carlos.rodriguez
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En las películas basadas en hechos reales relativamente cercanos en el tiempo y ampliamente documentados por los medios de comunicación hay que tomar dos decisiones iniciales básicas que pueden marcar el destino, la calidad y la emoción del relato final en la pantalla. Primero, la elección del punto de vista y de sus protagonistas, es decir, quiénes van a ejercer de guía y de compañía para el espectador. Y segundo, determinar si (al menos) una mayoría de la platea conoce o no, recuerda o no, el desenlace de la aventura o de los acontecimientos narrados, para así apostar (o no) por el suspense de la ejecución y el sino de los personajes.
Dos paradigmas para esto último, conocidos por todos: sería ridículo jugar al suspense alrededor de si el Titanic se hundirá tras chocar con el iceberg, o sobre si Jesucristo morirá en la cruz y resucitará a los tres días, porque todos sabemos la conclusión. Lo ideal en estos casos, por tanto, es apostar por el retrato de personajes, por la turbación en torno a la magnitud de la historia, o, como hacen Ron Howard y su guionista, William Nicholson, en Trece vidas —relato de supervivencia de un grupo de críos atrapados en una cueva de Tailandia en el año 2018 durante más de dos semanas— por la turbadora estampa de la solidaridad mundial y, en cierto sentido, por el insólito método elegido para el salvamento.
En principio, la opción elegida por Howard y Nicholson, guionista de Tierras de penumbra y Gladiator, para el punto de vista es bastante extraña. Sin que, en este caso, extraña quiera decir errónea pues resulta muy acorde con el tono de la película: el de la huida de la conmoción fácil, del melodrama barato, y la apuesta por una aventura y un heroísmo cercanos, cotidianos y nobles. Así, en una odisea protagonizada por 12 niños de entre 11 y 16 años, y su joven entrenador del equipo de fútbol, casi se podría decir que los chavales son meras comparsas, el mcguffin que mueve a los demás personajes. De hecho, cuando desaparecen en la cueva, desaparecen también en la película durante 45 minutos (los únicos, eso sí, con cierta tendencia al tedio), y solo reaparecen después en contados momentos, y sin que haya el menor desarrollo de sus particularidades personales. Los niños son niños, y eso resulta suficiente para transmitir el dolor. De modo que el punto de vista, el foco de la narración, está puesto aquí en el grupo de buceadores británicos que capitanearon el rescate, con el decisivo apoyo de multitud de organismos tailandeses e internacionales, y la ayuda desinteresada de cientos de lugareños.
Producción británica dirigida por el estadounidense Howard, que ya llevó a la pantalla en Apolo 13 otra odisea basada en hechos reales, alargada en el tiempo y con el mundo en vilo, Trece vidas tiene en la mesura de la propuesta emocional, pese a la misión imposible, sus mejores argumentos. Nunca hace sangre de la terrible situación de los críos, y prefiere retratar a dos hombres escépticos, casi cínicos, interpretados por Colin Farrell y Viggo Mortensen, que se juegan la vida por los demás una y otra vez, sin la menor alharaca triunfal o testimonial. El otro punto álgido de la película radica sin duda en las secuencias de buceo en la cueva inundada, rodadas por Howard con loable clasicismo, creando la claustrofobia en el agua turbia, amarillenta y cruda sin necesidad de apoyos de lenguaje visual, sonoro o musical, que podrían espectacularizar (para mal) la propuesta.
Radiografía sencilla y franca de unos superhéroes (casi) anónimos, y de la levedad de la vida que se escapa en un instante, Trece vidas —de estreno exclusivo en Amazon— es solo una de las posibles películas que se podrían haber hecho sobre el rescate de la cueva Tham Luang. Rescate en las profundidades, documental del año 2021 disponible en Disney+, es otra de ellas. Y en los nueve días que los chicos pasaron solos, sin comida ni bebida, sobreviviendo a base de espiritualidad, fuerza mental y meditación, habría otra seguramente muy distinta; esta sí, con ellos como protagonistas. Pero eso es lo bonito del cine, que las elecciones artísticas y narrativas son libres.
