El invierno trae a ratos una melancolía que no avisa y que suele notarse en la boca del estómago. No es indigestión ni es pena; es otra cosa que se parece a la tristeza. Quizá la traigan el frío o los atardeceres. Quizá sea la Navidad, llena de recuerdos, que se ayuda de las luces de las calles para hacernos creer que vivimos en una película en la que parte de nuestra familia quedó atrapada por la nieve en el aeropuerto de Nueva York. Demasiadas películas. Puede que sea eso, o la sensación de correr a todas horas para llegar a todas partes. O cierta obligación de tener que ser felices y sonreír. El caso es que algunas tardes sobreviene un desasosiego del que no sabes cómo desprenderte si, en realidad, no podrías decir a qué se debe en concreto. No es un dolor ni una herida. Es un estado de ánimo.
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