Rosalee_Zboncak
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Imaginemos por un momento que no hay balón, que estamos en la grada viendo un partido de fútbol, y la pelota es invisible. ¿Qué veríamos? Veintidós personas (veinticinco, en realidad, al contar con el cuerpo arbitral) corriendo de un lado al otro, saltando, chocando entre ellas, tirándose al suelo, agarrándose a veces de la camiseta, pugnando por ocupar un espacio, acercándose y alejándose las unas de las otras en una lógica que es ajena a quien no participa. A veces sería con movimientos más vertiginosos, otras más pausados; en algunos momentos los participantes se concentrarían en lugares concretos del césped, como las áreas, y en otros se distanciarían, extendiéndose en el tapete mostrando los dibujos con que sus coreógrafos les dispusieron sobre el campo, dibujos que se pueden expresar en números: cuatro-cuatro-dos, cinco-tres-dos, cuatro-tres-tres. Veríamos, en resumen, una danza, un baile colectivo, una serie de movimientos que no pueden entenderse unos sin otros, el primero sin el segundo, y así sucesivamente. Esta vertiente estética del fútbol como baile ha sido ampliamente mostrada en las artes. A bote pronto (qué preciosa expresión), se me ocurren cuatro obras, aunque hay muchas más: la obra de flamenco Zarra de la compañía de Adriana Bilbao, nieta del mítico delantero del Athletic; la pieza audiovisual en la que Douglas Gordon y Philippe Parenno siguieron los movimientos de Zidane durante un partido completo; la performance DiscoFoot del Centre Chorégraphique National-Ballet de Lorraine en el Centre Pompidou en 2018 y algunas escenas inolvidables de la maravillosa película L’Arbitro (2013), de Paolo Zucca.
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Una danza colectiva
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