Chirrían unas manivelas que rastrillan platos. Una rueda pinchada desequilibra la estructura. Hay piedras, cemento, cristales rotos y hasta objetos punzantes. Todos desatan una sobrecogedora sensación de decadencia. Los coches del artista alemán Wolf Vostell invaden el paisaje de Los Barruecos, en Cáceres, y nos trasmiten, desde su confección en torno a los años de la crisis del petróleo, una crítica de la modernidad y una invitación velada a seguir rompiéndolos. En efecto, dan ganas de continuar quebrando ventanas o rajando neumáticos, de participar en una creación que simboliza la destrucción, más allá del espacio que ocupan. Pienso en Vostell al contemplar las fotografías posteriores a la dana; hipnóticamente, he reiterado esa mirada al dique infranqueable que conformaron tantos coches apilados que nadie pudo circular, durante días, por algunas calles valencianas. Un amasijo de acero y plástico salpicado de vidrios hechos añicos bloqueaba el paso y escondía, en el peor de los casos, vidas dentro. Algunas personas fallecieron en sus coches, creyéndolos un lugar impenetrable por el agua que acabaría tragándoselos. Otras descendieron a los garajes para protegerlos de una inundación segura —el coche como el bien más preciado—, sin atender a la trampa mortal que se cernía sobre ellos.
Seguir leyendo
Cargando…
elpais.com