garland.bailey

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Les juro a ustedes por mi carbunclo azul que yo quería hablar en esta columna de Notre Dame resurgida de sus cenizas y de la primera vez que vi París bajo la luz impresionista de Saint Lazare, tras un inolvidable viaje en tren nocturno. Pero en la urgencia de regresar para recuperar esa ciudad, caí en la cuenta de que he pasado más horas durmiendo en las habitaciones de los hoteles del mundo que en las de una casa. Incluso me cuesta decir «mi casa» porque nunca tuve nada que me hiciera sentir como propia esa frase. El hogar estuvo un tiempo vinculado a mi familia. Luego ya no. Y en esta vida sin domicilio fijo, hay uno que se repite en todas mis agendas: Meliá. En esos hoteles, como en muchos otros, he leído novelas y manuscritos; he desayunado frente a paisajes inverosímiles; he amado hasta la extenuación y reído hasta el enamoramiento; he hecho millones de fotos, y escrito otros tantos millones de palabras con el anhelo, en ambos casos, de retener el instante en el que luego no estarías. He compartido camas, albornoces y desayunos continentales explorando besos con sabor a café capaces de transformar el día en noche. He aprendido a convivir con la soledad más completa o la más absoluta y compleja felicidad; he amamantado a mi bebé; le he contado cuentos a aquel niño o he visto en la televisión, junto a él y muertos de la risa tras una guerra de almohadas, dibujos animados en idiomas imposibles. También, alguna vez, creí reconocer a un joven soldado por entre la bruma del vapor de la ducha antes de asistir a una singular cita con sus fantasmas a las tres en punto de la madrugada. Y después de todo eso y mucho más que no cabría ni en mil y una columnas, me entero de que don Gabriel Escarrer Juliá , fundador de esta cadena (actual Meliá Hotels International), la primera hotelera española por número de habitaciones y la vigesimoquinta del mundo, falleció hace unas semanas dejando su cargo presidencial al frente de una compañía que pilotó durante 70 años. Y bueno, esto es España y por eso muy pocos recordarán a nuestro César Ritz, pero yo sí lo recuerdo, pues gracias a él he tenido, a lo largo de tres décadas exactas de viajes, la certeza de un hogar propio, cosmopolita, literario, feliz.

 

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