thompson.koby
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Cualquier cinéfilo que haya seguido la carrera de la catalana Isabel Coixet y, en su faceta lectora, se haya acercado también a algunas de las novelas de la andaluza de adopción Sara Mesa sabe que, en principio, estamos ante dos universos artísticos difícilmente conciliables. Estético, colorista, delicado, sofisticado, elegante y esperanzador incluso dentro de la tragedia, el de la cineasta. Y lúgubre, sombrío, áspero, retador, seco y transgresor, el de la escritora. Las películas de Coixet suelen estar hechas para acariciarte en el interior del drama. Los libros de Mesa, para desconcertarte, casi para desesperarte; para sentir, en lo moral, en lo social y en lo personal, que te estás frotando con una lija las pupilas, pero que aquello provoca una insólita atracción por el dolor de vivir.
Y, sin embargo, no tanto por los misterios del arte como por las respuestas concretas en torno al lenguaje cinematográfico que una profesional tan experimentada como Coixet ha otorgado a su trabajo, Un amor, adaptación de la formidable novela homónima, publicada en 2020, parece casi en todo momento la historia de Mesa. En su letra y en su espíritu. Ahora bien, ese “casi” viene dado también por un puñado de discutibles decisiones a cargo de Coixet y de su coguionista, la también novelista Laura Ferrero, que si bien no derriban un buen conjunto, sí empañan en cierta medida una labor, en general, satisfactoria y loable dentro de la evidente dificultad de la aventura. La odisea de una mujer en busca de sí misma en el peor lugar posible. El incomprensible empeño de un ser humano (los personajes de Mesa siempre tienen actitudes inimaginables) por adentrarse en una pesadilla rural en un pueblo inhóspito y cruel, feo y desagradable, al lado de personajes deplorables. Un singular estudio sobre la vulnerabilidad y la naturaleza del deseo y del castigo. Todo junto.
Lo adelantamos ya: si no fuera por su desastrosa secuencia final, y pese a los puntuales y controvertidos añadidos (menores) que sus autoras han emprendido en la adaptación (básicamente, intentar dar respuestas sociales a la enigmática actitud de la protagonista, y el subrayado de un acto de violencia machista), Un amor sería una película más que notable. Y puede que lo siga siendo si se logra desgajar esa chapuza de colofón, que se sale del naturalismo para adentrarse en la vacua metáfora interdisciplinaria, y que nada tiene que ver ni con la novela de Mesa ni con la buena película que hasta entonces se había compuesto. Quizá tenga que ver con la dificultad del espectador de cine, a diferencia del lector de novela, para soportar la ausencia de un desenlace concreto. Las novelas de Mesa (al menos las cuatro que este crítico ha leído: Cicatriz, Cara de pan y La familia, además de la presente) te dejan para el ahogo por la falta de postreras respuestas a buena parte de lo leído y (mal) vivido por sus personajes. Coixet, en cambio, quizá por la necesidad de ofrecer un contrapunto, ha intentado que finalmente el espectador respire. Y lo ha hecho con un pegote.
Las virtudes de la película, que no son pocas, se concentran en la mayúscula interpretación de Laia Costa (una más de una actriz prodigiosa), en el perfecto trabajo de Hovik Keuchkerian (con composición física, tono, gestos y onomatopeyas guturales de animal peligroso), Luis Bermejo y la despreciable pareja formada por Ingrid García Jonsson y Francesco Carril, además de en la puesta en escena de Coixet, que logra captar la indefensión, el arrojo, la desmesura y la aflicción de las secuencias de interior más relevantes, en especial las de sexo, pero también las aparentemente más superfluas, las de composición y acompañamiento de un universo tan rugoso: esos magníficos y perturbadores planos de transición con el esquinazo de la horrenda casa y la noche que cae sobre la existencia de la mujer; o la metafórica y preciosa luz que entra por una ventana que nunca llega a verse, mientras ella trabaja con su ordenador en la casa de arriendo.
