zgoldner
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Una caja de cerillas Golondrina. Unos guantes de jardinero. Una escoba de espigas. Estas no son a priori los elementos de los que uno piensa que un esteta se enamoraría hasta el punto de dedicarles una columna semanal en un periódico. Sin embargo, el periodista y músico Carlos Risco se ha pasado dos años escribiendo sobre esas y más cosas que le rodean en el diario ourensano La Región. Ahora sus textos aparecen compilados en un libro, Objetos a los que acompaño, editado por Círculo de tiza. Hablamos con él sobre el paso del tiempo, nuestra huella en el mundo y qué es lo que convierte a un objeto en una lección de dignidad.
De los millones de cosas que acumulamos en nuestras viviendas casi sin querer, la selección de Risco responde a una intención muy marcada: son cotidianas, herramientas humildes de la cocina o el campo y muchas, directamente, pertenecen a la categoría de antigüedades. Algunas piezas funcionan como ventanas al pasado, casi reliquias de otro mundo. “Son, además, cosas hermosas, porque todo lo útil es también hermoso”, explica él. A la vez, huye de la romantización de lo antiguo porque sí: “Prácticamente todos los objetos viejos que tengo los sigo usando, porque están bien construidos y siguen haciendo el trabajo para el que fueron hechos. Sigo moliendo a mano el café cuando no tengo mucha prisa (conviene no tener prisa), desbrozo con guadaña todo lo que puedo, viajo en tren con mi vieja maleta de tweed, escucho la radio en mi radio a válvulas. Creo que hay que reclamar que lo bien hecho es tan capaz o más que lo fabricado para el rendimiento, aunque tenga siempre alguna pega: se muele más lento y se te cansa el brazo, se avanza mejor entre la maleza con una desbrozadora de motor (al menos un patán como yo), la maleta antigua tira de tu espalda y la tienes que sujetar en todo momento. Pero la propina es la belleza. Algunos objetos desfasados, como el teléfono de cable, la fanega o las ruedas de carro, los he reciclado: el teléfono me sirve como micrófono para cantar y hacer grabaciones low-fi (suena magníficamente viejo), la fanega es un portarevistas y las ruedas de carro, esas sí, podrían ser decoración frivolona de jardín. Yo me digo que no las tengo a la vista para verlas, sino para escucharlas y así recordar los sonidos del mundo de antes”.
Los objetos seleccionados por el autor cuentan varias historias, entre ellas, la del propio Risco, que pasó muchos años en Madrid, en una buhardilla en el bullicioso barrio de Lavapiés. “En aquella casita tenía mucha más ropa de la que tengo ahora (tenía mucha y peor), menos libros, más platos (y más feos) y más guitarras”, recuerda. De Madrid, Carlos dio el salto con el que muchos que se sienten atrapados en las grandes ciudades fantasean: se trasladó a una caravana en la provincia de Ávila, a siete kilómetros de los vecinos más próximos.
“Fue el año más feliz de mi vida”, evoca. “En aquellos ocho metros cuadrados tenía todo lo que necesitaba: libros para leer, unos fogones para cocinar, una cama para dormir. No necesitaba nada, lo tenía todo. Me consideraba millonario. Después de la caravana viví tres años en una furgoneta que preparé con todo lo que había aprendido allí. Ahora vivo en una casa, pero podría empequeñecer de nuevo. De hecho, es algo que intento practicar cuando viajo en bicicleta con una tienda de campaña. Recordar lo suficiente. Es que necesitamos muy poco: refugio, algo de comida, cariño. Como cualquier bicho”.
En su reciente regreso a su Galicia natal, Risco se mudó a una casa “en una aldea despoblada en el interior despoblado de un país despoblado”, etapa en la que nacieron las columnas semanales. Comparándolos con cuando llevaba una vida –digamos– convencional, en Madrid, los elementos que le rodean han cambiado también. “Creo que sobre todo me he deshecho de ropa (ahora casi siempre me pongo lo mismo y mi armario es intencionadamente pequeño), de guitarras (me curé de ese vicio) y de cedés (es un absurdo acumular esas rodajas de plástico teniendo una cuenta de Spotify). Los muebles que tenía eran más baratunis que los que tengo ahora, quizá también porque en una casa tuya, que crees definitiva (no hay nada definitivo), la arropas con cosas que también crees definitivas. Ahora tengo bellezas que me hacen feliz todos los días. Y casi no me han costado dinero”.
De los años en caravana y furgoneta le ha quedado una sensación de libertad que busca mantener: “Quizá he intentado que todo se parezca. Mi casa no tiene paredes divisorias y habito una única estancia. Es como la caravana pero con más amplitud. Por cierto, que en la caravana ya tenía objetos muy favoritos, como la cuchara de plata o la palmatoria de bronce”.
