Alexandro_Boyle
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La mirada de Lila Avilés se pega como una lapa a sus criaturas y el espectador se sitúa a apenas unos centímetros de los personajes, se mueve con ellos, los escucha como el que forma parte de sus acciones, casi como un interlocutor. Pero no a la manera nerviosa de los hermanos Dardenne, siguiéndolos de un modo obsesivo tras su cogote, sino de una forma más natural, tranquila y delicada. La directora ya lo practicó en La camarista (2018), su buen debut en el largometraje, con el exhaustivo rastreo de una empleada de un gran hotel dedicada a las habitaciones, a su limpieza y a su orden, con tiempo límite y en condiciones precarias, sin juicios ni melodramas. Y lo vuelve a experimentar en Tótem, otra película minimalista en su argumento, de arco temporal corto y espacios reducidos, con la que la platea del cine se siente tan partícipe de lo que está ocurriendo que podría ser un habitante más de este relato sucinto: los preparativos y la fiesta de cumpleaños en una casa con jardín de un joven marido y padre que se muere a causa de una enfermedad terminal.
“Deseo que papi no se muera”, dice su hija de siete años mientras juega con su madre de manera cómplice a un juego de peticiones. Es una de las pocas presencias explícitas de la muerte (quizá la única) en el texto de la película, que va por otros derroteros para ir mostrando, en un relato coral en el que no hay protagonistas ni secundarios sino solo la familia como el tótem del título, una oración pagana con sabor a despedida sin apenas sentimentalismos.
Es Tótem una obra intuitiva compuesta a través de planos muy cerrados en el formato de moda, ese 4:3 que aprisiona aún más a los protagonistas (y al espectador) en una realidad abrasiva que afecta a cada uno de un modo distinto: la mirada curiosa y a veces estupefacta de la cría ante las conversaciones y los comportamientos de los mayores; la banalidad de los adolescentes de la familia, que no terminan de ver la gravedad de la situación; las incompatibilidades de las hermanas del hombre enfermo, enfrentadas por las características y la esencia de una fiesta con regusto a entierro aún en vida o a último soplo de aire fresco en una existencia que se consume. Mientras, en lo social y en una comunidad como la mexicana, que tiene una relación con la muerte bien distinta a la española, distintos miembros de la familia y de los amigos se entregan a una suerte de última tentativa, entre lo sobrenatural y lo idiota, para evitar el fin: la terapia de sanación cuántica; la espiritualidad de la cosmogonía del grupo indígena de los lacandones, y hasta la espiritista que expulsa las malas vibraciones a base de eructos.
Las presencias del enfermo durante la primera mitad del metraje son esporádicas y Avilés nunca parece querer filmarle de frente, como si estuviera reservando su identidad detrás del pudor. Lo hace de espaldas o con rostro cabizbajo, tumbado o en sombras. Sin embargo, en la segunda mitad, cuando al fin sale de su oscuro retiro en la habitación para compartir la ofrenda de los suyos, lo mira con tanta piedad como respeto, entregándole, como sus personajes, momentos apasionados.
Sin una gota de música y con continuos cambios en el punto de vista, Avilés parece mirarse en el cine de la argentina Lucrecia Martel y en su retrato coral de La ciénaga. Un microcosmos marcado por numerosos planos de plantas e insectos, alrededor de una vida que se extingue, pero en una sociedad que permanece. Cine irreprochable, con formas y contenido que, eso sí, exigen la participación activa de ese público que no solo mira, sino que también debe participar gracias a la ágil cámara de Avilés.
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“Deseo que papi no se muera”, dice su hija de siete años mientras juega con su madre de manera cómplice a un juego de peticiones. Es una de las pocas presencias explícitas de la muerte (quizá la única) en el texto de la película, que va por otros derroteros para ir mostrando, en un relato coral en el que no hay protagonistas ni secundarios sino solo la familia como el tótem del título, una oración pagana con sabor a despedida sin apenas sentimentalismos.
Es Tótem una obra intuitiva compuesta a través de planos muy cerrados en el formato de moda, ese 4:3 que aprisiona aún más a los protagonistas (y al espectador) en una realidad abrasiva que afecta a cada uno de un modo distinto: la mirada curiosa y a veces estupefacta de la cría ante las conversaciones y los comportamientos de los mayores; la banalidad de los adolescentes de la familia, que no terminan de ver la gravedad de la situación; las incompatibilidades de las hermanas del hombre enfermo, enfrentadas por las características y la esencia de una fiesta con regusto a entierro aún en vida o a último soplo de aire fresco en una existencia que se consume. Mientras, en lo social y en una comunidad como la mexicana, que tiene una relación con la muerte bien distinta a la española, distintos miembros de la familia y de los amigos se entregan a una suerte de última tentativa, entre lo sobrenatural y lo idiota, para evitar el fin: la terapia de sanación cuántica; la espiritualidad de la cosmogonía del grupo indígena de los lacandones, y hasta la espiritista que expulsa las malas vibraciones a base de eructos.
Las presencias del enfermo durante la primera mitad del metraje son esporádicas y Avilés nunca parece querer filmarle de frente, como si estuviera reservando su identidad detrás del pudor. Lo hace de espaldas o con rostro cabizbajo, tumbado o en sombras. Sin embargo, en la segunda mitad, cuando al fin sale de su oscuro retiro en la habitación para compartir la ofrenda de los suyos, lo mira con tanta piedad como respeto, entregándole, como sus personajes, momentos apasionados.
Sin una gota de música y con continuos cambios en el punto de vista, Avilés parece mirarse en el cine de la argentina Lucrecia Martel y en su retrato coral de La ciénaga. Un microcosmos marcado por numerosos planos de plantas e insectos, alrededor de una vida que se extingue, pero en una sociedad que permanece. Cine irreprochable, con formas y contenido que, eso sí, exigen la participación activa de ese público que no solo mira, sino que también debe participar gracias a la ágil cámara de Avilés.
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‘Tótem’: irreprochable drama naturalista entre la fiesta y la muerte
La mirada de la mexicana Lila Avilés se pega como una lapa a sus criaturas y el espectador se sitúa a apenas unos centímetros de los personajes
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