“Solo oír tu nombre causa ruina”: regreso a los años de la epidemia de la heroína en España

kshlerin.alva

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Del cine quinqui —y la literatura que le sucedió— aprendimos que medró en la España de los años setenta y ochenta una juventud sumida en la delincuencia, mercheros adictos al caballo que robaban farmacias a punta de navaja, o de jeringuilla, para calmar el mono durante un rato antes de volver a hacer girar la rueda. Perros callejeros, El pico y todas aquellas películas ya clásicas de José Antonio de la Loma y Eloy de la Iglesia representaron, junto a la música de grupos como Los Chichos y Los Chunguitos, una época que no solo fue verídica, sino que tuvo en vilo al país. En 1984, uno de cada 500 españoles consumía heroína, según datos de este periódico, y ese mismo año se batió el récord de atracos a bancos: más de 6.200 entidades y 4.000 millones de pesetas sustraídos, superando a territorios mucho más extensos y poblados como Estados Unidos. Vidas, familias, vecindarios arrasados. Ya lo cantaban Los Calis: “Más chutes, ¡no! / Ni cucharas impregnadas de heroína / No más jóvenes llorando noche y día / Solamente oír tu nombre causa ruina”.

Al otro lado de lo quinqui, hubo una realidad muy diferente entrelazada con la llamada epidemia de este opioide, que se desencadenó a partir del final de la dictadura y se dio también en distintos países europeos: la de los niños bien, los padres de familia y los chavales deseosos de un futuro menos adocenado que se engancharon a una droga de la que apenas conocían sus consecuencias, y que se extendió envuelta del glamur de estrellas como Lou Reed, el carismático líder de The Velvet Underground, que en 1975 ofreció a tumbos sus primeros cuatro conciertos en Barcelona y Madrid, y el sórdido y cautivador impulso autodestructivo del Yonqui de William S. Burroughs, obra de 1953 editada en castellano en 1976. “Se trata de una droga que tiene una aureola mítica ya antes de los setenta”, explica Juan Carlos Usó, experto y autor de títulos como Drogas, neutralidad y presión mediática (El desvelo, 2019), sobre la llegada a España del caballo. “Y a ello se sumó el prohibicionismo presente en la prensa de la época y en unas vallas publicitarias que ya se retiraron de Suecia 10 años antes, porque se vio que producían un efecto boomerang”, agrega. Ya se sabe, siempre se quiere lo que no se puede.

Jeringuillas usadas, en un descampado de Madrid, en una imagen para un reportaje sobre la drogadicción en Vicálvaro y San Blas en 1988.

Fue en ese contexto en el que Nela Trejo entró en contacto con la heroína. Nacida en 1958 en Barcelona, hija de emigrantes extremeños, tenía 17 años cuando se marchó de casa. Rebelde y lectora, se movía en el ambiente del “rollo”, de la contracultura combativa y soñadora que Pepe Ribas, el fundador de la mítica revista Ajoblanco, invocó en sus memorias Los 70 a destajo (Booket, 2011), crónica de una época indomesticada. “El rollo fue el rollo hasta que empezó la aguja” concluye Ribas en su nuevo Ángeles bailando en la cabeza de un alfiler (Libros del K.O., 2024). Entre los chavales que frecuentaban la plaza de Sant Felip Neri, Nela consumió por primera vez. Enseguida conoció a un chico italiano, Valerio, se hicieron novios y montaron en un barco rumbo a Génova, donde su hermano pasaba jaco. En 1979, ella moría en Valencia por una muy probable negligencia médica relacionada con su adicción, tal y como relata Juan Trejo en Nela 1979 (Tusquets, 2024), un libro de no ficción en el que, por medio de los retales que le ofrecen familiares y amigos entrevistados, trata de recomponer el retrato de su hermana 12 años mayor, para él poco menos que una desconocida. “Yo viví mi adolescencia en los ochenta y la metí en el saco de la epidemia de esa época”, cuenta el escritor, “pero luego me puse a investigar y me di cuenta de que cuando mi hermana empieza a consumir, el acceso era muy limitado y estaba relacionado con el ambiente de la clase media-alta, de gente con estudios, con voluntad, digamos, cultural y transgresora, y para acceder a la heroína tenías que conocer a alguien que hubiera viajado a Pakistán, Afganistán, Países Bajos, Turquía… y hubiera traído pequeñas cantidades”.

