella intemperie del fin del mundo.

 

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