Igual que esos que menciona, la mayoría de los objetos provienen de herencias, puestos de segunda mano y chamarileros. Unos pocos se encontraban ya en el que ahora es el hogar de Carlos, huellas de una familia que emigró al País Vasco. “De los objetos que estaban en la casa me encanta el recuperador de aceite. Es una preciosidad. Lo uso en cada tortilla de patatas. También los legajos con exorcismos, porque esto es una historia trepidante que, según he podido saber, hacían en otro tiempo una especie de magos/curandeiros llamados baluros a quienes la iglesia terminó excomulgando. Curiosamente, he descubierto que mi tío Vicente (el escritor Vicente Risco) fue el gran investigador de estos personajes (nadie conoció la Galicia anterior como él y su generación de inadaptados)”.
Junto a los objetos de procedencia anónima o inrrastreable se mezclan los de marcas reconocidas, como un termo Stanley, una bolsa Carradice, una tabla de cocina Carballo Estrela o unas botas Red Wing Heritage. “No me vuelvo muy loco, pero es que hay marcas que lo hacen mejor”, explica Risco. “Las que fabrican a conciencia para que dure, que cada vez son menos, las que, además de en el dinero, ponen una mano en el corazón y piensan en el río y en los bosques. Con los artesanos, generalmente acortas la cadena de intermediarios y llegas a mejores materiales, mejores acabados, mejores intenciones. No soy adalid de nada, sería mejor para el planeta que yo no estuviera, pero, aún siendo un acumulador y amigo de los objetos, me digo que se puede intentar elegir lo que es útil y hermoso. Y tengo la sensación de que las marcas que lo hacen bien no suelen comunicar que lo hacen bien, a diferencia de las que no lo hacen”.
El mismo título de la obra marca ya una declaración de intenciones: son “objetos a los que acompaño”, y no al revés, objetos por los que pasamos siendo conscientes de que por lo finito de nuestra existencia, ellos durarán más que nosotros. Así, concluye Risco: “Creo que si te rodeas de cosas que puedan sobrevivirte, estableces un pacto con ellas. Las reparas. Las cuidas. Les permites envejecer a la vez que tú envejeces con ellas. Y eres consciente de que, después de ti, otro, quien sea, la usará y le servirá. Estos pensamientos me llevan a un sitio hermoso. ¿O no es una suerte tremenda que este reloj que llevo y fue de mi tío abuelo, fabricado en un mundo completamente distinto, pueda seguir latiendo en la muñeca de otro cuando yo ya me haya largado?”.
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De los millones de cosas que acumulamos en nuestras viviendas casi sin querer, la selección de Risco responde a una intención muy marcada: son cotidianas, herramientas humildes de la cocina o el campo y muchas, directamente, pertenecen a la categoría de antigüedades. Algunas piezas funcionan como ventanas al pasado, casi reliquias de otro mundo. “Son, además, cosas hermosas, porque todo lo útil es también hermoso”, explica él. A la vez, huye de la romantización de lo antiguo porque sí: “Prácticamente todos los objetos viejos que tengo los sigo usando, porque están bien construidos y siguen haciendo el trabajo para el que fueron hechos. Sigo moliendo a mano el café cuando no tengo mucha prisa (conviene no tener prisa), desbrozo con guadaña todo lo que puedo, viajo en tren con mi vieja maleta de tweed, escucho la radio en mi radio a válvulas. Creo que hay que reclamar que lo bien hecho es tan capaz o más que lo fabricado para el rendimiento, aunque tenga siempre alguna pega: se muele más lento y se te cansa el brazo, se avanza mejor entre la maleza con una desbrozadora de motor (al menos un patán como yo), la maleta antigua tira de tu espalda y la tienes que sujetar en todo momento. Pero la propina es la belleza. Algunos objetos desfasados, como el teléfono de cable, la fanega o las ruedas de carro, los he reciclado: el teléfono me sirve como micrófono para cantar y hacer grabaciones low-fi (suena magníficamente viejo), la fanega es un portarevistas y las ruedas de carro, esas sí, podrían ser decoración frivolona de jardín. Yo me digo que no las tengo a la vista para verlas, sino para escucharlas y así recordar los sonidos del mundo de antes”.
Los objetos seleccionados por el autor cuentan varias historias, entre ellas, la del propio Risco, que pasó muchos años en Madrid, en una buhardilla en el bullicioso barrio de Lavapiés. “En aquella casita tenía mucha más ropa de la que tengo ahora (tenía mucha y peor), menos libros, más platos (y más feos) y más guitarras”, recuerda. De Madrid, Carlos dio el salto con el que muchos que se sienten atrapados en las grandes ciudades fantasean: se trasladó a una caravana en la provincia de Ávila, a siete kilómetros de los vecinos más próximos.
