magdalen85
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La Universidad fue un rotundo ejemplo de cómo el empuje de la sociedad desbordó a la dictadura. Estaba ocurriendo en otros ámbitos sociales y culturales, sobre todo en la movilización de los trabajadores con unas Comisiones Obreras cuya estrategia resquebrajó el Sindicato Vertical creado por el régimen. En la Universidad, sus estructuras elitistas, intactas desde el siglo XIX, se rompieron. Los 64.000 universitarios de 1960, hijos de las clases medias y altas, con apenas un 3% de hijos de obreros, pasaron a 500.000 en 1975; y de 5.000 profesores se pasó a 22.000, de los cuales el 90% eran “no numerarios” (PNN), esto es, interinos designados y desechables a voluntad de los catedráticos. Destacó además el imparable ascenso de las mujeres, de un 19% en 1960 a un 40% en 1975, que muy pronto, en 1986, llegaría a la paridad.
Así, en las viejas facultades y aulas no cabía tal avalancha, y mientras la dictadura trataba de adaptarse a la demanda creando nuevos campus, nuevos cuerpos docentes y un escaso sistema de becas, unas minorías atrevidas y briosas de estudiantes lograron, a pesar del endurecimiento de la represión, activar al resto y convertir los campus en espacios de lucha política manifiesta. Comenzaron en 1965 las más decisivas movilizaciones, al oponerse al monopolio que ejercía el SEU como representante de los estudiantes, y surgieron primero en Barcelona y de inmediato en Madrid y en otras universidades los Sindicatos Democráticos de Estudiantes que, aunque efímeros, abrieron las compuertas ideológicas y sintonizaron con las inquietudes existentes en las universidades de los países más desarrollados. Predominaron las ideas vinculadas al marxismo, se conectó con el feminismo más radical del momento y se criticaron los métodos de docencia y de organización institucional. Así, de aquellas aulas y de sus intensos debates, aunque fuesen escolásticos o transitorios, surgió la generación que lideró el proceso de transición y la inmediata institucionalización de un sistema democrático.
Existen estudios relevantes sobre tal proceso y se referencian con justicia en la investigación que, enraizada en el magisterio de Carme Molinero, acomete Jordi Sancho Galán. Este joven doctor, con un exhaustivo y riguroso análisis de fuentes, desentraña cómo la militancia comunista de los universitarios vertebró un entramado sociocultural cuyos personajes e impactos han marcado la historia de nuestra democracia no solo en Cataluña, sino en toda España. Aunque su libro termina en 1977, los abundantes nombres que pueblan sus páginas, planteadas como la historia “desde abajo” de dicho agente colectivo, muestran la indudable contundencia de aquella experiencia de oposición comunista a la dictadura.
En efecto, el PSUC, al igual que su partido hermano, el PCE, desplegó una capacidad decisiva para sembrar ideas, prácticas y debates que, tal y como concluye el joven historiador, hicieron de los comunistas “el principal colectivo intelectual de la oposición”, esto es, el partido del antifranquismo. En general, en las décadas de 1960 y 1970 las izquierdas españolas giraron en torno a las propuestas estratégicas y a las prácticas de movilización trazadas desde el PCE-PSUC, aunque fuese para formar otros grupos con estrategias consideradas de “auténticas” izquierdas. En este sentido, son complementarios y de una extraordinaria enjundia histórica otros tres libros cuyos autores, protagonistas de aquellas luchas, ofrecen, con un meritorio tono autobiográfico, una fuente insoslayable para descifrar las experiencias, ideales e incertidumbres de aquellos jóvenes que, como Francisco Alburquerque, José María Barreda y Eugenio del Río, soñaron una sociedad más libre y más justa.
Son libros que declaran sus convicciones de hace más de medio siglo, y también la posterior y distinta trayectoria política. Comparten dos rasgos comunes. Ante todo, el influjo de sus respectivos entornos católicos, con el impacto renovador del Concilio Vaticano II frente a una dictadura oficialmente católica, y también un tono autocrítico, de mayor o menor calado, pues en aquellos militantes persistió, hasta ya entrada la democracia, la idea de implantar la “dictadura del proletariado”. Son muy instructivos al respecto los diagnósticos de Eugenio del Río, que lideró uno de los principales partidos creados a la izquierda del PCE.
Por su parte, José María Barreda aborda en su primer capítulo, sobre “la búsqueda de un futuro deseable”, cómo transitó de cristiano a comunista hasta convencerse de que “la democracia es revolucionaria” en sí misma y, por tanto, la socialdemocracia, que “(los comunistas) la despreciamos tanto”, era la mejor vía para construir más progreso social, sin el dictado de minorías redentoras. De una sinceridad inusual, con un estilo ágil y un bagaje cultural sorprendente, enhebra 26 capítulos en los que desvela y recapacita sobre otros tantos temas de su trayectoria, desde su práctica de militante a sus cavilaciones sobre las ideas y prácticas del PCE. Así, tras las zozobras planteadas por el eurocomunismo, el libro termina cuando su integración en el PSOE lo implica en responsabilidades institucionales desde 1983.
