Eden_Gislason
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¿Se imaginan una parodia cinematográfica y empresarial sobre el nacimiento del Cola-Cao, las tortas de Inés Rosales, el Tigretón o los Chupa Chups? ¿Tendría recorrido dramático, cómico, cultural o social, o las cuatro cosas a la vez, acerca de la idiosincrasia del país, sus modos de vida, el carácter de sus gentes y la efervescente energía de sus críos, sobre las prácticas de los negocios, sus luchas entre factorías de parecido rango y el espionaje industrial? Sin duda, sería una formidable idea… que luego habría que desarrollar con los ingredientes necesarios. Justo los que no acaba de tener Sin edulcorar, comedia familiar en tono paródico que puede verse en Netflix creada por el mítico comediante estadounidense Jerry Seinfeld, en torno al origen de los Pop-Tarts, las famosas y finas tartas rellenas de dulce entre dos capas de masa, dispuestas para su ingesta fría o caliente tras una segunda fase en la tostadora, creadas por Kellogg’s en lucha con su contrincante más fuerte, la marca Post, que revolucionaron los desayunos y meriendas de los niños estadounidenses a principios de los años sesenta.
La secuencia inicial, que da paso a un largo flashback que ocupa casi toda la película, otorga ya las suficientes pistas del camino por el que quiere circular el proyecto: por el del arte popular, el que va destinado al más amplio arco de público posible. Así era la pintura de Norman Rockwell, adalid del modo de vida estadounidense, de la familia alrededor del pavo en Acción de Gracias, de la feliz valla blanca junto a un jardín bien cuidado, y de la honestidad y el trabajo del estadounidense medio. Seinfeld comienza Sin edulcorar con un homenaje a Rockwell y a su famoso (y fantástico) cuadro del año 1958 The Runaway, una de sus características pinturas. Aquellas que, además de dibujo, colores y expresividad, eran capaces por sí solas de contar toda una historia: un chaval subido a un taburete de un bar, con un hatillo atado a un palo como acompañante único de su escapada del hogar, habla con el camarero y con un policía sentado a su lado. Los tres se miran con afabilidad y confianza, como seña de identidad del sentido de comunidad de ese país.
Seinfeld, que ocupa en la película el lugar del policía en el cuadro, interpreta sin embargo al director creativo de la marca Kellogg’s, y explica al crío la historia de aquellos cereales evolucionados. No hay duda, estamos ante el arquetipo de la comedia familiar, la versión cinematográfica de aquellos desayunos: facilones, poco nutritivos, con apariencia de lujo y poder de seducción inmediato, pero completamente insustanciales.
En el relato de la lucha entre Kellogg’s y Post por el negocio perfecto para los desayunos y las meriendas, hay numerosos guiños a los Estados Unidos de la época. Por allí desfilan desde el locutor Walter Cronkite hasta el presidente Kennedy, pero sus aportaciones tienen más que ver con el anacronismo gratuito (como el reciente asalto al Capitolio) que con la verdadera crítica social o política. Junto a ellos, el desfile de cameos y presencias apenas testimoniales es de lujo, entre ellos, el de los creativos de Mad Men, con Jon Hamm y John Slattery al mando, encargados de la publicidad del producto. Sin embargo, se trata de pura apariencia de gran poder cinematográfico sin genuino brío cómico. De guiño transitorio para audiencias conformistas y perezosas en el sofá de casa alrededor de Netflix, la marca que ha creado la película y que la ofrece en exclusiva.
Al debut como director de largometrajes de Seinfeld, un genio de la escritura televisiva desde la mítica serie con su nombre de los años noventa, se le notan demasiado las carencias en la puesta en escena, plana y convencional, e incluso fea con esa imagen atiborrada de luz, que en muy poco se parece a lo que se quiere asemejar: a la ilustración de un capítulo de la historia empresarial del país, escrita por un Roald Dahl redivivo. Pero Dahl era mucho más ácido, cruel e imaginativo que este carrusel de puntuales ideas desaprovechadas.
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La secuencia inicial, que da paso a un largo flashback que ocupa casi toda la película, otorga ya las suficientes pistas del camino por el que quiere circular el proyecto: por el del arte popular, el que va destinado al más amplio arco de público posible. Así era la pintura de Norman Rockwell, adalid del modo de vida estadounidense, de la familia alrededor del pavo en Acción de Gracias, de la feliz valla blanca junto a un jardín bien cuidado, y de la honestidad y el trabajo del estadounidense medio. Seinfeld comienza Sin edulcorar con un homenaje a Rockwell y a su famoso (y fantástico) cuadro del año 1958 The Runaway, una de sus características pinturas. Aquellas que, además de dibujo, colores y expresividad, eran capaces por sí solas de contar toda una historia: un chaval subido a un taburete de un bar, con un hatillo atado a un palo como acompañante único de su escapada del hogar, habla con el camarero y con un policía sentado a su lado. Los tres se miran con afabilidad y confianza, como seña de identidad del sentido de comunidad de ese país.
Seinfeld, que ocupa en la película el lugar del policía en el cuadro, interpreta sin embargo al director creativo de la marca Kellogg’s, y explica al crío la historia de aquellos cereales evolucionados. No hay duda, estamos ante el arquetipo de la comedia familiar, la versión cinematográfica de aquellos desayunos: facilones, poco nutritivos, con apariencia de lujo y poder de seducción inmediato, pero completamente insustanciales.
En el relato de la lucha entre Kellogg’s y Post por el negocio perfecto para los desayunos y las meriendas, hay numerosos guiños a los Estados Unidos de la época. Por allí desfilan desde el locutor Walter Cronkite hasta el presidente Kennedy, pero sus aportaciones tienen más que ver con el anacronismo gratuito (como el reciente asalto al Capitolio) que con la verdadera crítica social o política. Junto a ellos, el desfile de cameos y presencias apenas testimoniales es de lujo, entre ellos, el de los creativos de Mad Men, con Jon Hamm y John Slattery al mando, encargados de la publicidad del producto. Sin embargo, se trata de pura apariencia de gran poder cinematográfico sin genuino brío cómico. De guiño transitorio para audiencias conformistas y perezosas en el sofá de casa alrededor de Netflix, la marca que ha creado la película y que la ofrece en exclusiva.
Al debut como director de largometrajes de Seinfeld, un genio de la escritura televisiva desde la mítica serie con su nombre de los años noventa, se le notan demasiado las carencias en la puesta en escena, plana y convencional, e incluso fea con esa imagen atiborrada de luz, que en muy poco se parece a lo que se quiere asemejar: a la ilustración de un capítulo de la historia empresarial del país, escrita por un Roald Dahl redivivo. Pero Dahl era mucho más ácido, cruel e imaginativo que este carrusel de puntuales ideas desaprovechadas.
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‘Sin edulcorar’: Jerry Seinfeld se ahoga en un tazón de cereales de cine prefabricado
El filme que dirige y produce el cómico en Netflix quiere ser arte popular, el que va destinado al más amplio arco de público posible, pero es un producto insustancial
elpais.com