“Fue el año más feliz de mi vida”, evoca. “En aquellos ocho metros cuadrados tenía todo lo que necesitaba: libros para leer, unos fogones para cocinar, una cama para dormir. No necesitaba nada, lo tenía todo. Me consideraba millonario. Después de la caravana viví tres años en una furgoneta que preparé con todo lo que había aprendido allí. Ahora vivo en una casa, pero podría empequeñecer de nuevo. De hecho, es algo que intento practicar cuando viajo en bicicleta con una tienda de campaña. Recordar lo suficiente. Es que necesitamos muy poco: refugio, algo de comida, cariño. Como cualquier bicho”.
En su reciente regreso a su Galicia natal, Risco se mudó a una casa “en una aldea despoblada en el interior despoblado de un país despoblado”, etapa en la que nacieron las columnas semanales. Comparándolos con cuando llevaba una vida –digamos– convencional, en Madrid, los elementos que le rodean han cambiado también. “Creo que sobre todo me he deshecho de ropa (ahora casi siempre me pongo lo mismo y mi armario es intencionadamente pequeño), de guitarras (me curé de ese vicio) y de cedés (es un absurdo acumular esas rodajas de plástico teniendo una cuenta de Spotify). Los muebles que tenía eran más baratunis que los que tengo ahora, quizá también porque en una casa tuya, que crees definitiva (no hay nada definitivo), la arropas con cosas que también crees definitivas. Ahora tengo bellezas que me hacen feliz todos los días. Y casi no me han costado dinero”.
De los años en caravana y furgoneta le ha quedado una sensación de libertad que busca mantener: “Quizá he intentado que todo se parezca. Mi casa no tiene paredes divisorias y habito una única estancia. Es como la caravana pero con más amplitud. Por cierto, que en la caravana ya tenía objetos muy favoritos, como la cuchara de plata o la palmatoria de bronce”.
Igual que esos que menciona, la mayoría de los objetos provienen de herencias, puestos de segunda mano y chamarileros. Unos pocos se encontraban ya en el que ahora es el hogar de Carlos, huellas de una familia que emigró al País Vasco. “De los objetos que estaban en la casa me encanta el recuperador de aceite. Es una preciosidad. Lo uso en cada tortilla de patatas. También los legajos con exorcismos, porque esto es una historia trepidante que, según he podido saber, hacían en otro tiempo una especie de magos/curandeiros llamados baluros a quienes la iglesia terminó excomulgando. Curiosamente, he descubierto que mi tío Vicente (el escritor Vicente Risco) fue el gran investigador de estos personajes (nadie conoció la Galicia anterior como él y su generación de inadaptados)”.
Junto a los objetos de procedencia anónima o inrrastreable se mezclan los de marcas reconocidas, como un termo Stanley, una bolsa Carradice, una tabla de cocina Carballo Estrela o unas botas Red Wing Heritage. “No me vuelvo muy loco, pero es que hay marcas que lo hacen mejor”, explica Risco. “Las que fabrican a conciencia para que dure, que cada vez son menos, las que, además de en el dinero, ponen una mano en el corazón y piensan en el río y en los bosques. Con los artesanos, generalmente acortas la cadena de intermediarios y llegas a mejores materiales, mejores acabados, mejores intenciones. No soy adalid de nada, sería mejor para el planeta que yo no estuviera, pero, aún siendo un acumulador y amigo de los objetos, me digo que se puede intentar elegir lo que es útil y hermoso. Y tengo la sensación de que las marcas que lo hacen bien no suelen comunicar que lo hacen bien, a diferencia de las que no lo hacen”.
El mismo título de la obra marca ya una declaración de intenciones: son “objetos a los que acompaño”, y no al revés, objetos por los que pasamos siendo conscientes de que por lo finito de nuestra existencia, ellos durarán más que nosotros. Así, concluye Risco: “Creo que si te rodeas de cosas que puedan sobrevivirte, estableces un pacto con ellas. Las reparas. Las cuidas. Les permites envejecer a la vez que tú envejeces con ellas. Y eres consciente de que, después de ti, otro, quien sea, la usará y le servirá. Estos pensamientos me llevan a un sitio hermoso. ¿O no es una suerte tremenda que este reloj que llevo y fue de mi tío abuelo, fabricado en un mundo completamente distinto, pueda seguir latiendo en la muñeca de otro cuando yo ya me haya largado?”.
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“Si te rodeas de cosas que puedan sobrevivirte, estableces un pacto con ellas”: la oda a los objetos cotidianos de Carlos Risco
El periodista se ha pasado dos años escribiendo sobre las cosas que le rodean y ahora sus textos aparecen compilados en el libro ‘Objetos a los que acompaño’. Hablamos con él sobre el paso del tiempo y nuestra huella en el mundo
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