Como ocurría con las precarias medidas de seguridad con las que contaban los innumerables bancos que se atracaban, aquella era una época donde resultaba mucho más sencillo que ahora embarcarse en un avión con un alijo en el equipaje. Los padres de la escritora y periodista Rebeca Yanke volaron a Ámsterdam y seguramente adquirieron allí su primera dosis de heroína, que tomaron en torno a agosto de 1978, cuando ella celebraba su primer mes de vida. Eran una pareja más de Getxo, una localidad acomodada de Bizkaia, que mantuvieron sus ocupaciones a lo largo de los años y ampliaron la familia con otros dos hijos. Nada de poblados chabolistas ni barrios marginales. “Intentaron desintoxicarse en numerosas ocasiones en la década de los ochenta y finalmente lo consiguen, pero en los noventa, con el VIH, mi madre muere cuando yo tengo 15 años y mi padre, con 16″, narra Yanke, que está terminando de escribir un libro sobre aquel tiempo a partir de su experiencia titulado Heroína, con el que quedó finalista del Premio de No Ficción Libros del Asteroide. “Es una panorámica de esa zona concreta, un lugar de burgueses, de familias con muchos hijos, en el que de repente varios miembros de una misma familia se enganchaban, y de esa escena que también estaba conectada a lo que llaman los años de plomo”.

Vista general del poblado chabolista de los Focos, en San Blas en 1993, foco de problemas derivados de las drogas en los años ochenta y noventa.

En pleno apogeo de su actividad criminal, ETA jugó un papel destacado en la trama del tráfico de heroína. Según la banda, el Estado introdujo la droga en Euskadi con el objetivo de neutralizar a la juventud abertzale, lo que desembocó en el asesinato de más de 40 personas a partir de 1980 y en el establecimiento de una tesis, la de la connivencia política, que aún hoy sigue coleando en el imaginario colectivo. “En mi ensayo hay escenas que están relacionadas con eso, como un atentado que hubo a la puerta de mi casa cuando yo tenía 12 años, pero no es algo nuclear en mi historia, porque creo que está demostrado que no fue así”, apunta Yanke, que cita libros que desmontan la teoría como ETA y la conspiración de la heroína, de Pablo García Varela (Catarata, 2020) y La atracción del abismo, de Álvaro Heras-Gröh (El Gallo de Oro, 2021). En EE UU, Francia o Italia también se propagaron historias similares: que la heroína se había empleado para desactivar a los Panteras Negras y los jóvenes contestatarios del Mayo del 68 y el Otoño caliente de 1969. Pero como afirma Juan Carlos Usó, quien ya refutó concienzudamente la conspiración en ¿Nos matan con heroína? (Libros Crudos, 2015), el hecho de que miembros puntuales de las fuerzas de seguridad del Estado estuvieran involucrados —cosa probada— no sirve para demostrar que existiera un contubernio a gran escala.

Para Usó, intentar explicar el fenómeno de la heroína por medio de teorías conspirativas desplaza el foco de la demanda para ponerlo exclusivamente sobre la oferta. Porque, incluso antes de que la droga entrara en grandes cantidades, ya había un núcleo de gente deseosa de consumirla. “Hay que tener en cuenta que había quien atracaba farmacias para conseguirla, y a eso no se puede obligar”, apunta el historiador. Nos encontramos en un tiempo de libertad recobrada, de ruptura con los valores morales de la iglesia, donde flameaban una efervescencia creativa y una voluntad de experimentar y transgredir el statu quo. Ahí es donde podrían encajar los relatos de muchas personas que se engancharon sin tener ningún tipo de relación con el independentismo vasco.


