Hace alrededor de un año, en una de sus intervenciones en el Congreso de los Diputados, el portavoz del PNV, Aitor Esteban, afirmó lo siguiente: «Los vascos tenemos un idioma propio y no proviene del latín. No está emparentado con ningún otro idioma. Es la lengua más antigua de Europa. Somos una nación, ya lo creo que lo somos». Sin duda, toda colectividad tiene derecho a sentirse nación (o cualquier otra cosa) si así lo estiman sus miembros. Basta leer la primera acepción del término en el diccionario ('conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo Gobierno') para entender que pueden ser nación los vascos, pero también los habitantes de la comarca del Aljarafe, puesto que se trata, igualmente, de un territorio con rasgos geográficos y culturales distintivos, que es justo en lo que consiste un país. Respecto a la apelación que hace Esteban a la lengua como fuente de legitimidad de las aspiraciones vascas, tampoco hay nada novedoso en ello, porque la lengua es, ciertamente, uno de los componentes fundamentales de la identidad cultural y desde el Romanticismo, ocupa un lugar preferente en las luchas por la emancipación política de las naciones. Lo que me interesa hoy es mostrar cómo esa idea de la excepcionalidad del vasco, que se ha usado ampliamente para tratar de conferir más legitimidad a las aspiraciones políticas del nacionalismo vasco, es solo otro ejemplo, aunque especialmente contumaz, de eso que hoy se llama «relato», cuando tales relatos no son, en puridad, sino versiones sesgadas (e interesadas) de la realidad. Toda lengua es resultado de la evolución de una lengua anterior, pero también del contacto con otras lenguas contemporáneas. Y toda lengua viva está en permanente proceso de cambio. Ni siquiera el vasco escapa a esta regla. El vasco actual no es el vasco hablado hace 2000 años (de hecho, lo que se enseña hoy en las escuelas es una variedad artificial creada hace unas décadas a partir de diferentes dialectos). A lo largo de su historia, el vasco ha incorporado numerosos elementos de las lenguas vecinas, hasta el punto de que un tercio, al menos, de su vocabulario es de origen romance (la expresión en vasco más conocida, agur 'adiós', procede del latín augurium 'presagio'). Hay lenguas mucho más conservadoras, como el islandés, cuyo léxico sigue siendo casi totalmente germánico. Ciertamente, la gramática del vasco es muy diferente a la de las lenguas con las que ha convivido, como el francés o el español. Pero tampoco tiene nada de excepcional, puesto que sus rasgos distintivos pueden encontrarse en muchas otras lenguas del mundo. Lo llamativo del vasco es, efectivamente, su aislamiento dentro del actual panorama lingüístico europeo, dominado por las lenguas indoeuropeas (como el español, el ruso o el griego) y el hecho de que, además, no se le conocen parientes próximos. Pero de nuevo, esta circunstancia no implica excepcionalidad alguna. Tampoco se les conocen a otras lenguas actuales, como el ainu, que se habla en el norte de Japón, o a varias lenguas de la antigüedad, como el sumerio o el etrusco. Eso no implica que estas lenguas surgieran por generación espontánea: simplemente, son lenguas que siguieron usándose cuando los hablantes de otras lenguas próximas desaparecieron o, más frecuentemente, adoptaron una lengua de otro grupo lingüístico, como sucedió en casi toda Europa tras la llegada de los indoeuropeos (un pueblo tan antiguo como el vasco, por cierto). En realidad, se han sugerido algunos posibles parientes del vasco (como el íbero). Al mismo tiempo, muchos de los actuales hablantes de español somos descendientes de gentes que hablaron lenguas parecidas al vasco (genéticamente, nada nos diferencia de los vascoparlantes de hoy). Y ni siquiera el vasco se habló históricamente en los lugares donde ahora se lo escucha con más frecuencia. Y, en fin, basta retrotraerse algo más en el tiempo para que esa etiqueta de «lengua más antigua de Europa» deje de tener sentido: hace 40.000 años, cuando los seres humanos ya hablaban lenguas parecidas a las actuales en otras partes del mundo, en lo que hoy es el País Vasco solo habitaban algunos neandertales, cuyas posibles lenguas nada tienen que ver con el vasco de hoy. El vasco no es, así, ningún fósil de un pasado remoto; todo lo más es una lengua relicta, como el pinsapo que crece desde el Terciario en las sierras de Cádiz y Málaga… lo cual vuelve a ambos muy interesantes, pero no excepcionales. En suma, si se examina la historia del vasco con la suficiente perspectiva (y la imprescindible objetividad), se ve que es una lengua que, como cualquier otra, deriva de otras lenguas, ha cambiado con el tiempo, se ha desplazado geográficamente y ha sido hablada por gentes de diferentes orígenes. Y pasa lo mismo, de hecho, con la identidad cultural vasca. Los vascos de hoy no son animistas, sino católicos; no son, en su mayoría, ganaderos o agricultores, sino que trabajan en la industria o en los servicios; y entre su gastronomía distintiva destaca el marmitako, que habría sido imposible de preparar hace solo 500 años, porque necesita de dos productos traídos de América: el pimiento y el tomate. La identidad cultural (y eso incluye a la lengua) es algo en proceso constante de reelaboración. No hay una identidad cultural pura e ideal anclada en el pasado que se transfiera intacta de una generación a otra. En el fondo, el nacionalismo vive preso de la paradoja de Teseo, referida por Plutarco: cuando los atenienses fueron reemplazando las tablas podridas y los clavos oxidados del barco en el que Teseo retornó a Atenas desde Creta, ¿conservaron realmente el barco original o lo que acabaron atesorando con tanto celo fue ya un barco nuevo?SOBRE EL AUTOR ANTONIO BENÍTEZ BURRACO Catedrático de Lingüística General de la Universidad de Sevilla
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