Signos de los tiempos, que quizás no vemos

Zechariah_Olson

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Es tiempo de balances y de prospectivas. Seguramente no podemos vivir sin ellos, tampoco en la Iglesia, aunque sepamos sus tremendos límites. Estos días abundan los análisis del momento histórico que nos toca, marcados por una especie de pesimismo lúcido. No es extraño; si solo tenemos en cuenta los factores que están a la vista es difícil no sucumbir a la pesadumbre, y lo que sucede en los ámbitos político, geoestratégico o cultural, se filtra inevitablemente en el campo eclesial. Por eso me ha interesado especialmente la entrevista que el vaticanista del diario italiano Il Foglio, Matteo Matzuzzi, ha realizado al obispo de Trondheim, Erik Varden , cuya voz es cada vez más buscada y escuchada en numerosos sectores eclesiales. Comienza hablando de la esperanza, que no significa pesar que «las cosas irán bien». De hecho, muchas irán a peor. «Esperar es tener confianza en que todo, hasta la injusticia, pueda tener un sentido y un fin», dice Varden . «Aquí y ahora, la esperanza se manifiesta como un destello, pero eso no quiere decir que sea algo irrelevante». Y añade que «los poderes totalitarios trabajan siempre para inducir a la desesperación, por eso educarse en la esperanza significa ejercitarse en la libertad». Creo que ese es debe ser uno de aspectos centrales del Año Jubilar que el papa acaba de estrenar. «Esperar significa apostar la propia vida por la posibilidad de lo que pueda venir», y eso es algo que podemos llevar a cabo si hacemos memoria de nuestra historia cristiana. Esta es ya una primera forma (realista y razonable) de romper el círculo del fatalismo imperante. Matzuzzi le plantea el escenario de las iglesias repletas de ancianos en Europa, y la fatiga que representa para la Iglesia en Occidente dirigirse a los jóvenes. Pero Varden no acepta el punto de partida, y una vez más nos descoloca. Desde su «periferia» escandinava afirma que le hacen sonreír ciertos diagnósticos, tanto laicos como eclesiásticos, «donde ancianos tertulianos lanzan tesis sobre los jóvenes». Según él lo que tiene que hacer la Iglesia con los jóvenes es tomarlos en serio, «no hablándoles con suficiencia, sino atreviéndose a presentar ideales elevados y hermosos, respetando su deseo de abrazar plenamente la tradición; ni tirándoles piedras, ni dándoles caramelos». Y señala un cambio de tendencia, una nueva hambre de sentido y una disponibilidad para la escucha que no debemos minusvalorar. Parea él la secularización ha hecho su camino, y se ha agotado sin demasiados logros positivos, pero el ser humano sigue vivo con sus profundas aspiraciones. Y señala algunos signos de este tiempo: autores como Marilynne Robinson y Jon Fosse son leídos en el mundo entero, la gente acude al cine a ver las películas de Terence Malick y miles de personas buscan formación en la fe. Todo esto debería llenarnos de coraje y recordarnos que «la Iglesia posee las palabras y los signos para transmitir la realidad de lo eterno». Y añade algo bastante contracorriente hoy en los círculos eclesiásticos: «sin querer disminuir un ápice la importancia del trabajo caritativo en las causas de la justicia y la paz, creo que el apostolado intelectual será fundamental en las próximas décadas». Termino con un apunte que retrata no pocas inercias del momento. Señala que el llamado «espíritu de los tiempos» es lo más voluble que existe. Debemos escucharlo, ciertamente, porque nos transmite lo que bulle en el mundo, pero es absurdo que los cristianos intentemos seguirlo para estar a la moda, porque siempre llegaremos tarde. Por el contrario, debemos permanecer aferrados a lo que no pasa. En este sentido subraya que la vitalidad de la vida católica del siglo XX brotó del entusiasmo por descubrir las fuentes de la Tradición, para encontrar en ellas agua limpia y fresca. Este fue un verdadero punto firme del Concilio Vaticano II, pero hoy, observa con algo de ironía, parece que «abandonamos esas fuentes para instalar nuestros puestos ambulantes junto a surtidores de agua automáticos». Recomendado para empezar el año, libres de fatalismo.

 

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