Distinta es la trayectoria de Francisco Alburquerque, líder estudiantil del citado sindicato democrático de 1966 y paladín de la renovación democrática de la Universidad en la crucial movilización de PNN desde 1970. En su libro predomina su condición de científico social, de modo que los contenidos autobiográficos se diluyen en un análisis que, apoyado en la correspondiente bibliografía, ajusta las cuentas con una democracia (prefiere hablar de posfranquismo) que no ha satisfecho sus ideales.
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En aquellos años destacó el imparable ascenso de las mujeres, de un 19% en 1960 a un 40% en 1975, que muy pronto, en 1986, llegaría a la paridad
Así, en las viejas facultades y aulas no cabía tal avalancha, y mientras la dictadura trataba de adaptarse a la demanda creando nuevos campus, nuevos cuerpos docentes y un escaso sistema de becas, unas minorías atrevidas y briosas de estudiantes lograron, a pesar del endurecimiento de la represión, activar al resto y convertir los campus en espacios de lucha política manifiesta. Comenzaron en 1965 las más decisivas movilizaciones, al oponerse al monopolio que ejercía el SEU como representante de los estudiantes, y surgieron primero en Barcelona y de inmediato en Madrid y en otras universidades los Sindicatos Democráticos de Estudiantes que, aunque efímeros, abrieron las compuertas ideológicas y sintonizaron con las inquietudes existentes en las universidades de los países más desarrollados. Predominaron las ideas vinculadas al marxismo, se conectó con el feminismo más radical del momento y se criticaron los métodos de docencia y de organización institucional. Así, de aquellas aulas y de sus intensos debates, aunque fuesen escolásticos o transitorios, surgió la generación que lideró el proceso de transición y la inmediata institucionalización de un sistema democrático.
Existen estudios relevantes sobre tal proceso y se referencian con justicia en la investigación que, enraizada en el magisterio de Carme Molinero, acomete Jordi Sancho Galán. Este joven doctor, con un exhaustivo y riguroso análisis de fuentes, desentraña cómo la militancia comunista de los universitarios vertebró un entramado sociocultural cuyos personajes e impactos han marcado la historia de nuestra democracia no solo en Cataluña, sino en toda España. Aunque su libro termina en 1977, los abundantes nombres que pueblan sus páginas, planteadas como la historia “desde abajo” de dicho agente colectivo, muestran la indudable contundencia de aquella experiencia de oposición comunista a la dictadura.
En efecto, el PSUC, al igual que su partido hermano, el PCE, desplegó una capacidad decisiva para sembrar ideas, prácticas y debates que, tal y como concluye el joven historiador, hicieron de los comunistas “el principal colectivo intelectual de la oposición”, esto es, el partido del antifranquismo. En general, en las décadas de 1960 y 1970 las izquierdas españolas giraron en torno a las propuestas estratégicas y a las prácticas de movilización trazadas desde el PCE-PSUC, aunque fuese para formar otros grupos con estrategias consideradas de “auténticas” izquierdas. En este sentido, son complementarios y de una extraordinaria enjundia histórica otros tres libros cuyos autores, protagonistas de aquellas luchas, ofrecen, con un meritorio tono autobiográfico, una fuente insoslayable para descifrar las experiencias, ideales e incertidumbres de aquellos jóvenes que, como Francisco Alburquerque, José María Barreda y Eugenio del Río, soñaron una sociedad más libre y más justa.
Son libros que declaran sus convicciones de hace más de medio siglo, y también la posterior y distinta trayectoria política. Comparten dos rasgos comunes. Ante todo, el influjo de sus respectivos entornos católicos, con el impacto renovador del Concilio Vaticano II frente a una dictadura oficialmente católica, y también un tono autocrítico, de mayor o menor calado, pues en aquellos militantes persistió, hasta ya entrada la democracia, la idea de implantar la “dictadura del proletariado”. Son muy instructivos al respecto los diagnósticos de Eugenio del Río, que lideró uno de los principales partidos creados a la izquierda del PCE.
Por su parte, José María Barreda aborda en su primer capítulo, sobre “la búsqueda de un futuro deseable”, cómo transitó de cristiano a comunista hasta convencerse de que “la democracia es revolucionaria” en sí misma y, por tanto, la socialdemocracia, que “(los comunistas) la despreciamos tanto”, era la mejor vía para construir más progreso social, sin el dictado de minorías redentoras. De una sinceridad inusual, con un estilo ágil y un bagaje cultural sorprendente, enhebra 26 capítulos en los que desvela y recapacita sobre otros tantos temas de su trayectoria, desde su práctica de militante a sus cavilaciones sobre las ideas y prácticas del PCE. Así, tras las zozobras planteadas por el eurocomunismo, el libro termina cuando su integración en el PSOE lo implica en responsabilidades institucionales desde 1983.
Distinta es la trayectoria de Francisco Alburquerque, líder estudiantil del citado sindicato democrático de 1966 y paladín de la renovación democrática de la Universidad en la crucial movilización de PNN desde 1970. En su libro predomina su condición de científico social, de modo que los contenidos autobiográficos se diluyen en un análisis que, apoyado en la correspondiente bibliografía, ajusta las cuentas con una democracia (prefiere hablar de posfranquismo) que no ha satisfecho sus ideales.
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