‘Una cuestión de honor’: la transmisión de tradiciones, ese eufemismo de las novatadas

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“¿Ordenó usted el código rojo?”, es una de esas sorprendentes frases que, sin que por sí mismas digan demasiado, han acabado formando parte de la historia del cine estadounidense. La pregunta se la hacía Tom Cruise a Jack Nicholson durante un juicio militar en la magnífica Algunos hombres buenos (1992), escrita por Aaron Sorkin y dirigida por Rob Reiner. Y la cuestión, o una muy parecida, vuelve a relucir en la francesa Una cuestión de honor (que Algunos hombres buenos, A Few Good Men en el original, se titulara Una cuestión de honor en Hispanoamérica cierra el círculo): ¿es el sistema el culpable de la muerte de un joven soldado, o hay unos responsables con nombres y apellidos? El cadete William Santiago era un hispano en una academia estadounidense dominada por blancos anglosajones. El joven oficial Aïssa Saïdi es de origen argelino. Incluso ahí coinciden ambas: el factor cultural, religioso, de procedencia y de raza. Lo que nos lleva, finalmente, a otro suceso mítico en un destacamento militar, y esta vez real: al emblemático caso Dreyfus.

Los espíritus de Algunos hombres buenos y del caso Dreyfus (representado por Roman Polanski en la reciente El oficial y el espía) pululan por aquí, aunque con una diferencia sustancial: a Rachid Hami, director de Una cuestión de honor, no le acaba interesando tanto quién ordenó el código rojo como la relación de sangre entre el fallecido y el hermano encargado de defender su nobleza frente al poder a la hora de su entierro. Y en ese sentido, la película, interesante y ambiciosa, aunque algo dispersa, quizá se equivoque con algunas de sus digresiones.

No eran novatadas. Era una transmisión de tradiciones que no salió como se esperaba. Lo da a entender un alto mando francés después de la muerte del soldado durante una noche de crueldad dirigida por los alumnos de segundo año. El eufemismo de los ritos de iniciación. Y en un momento dado llega la frase clave: “¿La culpa es de uno o varios individuos, o del sistema? Porque si la culpa es del sistema, entonces no hay nadie a quien culpar”. Argumentalmente, Una cuestión de honor es muchas cosas a la vez. Una película judicial; una fábula entre hermanos a lo Caín y Abel; un retrato del violento patriarcado en Argelia; una reflexión sobre el racismo en las instituciones militares y en Francia en general, con el colonialismo de telón de fondo. Todas están bien tratadas de modo individual, pero a su atadura le falta brillantez.

Aun así, con férrea convicción, Hami mantiene un listón estimable, seguramente inspirado por un hecho real dramático: el propio hermano del director murió en circunstancias similares en la academia militar de Saint-Cyr. De este modo consigue sobreponerse además a las inexplicables decisiones iniciales de confección del reparto. Esas que no convierten a una película en mejor o peor, pero que provocan que el espectador ande dislocado al principio y hasta que los personajes se imponen sobre sus intérpretes: por mucho maquillaje que se utilice, Lubna Azabal, de 48 años, a la que hemos visto últimamente en Rebel y El caftán azul, no encaja como madre de Karim Leklou, de 41, y que además los aparenta. Y que los dos hermanos protagonistas parezcan casi de la misma edad cuando son pequeños en los flashbacks, pero luego los interpreten de adultos el citado Leklou y Shaïn Boumedine, de 27, es un dislate.

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