connie.stamm
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Recuerdo que hace años, el protagonista de una de mis novelas me vino a decir que para él, el paso entre ser joven y ser adulto resultaba evidente en un momento crucial de la vida: el día en que el futbolista a quien admiras es más joven que tú. Ese día te haces mayor. Todos hemos crecido admirando a gente que nos saca muchos años y de pronto, sin que nadie nos prevenga, resulta que nos asombra alguien cuya fecha de nacimiento coincide con nuestros 15 años, con nuestra entrada en la universidad o con el año en que nació nuestro primer hijo. Y no les digo ya cuando aparece uno de esos talentos precoces en el deporte y no ya él, sino el cretino de su padre podría ser nuestro hijo. Pues resulta que la semana pasada, en otra asombrosa carambola, un detalle vino a convencerme de que he entrado en la tercera fase de mi vida. No lo llamaré ni decadencia ni vejez, ni tampoco con más sutiles eufemismos, pero he de reconocer que me conmocionó enterarme de que Han Kang, la recién elegida Premio Nobel de Literatura, tiene un año menos que yo. Hasta ahora, todos los Premios Nobel de Literatura, por jóvenes que fueran, incluido el genial Joseph Brodsky, que lo ganó con 47 años cuando yo tenía 17, eran o muy mayores o bastante mayores que yo. Poco a poco se fueron acercando, pero rebasar en edad a alguien que gana un galardón que viene a ser la consagración de una carrera es algo inapelable para cualquier escritor de los que circulamos por los andamios del oficio.
Cuando publiqué mi primera novela, que era deliberadamente cómica, ya asumí con la mejor de las deportividades que nunca aspiraría al Premio Nobel. Y si me faltaba convencimiento, la crítica entonces de Babelia ya vino a confirmarme lo que me temía: El chaval no da para más. Vivir sin esas tentaciones de pasar a la posteridad te mejora la estancia terrenal. En términos de salud no es recomendable estar gordo, pero resulta aún mucho peor el sobrepeso del ego, que suele acarrearte una existencia de dolor, sacrificio y agravio. La surcoreana Han Kang, que aparenta ser una persona magnífica, no sabe el golpetazo que me ha propinado. Su fecha de nacimiento, un año después del mío, es un símbolo que echa por tierra todos mis aspavientos juveniles, mi fe en eso de que sigo siendo aquel e incluso todas las tentaciones de un día por fin vestirme de chándal e ir a impresionar a los colegiales del parque de al lado de mi casa.
Con el Premio Nobel y otros triunfos irrebatibles me pasa un poco como con el santoral, que cuanto más lejano es el condecorado más irrebatible me parece. No es lo mismo la admiración que le tengo a San Francisco de Asís que la que le pueda tener a San Josemaría Escrivá de Balaguer, al que veía de niño en televisión en emisiones que rozaban lo grotesco. Un Nobel como William Faulkner te impresiona, pero cuando se lo empiezan a dar a tipos que has aguantado en una conferencia o en el hall del hotel de una feria del libro de provincias empiezas a poner las cosas en su sitio. Aunque con la edad todos esos mecanismos de rebajar la trascendencia dejan de funcionar. Hacerse viejo te obliga a tomar en serio hasta a los médicos. Durante años, mi lucha en el plano profesional y personal consistió en saber llegar y un tiempo después en saber estar. Con este leve empujón de ahora he comprendido que llega la etapa de aprender a saber irse. Espero tener buen tino para andar esta jornada.
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Cuando publiqué mi primera novela, que era deliberadamente cómica, ya asumí con la mejor de las deportividades que nunca aspiraría al Premio Nobel. Y si me faltaba convencimiento, la crítica entonces de Babelia ya vino a confirmarme lo que me temía: El chaval no da para más. Vivir sin esas tentaciones de pasar a la posteridad te mejora la estancia terrenal. En términos de salud no es recomendable estar gordo, pero resulta aún mucho peor el sobrepeso del ego, que suele acarrearte una existencia de dolor, sacrificio y agravio. La surcoreana Han Kang, que aparenta ser una persona magnífica, no sabe el golpetazo que me ha propinado. Su fecha de nacimiento, un año después del mío, es un símbolo que echa por tierra todos mis aspavientos juveniles, mi fe en eso de que sigo siendo aquel e incluso todas las tentaciones de un día por fin vestirme de chándal e ir a impresionar a los colegiales del parque de al lado de mi casa.
Con el Premio Nobel y otros triunfos irrebatibles me pasa un poco como con el santoral, que cuanto más lejano es el condecorado más irrebatible me parece. No es lo mismo la admiración que le tengo a San Francisco de Asís que la que le pueda tener a San Josemaría Escrivá de Balaguer, al que veía de niño en televisión en emisiones que rozaban lo grotesco. Un Nobel como William Faulkner te impresiona, pero cuando se lo empiezan a dar a tipos que has aguantado en una conferencia o en el hall del hotel de una feria del libro de provincias empiezas a poner las cosas en su sitio. Aunque con la edad todos esos mecanismos de rebajar la trascendencia dejan de funcionar. Hacerse viejo te obliga a tomar en serio hasta a los médicos. Durante años, mi lucha en el plano profesional y personal consistió en saber llegar y un tiempo después en saber estar. Con este leve empujón de ahora he comprendido que llega la etapa de aprender a saber irse. Espero tener buen tino para andar esta jornada.
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Un apunte personal, con perdón
Rebasar en edad a alguien que gana el Nobel de Literatura es algo inapelable para cualquier escritor de los que circulamos por los andamios del oficio
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