El Gobierno laborista de Keir Starmer acabó el miércoles con casi tres lustros de política económica conservadora y, de alguna manera, dio carpetazo a una era de economía thatcherista. Starmer recibió de Rishi Sunak una economía empachada de deuda, con un crecimiento desesperadamente lento y unos servicios públicos con enormes problemas. Su ministra de Economía, Rachel Reeves —la primera mujer en ese puesto en la historia del país— combate esa herencia con un presupuesto ambicioso, genuinamente laborista, y con algunos riesgos no menores asociados. Reeves anunció que subirá los impuestos en 48.000 millones de euros —básicamente, a las empresas—, la mayor subida desde la posguerra. Flexibilizará las reglas fiscales para tratar de mejorar los servicios públicos, en particular el muy deteriorado servicio nacional de salud. Y elevará tanto el gasto público como la inversión, y por tanto la deuda, en una apuesta decidida por tratar de elevar el anémico crecimiento del PIB.
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Aumentar la recaudación por vía de las empresas es una propuesta realista pero arriesgada políticamente
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