Arlo_Funk
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El niño entró en su casa al volver del colegio y notó algo raro: sus padres se pasaban nerviosos el teléfono de bakelita negra colgado en el pasillo, el padre más excitado que la madre, y los dos alzando la voz, casi chillando en su lengua común que los hijos entendíamos pero no hablábamos casi nunca, más allá de un saludo o una frase hecha. Esa lengua común era el valenciano, y las llamadas “por conferencia”, como se decía entonces, quedaban principalmente reservadas para la familia, en nuestro caso toda ella afincada —excepto nosotros— en Valencia, la capital, y en algún otro pueblo grande del sur de la provincia, también llamada por los más nostálgicos el “Reino de Valencia”. Mi padre, que mostraba a veces un temperamento bromista, me decía, cuando se impacientaba por alguna trastada infantil, que yo, valenciano por parte de padre y madre, era el primer alicantino en llevar apellidos nord-valencianos, “con todo lo que eso significa”, que yo, con tan corta edad y tan poco mundo, no sabía naturalmente lo que significaba. Pero no me callaba ante papá: “¡ilicitano, yo soy ilicitano!”, ya que ese participio insólito tenía a mis oídos un glamour prehistórico.
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