Jamir_Hahn
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Hace un año estaba en Lecce, Italia, en una villa cuya dueña entrenaba caballos de salto. Yo no podía ver los caballos pero podía escucharlos, percibir su dulzura, su inestable poder animal. El centro histórico de la ciudad era un corazón de miel. Por fuera de sus murallas los edificios parecían enfermos, conectados a la vida por alguna ventana que aún conservaba las bisagras. Ese sarcoma, con toda su impericia para ser bello, con su fealdad casi orgullosa, abrazaba la parte vieja que emanaba una serenidad ambarina y parecía haber surgido desde el centro de la tierra como el delirio de un escultor hechizado por las posibilidades de la piedra, un alma en levitación entre la carne corrupta. Yo vivía la fantasía de la felicidad porque me habitaban la lujuria y la indolencia. Cada mañana iba a una playa cercana, San Cataldo, donde todo estaba abandonado, y lo que no estaba abandonado estaba cerrado, y lo que no estaba ni abandonado ni cerrado estaba en ruinas, cubierto por vegetación. Parecía un sitio acudido por la peste, arrasado por un incendio o una gran desgracia. Dos o tres autos, dos o tres viejos, un faro. Hiedras creciendo con la indiferencia de lo natural en medio de eyaculaciones arquitectónicas. Era un lugar para quedarse, como lo fueron otros: Ubud, las islas Similan. Sin embargo, como hacemos casi todos, regresé a mi ciudad. Seguí acumulando fichas en el casillero de lo conocido: mi biblioteca, mis armarios. Leo el libro fabuloso de Fabián Casas, Los poemas de Boy Fracassa: “Dediqué mi vida a algo que no tiene sentido / (...) hago ejercicios todos los días / con el paso del tiempo / mi musculatura / es proporcional a mi desesperación”. Qué amarga pericia tenemos para no hacernos caso, para lisiarnos, para dejarnos huérfanos de lo que anhelamos. Hacemos la lista de la compra, pagamos la comida del gato, lavamos la ropa. Vencemos sobre nosotros mismos creyendo que hemos vencido sobre todo lo demás.
Vencer sobre todo
Era un lugar para quedarse, como lo fueron otros: Ubud, las islas Similan. Sin embargo, como hacemos casi todos, regresé a mi ciudad. Seguí acumulando fichas en el casillero de lo conocido: mi biblioteca, mis armarios
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