Una tarde, una canción

mayert.kariane

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El invierno trae a ratos una melancolía que no avisa y que suele notarse en la boca del estómago. No es indigestión ni es pena; es otra cosa que se parece a la tristeza. Quizá la traigan el frío o los atardeceres. Quizá sea la Navidad, llena de recuerdos, que se ayuda de las luces de las calles para hacernos creer que vivimos en una película en la que parte de nuestra familia quedó atrapada por la nieve en el aeropuerto de Nueva York. Demasiadas películas. Puede que sea eso, o la sensación de correr a todas horas para llegar a todas partes. O cierta obligación de tener que ser felices y sonreír. El caso es que algunas tardes sobreviene un desasosiego del que no sabes cómo desprenderte si, en realidad, no podrías decir a qué se debe en concreto. No es un dolor ni una herida. Es un estado de ánimo.

Es natural querer salir de ahí, aunque tampoco esté de más quedarse un poco y dejarse llevar hasta averiguar lo que nos pasa. A veces conviene esperar y echar a andar sin saber muy bien adónde, por si aparecen las respuestas. Echar a andar con música en los auriculares, porque lo que no sepamos de nuestro ánimo igual lo haya anticipado el algoritmo que nos escoge los discos y que sabe ya de nosotros más que nosotros mismos.

A mí me pasó al llegar el frío, que yo salí a recibir con la opción aleatoria del reproductor de música del teléfono. Iban saltando canciones que sonaban de fondo para evitar el vacío, a la manera de las bandas sonoras. Hasta que llegó una que no era nueva, pero que tampoco sonaba igual que el resto. Una que cambió las cosas.


Empezó a sonar Franco Battiato, que decía buscar un centro de gravedad permanente. No sé la razón por la que apareció. Sé que la canción apareció, y que ordenó los pensamientos de tal manera que los puso a atender a aquellos acordes y a aquella letra, como si nada más fuera importante. Como si pudiera llevarme a otro ánimo y a otras calles por mucho que fueran las calles de las otras canciones. Y qué va: cómo lo iban a ser, si en estas de ahora Battiato movía mis manos y mis pies: “Cerco un centro di gravità permanente / che non mi faccia mai cambiare idea / sulle cose, sulla gente”.

Me han maravillado siempre las preguntas inabordables. Por muchas respuestas que me den, me preguntaré toda la vida qué tiene el mar y por qué nos fascina y por qué lo busco nada más llegar a un sitio de costa. Me preguntaré por qué razón exacta nos abruma la naturaleza y, por supuesto, de dónde viene el poder de la música, que no solo nos vuelve humanos convocando a nuestro instinto, sino que se agarra a la memoria aunque hayamos perdido la lucidez.

Se puede olvidar antes la identidad que unos acordes y no hay misterio mayor que ese, por el que sales triste a deambular, tomado por una melancolía extraña y, de improviso, te asaltan unas ganas de danzar que contienes por vergüenza. Qué le puso Battiato a esa canción, me pregunto aún hoy, para que preserve la capacidad de hacer que las cosas parezcan distintas por un instante.

La canción acabó y todo se fue a ordenar de nuevo, empezando por el frío y por las luces. Pero a mí ese rato ya no me lo quita nadie. Ese rato en el que fui consciente de que era feliz y se me fueron sin querer las manos y los pies.

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