En Verano 1993, la primera película de su trilogía autobiográfica, la cineasta catalana Carla Simón recreó sus primeros meses de orfandad tras el fallecimiento de su madre, víctima, como también lo fue su padre unos años antes, del virus del sida. En la recién rodada Romería, su tercer largo tras la exitosa Alcarràs, premiada con el Oso de Oro en Berlín, Simón regresa a la remembranza de sus progenitores, que se infectaron por vía de las jeringuillas. No busca juzgar, ha declarado, pero sí comprender. “Imagino que si tus padres están vivos y los tienes delante les puedes pedir, o exigir incluso, hablar”, dijo en una reciente entrevista con El Mundo. “Pero no es mi caso. Su muerte, que también es el silencio de todos alrededor, te da un acceso limitado a tu memoria y, por tanto, a quien eres. Todo lo que averiguas es a medias”.

Entre los muertos por sobredosis y aquellos que sucumbieron al sida, la heroína dejó a su paso un rastro de miles de cadáveres más otros tantos damnificados —y socialmente estigmatizados— en apenas un par de décadas. ¿Han contado aquella época con el calado que merece el cine, la música y la literatura? La escritora y crítica Anna Caballé responde que no, que “los bulliciosos años setenta y ochenta no han sido pensados con la profundidad necesaria”, y habla de una “generación perdida”. “Fue una juventud que aspiraba a ser libre y se quedó en una generación de desertores”, abunda la también profesora universitaria. “Pero ni la ficción ni la no ficción han conseguido atrapar aquellos sueños inmaduros pero reales, aquella sed de originalidad que quedó, finalmente, en pura mercadotecnia. ¿Qué recordamos? Su consecuencia indeseable, el yonqui, un ser invisible”.

Manifestación contra la droga de los vecinos del barrio madrileño de San Blas en 1998.

Libros y películas como los mencionados devuelven parte de la memoria que se arrebató a esas personas convertidas en espectros de sí mismas y arrojan luz sobre unos años de los que, como anota Caballé, “pasamos página muy rápido”. Se han publicado recientemente otros títulos que recuerdan a aquellas víctimas anónimas en tiempos de la heroína: desde los “adolescentes con la piel gris a los que les faltaban dientes” que poblaban las calles del madrileño barrio de San Blas, a los que Alana S. Portero evoca en la autobiográfica La mala costumbre (Seix Barral, 2023), a un pintor aristócrata y adicto que triunfa en plena Movida, a quien Alberto de la Rocha insufla vida en Los años radicales (Galaxia Gutenberg, 2021). Fuera de la capital, otros libros viajan de la Barcelona preolímpica y la lucha de las madres de drogodependientes en No creas una palabra, de Bego Arretxe Irigoien (Catedral, 2024) a la Sevilla salvaje y sumergida de las Tres mil viviendas que Fernando Mansilla (1965-2019) capturó en su novela de culto Canijo (reeditada por Barrett en 2022), pasando por la Cataluña y las Baleares hippies que Jordi Cussà Balaguer (1961-2021) plasmó con notable calidad literaria en Caballos salvajes y Formentera Lady (escritos originalmente en catalán y editados en castellano por Sajalín en 2020 y 2021).

Junto a todas aquellas personas comunes y corrientes, cayeron también en las redes de la droga artistas y celebridades —desde el cantante Antonio Vega, líder de Nacha Pop, al cineasta Iván Zulueta, director de la lisérgica Arrebato— cuya creatividad quedó en muchos casos cercenada, como subraya Caballé, a la manera de los poetas románticos, que “murieron jóvenes, pero dispusieron del tiempo suficiente para dejar una obra sólida que ha marcado la cultura de los últimos años”. Sobre la maldita contracultura literaria que borboteó antes de que la Movida lo institucionalizara todo, reflexionó largo y tendido Germán Labrador Méndez en Culpables por la literatura (Akal, 2017), un examen posterior al derrumbe del mito de la Transición de la creatividad explosiva y a veces infravalorada de la primera generación de la democracia. Quedan, igualmente, las biografías de J. Benito Fernández sobre autores de culto y reconocidos toxicómanos como Eduardo Haro Ibars y Leopoldo María Panero. Pegado siempre al borde del lado oscuro, este último escribió: “La aguja dibuja lenta / algún ciervo entre mis venas / cuando el veneno entra en sangre / mi cerebro es una rosa”.

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