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Dos paradigmas para esto último, conocidos por todos: sería ridículo jugar al suspense alrededor de si el Titanic se hundirá tras chocar con el iceberg, o sobre si Jesucristo morirá en la cruz y resucitará a los tres días, porque todos sabemos la conclusión. Lo ideal en estos casos, por tanto, es apostar por el retrato de personajes, por la turbación en torno a la magnitud de la historia, o, como hacen Ron Howard y su guionista, William Nicholson, en Trece vidas —relato de supervivencia de un grupo de críos atrapados en una cueva de Tailandia en el año 2018 durante más de dos semanas— por la turbadora estampa de la solidaridad mundial y, en cierto sentido, por el insólito método elegido para el salvamento.
En principio, la opción elegida por Howard y Nicholson, guionista de Tierras de penumbra y Gladiator, para el punto de vista es bastante extraña. Sin que, en este caso, extraña quiera decir errónea pues resulta muy acorde con el tono de la película: el de la huida de la conmoción fácil, del melodrama barato, y la apuesta por una aventura y un heroísmo cercanos, cotidianos y nobles. Así, en una odisea protagonizada por 12 niños de entre 11 y 16 años, y su joven entrenador del equipo de fútbol, casi se podría decir que los chavales son meras comparsas, el mcguffin que mueve a los demás personajes. De hecho, cuando desaparecen en la cueva, desaparecen también en la película durante 45 minutos (los únicos, eso sí, con cierta tendencia al tedio), y solo reaparecen después en contados momentos, y sin que haya el menor desarrollo de sus particularidades personales. Los niños son niños, y eso resulta suficiente para transmitir el dolor. De modo que el punto de vista, el foco de la narración, está puesto aquí en el grupo de buceadores británicos que capitanearon el rescate, con el decisivo apoyo de multitud de organismos tailandeses e internacionales, y la ayuda desinteresada de cientos de lugareños.
Producción británica dirigida por el estadounidense Howard, que ya llevó a la pantalla en Apolo 13 otra odisea basada en hechos reales, alargada en el tiempo y con el mundo en vilo, Trece vidas tiene en la mesura de la propuesta emocional, pese a la misión imposible, sus mejores argumentos. Nunca hace sangre de la terrible situación de los críos, y prefiere retratar a dos hombres escépticos, casi cínicos, interpretados por Colin Farrell y Viggo Mortensen, que se juegan la vida por los demás una y otra vez, sin la menor alharaca triunfal o testimonial. El otro punto álgido de la película radica sin duda en las secuencias de buceo en la cueva inundada, rodadas por Howard con loable clasicismo, creando la claustrofobia en el agua turbia, amarillenta y cruda sin necesidad de apoyos de lenguaje visual, sonoro o musical, que podrían espectacularizar (para mal) la propuesta.
Radiografía sencilla y franca de unos superhéroes (casi) anónimos, y de la levedad de la vida que se escapa en un instante, Trece vidas —de estreno exclusivo en Amazon— es solo una de las posibles películas que se podrían haber hecho sobre el rescate de la cueva Tham Luang. Rescate en las profundidades, documental del año 2021 disponible en Disney+, es otra de ellas. Y en los nueve días que los chicos pasaron solos, sin comida ni bebida, sobreviviendo a base de espiritualidad, fuerza mental y meditación, habría otra seguramente muy distinta; esta sí, con ellos como protagonistas. Pero eso es lo bonito del cine, que las elecciones artísticas y narrativas son libres.
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‘Trece vidas’, sólida película de supervivencia sobre los niños atrapados en una cueva de Tailandia
Tiene en la mesura de la propuesta emocional, pese a la misión imposible, sus mejores argumentos, sin hacer sangre de la terrible situación de los críos
elpais.com