‘Un hombre bajo el agua’, de Juan Manuel Gil: un protagonista en la balsa

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27 Sep 2024
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La principal virtud de Juan Manuel Gil como escritor quizá sea su voluntarioso inconformismo, que salta a la vista en la pluralidad de técnicas y géneros en los 75 capítulos (o teselas textuales) de esta novela armada como un mosaico. Ni la huida del adocenamiento —que debería ser condición definitoria de cualquier escritor que se precie—, ni la paleta técnica, ni el fragmentarismo sujeto a un diseño superior son garantía de nada, salvo del loable empeño de alejarse de la literatura del montón, lo que no es poca cosa. Aquí, sin embargo, Gil ha elegido acudir a un mayoritario: el de la autoficción. No para incurrir, por fortuna, en la autodeprecación penitencial ni en el selfi literario, ni en la confesión de experiencia traumática ni en la locuacidad egocéntrica, y se diría que, por momentos, Gil obedece a una intención paródica cuyos atisbos alegran el texto pero no cuajan en la parodia cabal e higiénica que está pidiendo la autoficción.

Quizá porque a Gil le han interesado a la vez varias cosas que ha intentado amalgamar y la burla de la epidemia autoficcional no ha sido la prevalente. De hecho, se ha tomado muy en serio uno de los rasgos inherentes al género, como es el ambiguo estatuto referencial (o factual) de lo narrado, aquí aplicado a los misteriosos resortes de distorsión de la memoria individual. El narrador, Juanma —digamos un gemelo ficcional autor—, se propone explorar el episodio que cambió su vida a los 14 años: encontrar el cadáver de un vecino en una balsa de riego. Ahora, 25 años después y convertido en escritor, regresa a aquella época de juego al aire libre con el propósito de averiguar qué sucedió realmente al margen del propio recuerdo y convertir esa averiguación en un libro, el que leemos. Así se lo cuenta, avanzada la obra, a Carmela, la hermana del muerto: su libro es un “un intento de reflexionar sobre la realidad, la ficción y la memoria, y el relato que somos capaces de construir a partir de esos tres yacimientos”. Que es lo mismo que le había dicho antes su novia: “Tu voluntad de reflexionar sobre las distintas versiones de un mismo recuerdo y tu deseo de subrayar el carácter artificial de la frontera entre realidad y ficción”.

Ninguno de esos propósitos es original, claro, lo que no es ningún demérito en sí mismo, pero mi impresión es que Gil no consigue ir más allá de lo que ya sabemos —y hemos leído tantas veces— sobre lo engañoso de la memoria (individual y colectiva) ni sobre la procelosa relación entre realidad y ficción. Algún autocomentario parece delatar por parte del autor esa sospecha, como cuando le confía a Carmela que “es muy probable que no acabe siendo un buen libro”, si bien en esta afirmación, como en otra anterior acerca de que la autoficción es un género de escritores acomplejados, la ironía autocrítica parece aspirar a ser un contraveneno. Aun así, la estructura de novela autogenerativa (la que registra su propio proceso de composición: notas, apuntes, cavilaciones, entrevistas…) está bien armada, se apoya en la trama autobiográfica del escritor que lucha por dar cuerpo a su proyecto y ayuda a poner a la luz los rincones de sombra del recuerdo. va revelando que el personaje axial, y más atractivo, es precisamente el que no está: Eduardo Huego, el muerto, y hacer de la ausencia un motivo eficiente de la novela es casi siempre un acierto.

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