Ignacio_Wiegand
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La colaboración público-privada es un concepto de larga tradición en el ámbito anglosajón que parte de la premisa fundamental de que la iniciativa privada también puede contribuir a los servicios públicos. En realidad esa premisa parte de otra aún más básica que es la siguiente: el interés general sólo se puede preservar principalmente desde la iniciativa privada. Dicho de otra forma, la mejor forma de garantizar lo mejor para la comunidad es dejando a los individuos a su aire. La convicción contraria es la economía estatal y supone la premisa justamente opuesta: el interés general solo puede salvarse desde un omnímodo poder público. Ya conocemos todos en qué han acabado todas las experiencias históricas de colectivismo: en el más absoluto de los fracasos. Sin embargo, en el Estado social, democrático y de derecho que se instauró en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, la intervención pública directa sí se ha demostrado útil para corregir las imperfecciones de la economía de mercado y sobre todo para asegurar determinados derechos a todos los ciudadanos, como el derecho a la educación o el derecho a recibir atención sanitaria. Ahora bien, esa prestación directa de servicios públicos por parte de las administraciones no ha sido en modo alguno excluyente de la iniciativa privada. Al contrario, esos servicios públicos se han levantado, y se han podido sostener, a través de la colaboración entre lo público y lo privado. Así ha pasado en España con la educación, donde los centros concertados cumplen una función esencial para la universalidad de este servicio público y para que pueda ser disfrutado por todas las familias sin menoscabo de la libertad ideológica y de elección. Pero así ha pasado también con el servicio público sanitario, que ya hubiera colapsado en España sin la colaboración de los actores privados. El caso de las mutualidades de funcionarios, cuya continuidad está actualmente amenazada por la discrepancia entre el Gobierno y las aseguradoras en torno a la financiación, ha sido hasta ahora un ejemplo paradigmático de esta colaboración, con la particularidad de que eran los propios empleados públicos los beneficiarios, en este caso, de la intervención privada.Lo cierto es que en España la colaboración público-privada es un concepto que siempre ha causado un cierto recelo, especialmente en algunos sectores muy sesgados ideológicamente, como se está demostrando también con todo el lío de las mutualidades. Y es una pena que así sea, porque la alternativa a creer en la colaboración público-privada es hacer descansar toda la defensa y la protección de los intereses de la sociedad en las administraciones públicas, descartando el valor de la iniciativa privada para ese objetivo, una convicción que, por otra parte, y como ya he dicho, solo se puede sostener contra la evidencia histórica. La paradoja de estos días pasados ha sido que mientras desde algunos ámbitos de opinión se nos conmina en nuestro país a creer que solo lo público es social, que solo la intervención pública garantiza el interés común, que la colaboración público-privada no puede funcionar, la terrible tragedia de la DANA nos ha puesto de relieve que no siempre la actuación pública es tan eficaz como debiera y sobre todo que la colaboración público-pública tampoco está funcionando. De modo que si la primera es, a juicio de algunos, una quimera, esta segunda, en algunos casos, lo parece más, habida cuenta de la falta de disposición de las administraciones para colaborar en la solución de los problemas reales de los ciudadanos.Las administraciones no son de ningún color político, o no deberían serlo: son de los ciudadanos. Pero los partidos, o algunos dirigentes de esos partidos, se comportan en ocasiones como si fueran suyas, generando dinámicas muy tóxicas en las relaciones con otras administraciones en manos de adversarios políticos. Incluso en una tragedia como la de la DANA de Valencia, las administraciones no fueron capaces de despojarse de esa perspectiva partidista, haciendo imposible la colaboración público-pública que debería existir siempre y que por supuesto debe existir en una crisis de esa magnitud. Y si la colaboración público-privada no es posible, según algunos, y la colaboración público-pública, tampoco es posible, o no es posible en una atmósfera de polarización política y continuo cálculo electoral, la pregunta es: qué nos queda. Y la respuesta es desoladora, porque lo que nos queda es un Estado centralizado y omnímodo en posesión de todos los servicios públicos y toda la actividad económica, y erigido en garante único del interés general. Y un Estado sin contrapeso entre lo público y lo privado, sin contrapesos territoriales, es un Estado donde la democracia no es posible y donde finalmente el interés general es el primero en verse perjudicado. Así que más nos vale a todos hacer por lograr que funcionen la colaboración público-privada, entre gobierno y empresas, y la colaboración público-pública, entre administraciones.SOBRE EL AUTOR FRANCISCO J. FERNÁNDEZ ROMERO Abogado y doctor en Derecho
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