Un amor, de título más que irónico, es una película áspera que te confronta con lo peor del ser humano. Lástima que la “cierta forma de paz” de la última página de la novela, que en nada reconforta, pues lo que causa es extrañeza, se haya traducido a una forma de lenguaje cinematográfico tan cuestionable.
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Y, sin embargo, no tanto por los misterios del arte como por las respuestas concretas en torno al lenguaje cinematográfico que una profesional tan experimentada como Coixet ha otorgado a su trabajo, Un amor, adaptación de la formidable novela homónima, publicada en 2020, parece casi en todo momento la historia de Mesa. En su letra y en su espíritu. Ahora bien, ese “casi” viene dado también por un puñado de discutibles decisiones a cargo de Coixet y de su coguionista, la también novelista Laura Ferrero, que si bien no derriban un buen conjunto, sí empañan en cierta medida una labor, en general, satisfactoria y loable dentro de la evidente dificultad de la aventura. La odisea de una mujer en busca de sí misma en el peor lugar posible. El incomprensible empeño de un ser humano (los personajes de Mesa siempre tienen actitudes inimaginables) por adentrarse en una pesadilla rural en un pueblo inhóspito y cruel, feo y desagradable, al lado de personajes deplorables. Un singular estudio sobre la vulnerabilidad y la naturaleza del deseo y del castigo. Todo junto.
Lo adelantamos ya: si no fuera por su desastrosa secuencia final, y pese a los puntuales y controvertidos añadidos (menores) que sus autoras han emprendido en la adaptación (básicamente, intentar dar respuestas sociales a la enigmática actitud de la protagonista, y el subrayado de un acto de violencia machista), Un amor sería una película más que notable. Y puede que lo siga siendo si se logra desgajar esa chapuza de colofón, que se sale del naturalismo para adentrarse en la vacua metáfora interdisciplinaria, y que nada tiene que ver ni con la novela de Mesa ni con la buena película que hasta entonces se había compuesto. Quizá tenga que ver con la dificultad del espectador de cine, a diferencia del lector de novela, para soportar la ausencia de un desenlace concreto. Las novelas de Mesa (al menos las cuatro que este crítico ha leído: Cicatriz, Cara de pan y La familia, además de la presente) te dejan para el ahogo por la falta de postreras respuestas a buena parte de lo leído y (mal) vivido por sus personajes. Coixet, en cambio, quizá por la necesidad de ofrecer un contrapunto, ha intentado que finalmente el espectador respire. Y lo ha hecho con un pegote.
Las virtudes de la película, que no son pocas, se concentran en la mayúscula interpretación de Laia Costa (una más de una actriz prodigiosa), en el perfecto trabajo de Hovik Keuchkerian (con composición física, tono, gestos y onomatopeyas guturales de animal peligroso), Luis Bermejo y la despreciable pareja formada por Ingrid García Jonsson y Francesco Carril, además de en la puesta en escena de Coixet, que logra captar la indefensión, el arrojo, la desmesura y la aflicción de las secuencias de interior más relevantes, en especial las de sexo, pero también las aparentemente más superfluas, las de composición y acompañamiento de un universo tan rugoso: esos magníficos y perturbadores planos de transición con el esquinazo de la horrenda casa y la noche que cae sobre la existencia de la mujer; o la metafórica y preciosa luz que entra por una ventana que nunca llega a verse, mientras ella trabaja con su ordenador en la casa de arriendo.
Un amor, de título más que irónico, es una película áspera que te confronta con lo peor del ser humano. Lástima que la “cierta forma de paz” de la última página de la novela, que en nada reconforta, pues lo que causa es extrañeza, se haya traducido a una forma de lenguaje cinematográfico tan cuestionable.
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‘Un amor’: los inconciliables universos de Isabel Coixet y Sara Mesa (casi) se encuentran
Las virtudes de la película se concentran en la mayúscula interpretación de Laia Costa y en el perfecto trabajo de Hovik Keuchkerian
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