Un vasco para la admiración y la gratitud

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Nuestra dramática y sangrienta historia del siglo XX acaso encuentre su ilustración más cegadora con la alevosa muerte, hace ahora cien años, de un hombre, en verdad, de cualidades sobremanera relevantes. Este 2024 se registra el aniversario del trágico asesinato en su entrañada tierra natal del político guipuzcoano Marcelino Oreja Elósegui (1891-1934). Idealista, laborioso, solidario sin reserva alguna con la existencia de sus coetáneos y, en grado insuperable, con la legión incontable de los más económicamente desfavorecidos, su corta biografía iluminó hace una centuria el cielo a menudo híspido del solar hispano. La egregia figura del prohombre vasco Marcelino Oreja anduvo lejos de ser víctima solitaria o excepcional de la quiebra sangrienta de una convivencia española sin crisis de relieve ni desgarraduras ocasionales o esporádicas. Bien por el contrario, su luminosa trayectoria quedó truncada por una acción criminal que echaba sus raíces en la atmósfera de odio e inquina sociales de varias décadas de duración cuando aconteciera su luctuosa desaparición. En manera alguna cabe sostener paralelismo entre la enconada coyuntura de comedios de los años treinta en España y Europa y la tesitura de los meses actuales. Cuando el ebullente periodo de entreguerras protagonizaba sus últimos estadios, la siembra de radicalismo y enfrentamiento se ofrecía muy extensa y cercana en varios y sustanciales planos al punto de granazón y recogida. La etapa de la primera dictadura del novecientos hispano, quizás la fase de mayor intensidad y pujanza registrada por España en su proceso modernizador, dejó paradójicamente un abultado legado de frustración y enconamiento en anchas capas de la población, en especial, en sus sectores obreros e independentistas. Para colmo de desventuras, la Corona no pudo o no supo –lo segundo más que lo primero– ejercer sus funciones moderadoras, más esenciales e irremplazables que nunca en tan tensionado periodo.Las tierras vascas, en vanguardia compartida con las del Principado catalán, encabezaron con el mayor peralte dicho clima, enrarecido al máximo por el trepidante ritmo de la difusión del comunismo soviético en los ambientes proletarios de ambas regiones, avanzadilla de un movimiento autonomista cada día más atraído por su talante confrontador, opacado en los años boyantes del septenado primorriverista. Al propio tiempo, en sus respectivas geografías, el mensaje del sindicalismo cristiano semejó florecer con viveza. El bien organizado catolicismo social del primer tercio del novecientos se aprestaría ahora a entrojar porción notable y muy seronda de sus afanes. Arquitrabado a partir de 1932 en torno a la CEDA, cimentó sobre sólidos pilares la ilusionada empresa de convertirse en un partido de masas de inspiración democristiana, alzado sobre la incorporación a la vida pública de la gran mayoría de sus estratos campesinos y clases medias urbanas. En plena posesión del rico panorama cultural proporcionado por la titulación en dos acreditadas carreras de tan amplio y fecundo horizonte como Derecho e Ingeniería de Caminos, su juvenil inclusión en los flamantes cuadros de la recién surgida Asociación Nacional de Propagandistas Católicos (ANPC) estuvo destinada desde la primera hora a los más altos destinos. El talento singular y tal vez sin réplica en toda la andadura del catolicismo español contemporáneo de don Ángel Herrera Oria calibró sin tardanza las cualidades carismáticas de quien fuera uno de sus iniciales participantes. Efemérides áurea en el itinerario más abrillantado del periodismo español fue incuestionablemente aquella en que el motor de uno de los cuatro diarios mayores de la España precedente a la guerra de 1936 aconsejara al joven, pero ya muy prestigioso ingeniero Marcelino Oreja Elósegui trasladarse a la Norteamérica del arranque de «los felices veinte».La misión prescripta por don Ángel radicaba en aprender y familiarizarse con el desarrollo y evolución de las técnicas más afamadas de los más cotizados diarios de la costa oeste, colocados por incontestables razones de eficiencia en lugar alzaprimado del mundo de la prensa yanqui. Tras la estancia en los Estados Unidos, el retorno a una patria que sin demora se adentraría a grandes y rutilantes zancadas por el progreso económico-social, no fue menos esperanzado que el día de partida hacia el corazón más vibrante de la civilización occidental.Convertido ya por méritos sobrados en dinámico miembro numerario de la ACNP a partir de 1924, los trabajos y los días de Oreja no consiguieron hueco alguno para el solaz reparador. Únicamente el feliz matrimonio con una guipuzcoana de acendrado linaje, doña Pureza Aguirre, frenó su ascenso en el pináculo del núcleo directivo de la ACNP madrileña. Impelido por el amor a su esposa, exponente en grado máximo de los valores de su adorado País Vasco, el cosmopolita ingeniero retornó a sus raíces. Con aplauso unánime de sus elementos rectores sería designado para dirigir la Unión Cerrajera de Mondragón, empresa de impecable pedigrí y radiante futuro en la industrialización más moderna de una región como la vasca de reputación económico-social envidiable en toda España. Estribó precisamente en esa faceta donde descansara la postrera aventura de aquel singular hombre de acción, veteado de anhelos y querencias intelectuales, que respondiera en vida al nombre de Marcelino Oreja. El inicuo atentado que en los comienzos de octubre de 1934 segara, en plena sazón de energía creadora y proyección de ideales, la plenificante existencia de un integrante del retablo más iridiscente del catolicismo político-social del novecientos, encierra el secreto de otros misterios destacados del periodo, junto con el de la contienda fratricida, más proclive a la controversia de todo el acontecer contemporáneo de nuestra nación. La síntesis más apresurada de su recorrido deja ver que fue la violencia, y en sus variantes más radicales, su protagonista dominante. La revisión «positiva», a la moda en amplios sectores historiográficos, no puede soslayar este dato inconcuso y determinante de la segunda experiencia republicana.La muerte de Marcelino Oreja Elósegui implicó la desembocadura del odio sin fronteras desatado en los cuadrantes más significativos de la maltrecha sociedad española del 'Octubre rojo', réplica casera, pero no menos devastadora del estallido soviético de 17 años antes. La «masa crítica» de sectarismo y odio había alcanzado su punto de fusión mucho antes de que el triunfo del Frente Popular de 1936. Es terriblemente lógico que, casi con toda probabilidad, su primera víctima temporal encarnara, en una trayectoria en síntesis admirable, los valores del catolicismo más depurado. Resulta, desde luego, menos probable que Marcelino Oreja hubiese leído en un escritor francés coetáneo, el incomparable Leon Bloy, mendigo de Dios, en el hervoroso París de la antevíspera de la Gran Guerra, la frase que mejor cumpliera a su muerte: «Algunos hombres al fallecer y volver al polvo añaden algo a la Vía Láctea...».SOBRE EL AUTOR JOsé Manuel Cuenca Toribio es miembro de la Real Academia de Doctores de España

 

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