Un ‘ragazzo’ llamado Oriol Pla

crona.penelope

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Carlo Giuliani fue abatido en la Via Tolemaide de Génova el 20 de julio de 2001. Dos disparos y doble atropellamiento de los carabinieri. Un cadáver en el asfalto; el rastro sangriento que dejó la histeria oficialista cuando vio amenazado el estado de sitio impuesto para aislar a los próceres invitados a la cumbre del G-8. Ese día una familia perdió un hijo con 23 años y los movimientos anti-sistema se toparon de bruces con un símbolo. Un monolito conmemora el sacrificio de alguien no nacido para mártir. Grabado en la piedra su nombre y debajo la palabra “ragazzo”. Un muchacho. Giuliani no quiere —no quiso— ser piedra, aunque algún poeta haya encontrado así la inmortalidad pública.

Nunca pensó —según Lali Álvarez— en ser un mito cuando en vez de ir a la playa decidió colocarse en primera línea de la manifestación. Pero la Historia es tozuda. En parte se manifiesta en buscado y culposo silencio y en parte en memoria activa. Un recuerdo reivindicativo plasmado en muchos relatos. Carme Portaceli compartió en 2004 con el público del Grec el escrito por Fausto Paravidino (un Génova 01 protagonizado por un David Bagès lleno de rabia), y ahora es Álvarez la que se adentra en las anónimas 72 horas previas al fusilamiento y a la posteridad de Giuliani. No busca el retrato de un héroe. Ni nombre tiene. Prefiere construir una intimidad hecha de rutinas e ideales, de una normalidad cosida con los alimentos que come, la ropa que viste, la música que escucha, la hierba que fuma, los poemas que escribe, los amigos que llaman y los amores que surgen en medio de la utopía vigilada. Un equipaje que le llevará a ponerse delante de una lucha y una bala.

Aunque la biografía dramática de Álvarez es de una enorme sensibilidad y cercanía —es sólo un joven que siente, piensa y reacciona—, Ragazzo alcanza todo su sentido y potencia escénica por la magnética presencia de Oriol Pla. Hay que ser claro: no estamos ante un enorme actor. Las valoraciones convencionales no sirven para un individuo que es la honestidad personificada. La sensación es que sólo hay verdad en sus 22 años. Si mira, vemos lo que ve, aunque sea un personaje invisible; si baila, le acompañamos en un concierto en medio de la multitud; si corre, huye y se esconde, notamos el miedo físico y la adrenalina que desprende el cuerpo y nos encogemos en la silla; si se desdobla en otra voz, la oímos sin que él haga nada para invocarla; si calla, podemos seguir la voluta de sus pensamientos. Domina con su coreografía física todo el territorio dramático sobre el que se extiende el texto y sienta cátedra de sinceridad cuando —quieto y directo— abre un diálogo de emociones. No sabemos lo que le deparará el futuro, pero en su breve trayectoria Oriol Pla es un impresionante presente.

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