La risa fue el primer síntoma, la extraña señal de que algo no iba bien. Lou empezó a sonreír con apenas un mes cuando lo normal es hacerlo con dos o tres. A veces irrumpía en sonoras carcajadas sin motivo. Terry Jo Bichell sospechaba que a su niño le pasaba algo, pero ningún padre se preocupa por tener un niño demasiado risueño. Y, sin embargo, había otras cosas. Cosas pequeñas. Lou dormía fatal, tenía los ojos azules (ella y su marido los tienen marrones) y apagados, apenas seguía a su madre con la mirada. Bichell fue rumiando las palabras hasta que se le hicieron bola y finalmente, a los tres meses, las escupió: “Algo raro le pasa a mi bebé”. La reacción fue unánime y decepcionante. “Todo el mundo pensó que estaba loca, incluido mi marido [un reputado cardiólogo infantil]”, recuerda 25 años después por videoconferencia desde su rancho en Nashville (EE UU). Terry no era precisamente una madre primeriza e hipocondriaca. Había tenido cuatro niñas antes. Era matrona, por sus brazos habían pasado cientos de bebés. Había enseñado a amamantar a muchas mujeres, pero a ella le resultaba imposible hacerlo con Lou. Una vez más, no era algo excepcional, pero la lista de peculiaridades de su hijo seguía creciendo, y también su preocupación.
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