Si hoy es domingo, este es el aparcamiento (vacío) del Carrefour

quigley.lyla

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“Me interesa el concepto Umwelt”, dice Txema Salvans (Barcelona, 52 años) con la cámara entre las manos. Umwelt es una palabra que el zoólogo balticogermano Jakob von Uexküll popularizó en 1909: se refiere a la percepción sensorial que cada animal tiene del mundo. Diferentes criaturas pueden ocupar el mismo espacio y tener Umwelten diferentes: el calor corporal es el núcleo del Umwelt de las garrapatas, el olfato el de los perros, la electricidad el de los peces elefante. El Umwelt de una cigüeña no es el mismo que el de Salvans aunque ambos observen la vida desde arriba.

Desde hace 15 años, Salvans toma fotos cada mañana de domingo en el parking del Carrefour de El Prat de Llobregat cuando hace sol. Si uno va entre semana, encontrará familias llenando carros de comida, pero los domingos, cuando el supermercado está cerrado (abre de lunes a sábado), el estacionamiento se transforma en un espacio liminar donde reverbera un ajetreo inexistente. Raro. ¿Es, entonces, un aparcamiento sin carros, sin familias, sin coches, un aparcamiento? ¿Puede un aparcamiento convertirse en otra cosa? ¿Puede un aparcamiento ser un parque, una playa, una sala de espera?

Una escena fotografiada en el aparcamiento en 2013.

El supermercado está situado cerca del aeropuerto de El Prat, pasado uno de los centros logísticos de Amazon más grandes de España y el parque agrario del Bajo Llobregat, “el huerto de Barcelona”. Una extensión al borde de la ciudad donde la vida suele pasar inadvertida. Los anteriores proyectos de Salvans, Perfect Day y The Waiting Game (I, II y III), son también un semillero de cotidianeidades en espacios posindustriales: prostitutas en la carretera, familias tomando el sol junto a una fábrica, perros esperando en naves abandonadas. “Como no tenemos forma de saber si es posible otro paraíso, nos contentamos con estos momentos de tranquilidad e incluso de felicidad entre el cemento y las fábricas”, escribe el fotógrafo Joan Fontcuberta sobre Perfect Day. Salvans lleva años recorriendo en su furgoneta la costa mediterránea, fotografiando la España que existe más allá de la noticia y de los momentos extraordinarios.

“Las personas dentro de estos escenarios le dan dimensión trágica al asunto”, comenta Salvans. “¿Qué hace que demos por bueno venir a pasar un domingo al parking a comernos un bocadillo con la familia o a que nuestro hijo aprenda a ir en bicicleta? Ese es mi tema: el cómo nos hemos distanciado de lo que somos. Es lo que dice un amigo mío: ‘Hace más tiempo que somos del que hace que pensamos’. Ahí es donde se produce la gran fricción. La brecha”.

Una mujer toma el sol en 2021 en el aparcamiento.

Una pareja de unos 60 años extrae del maletero dos sillas plegables y las coloca junto a su Opel Mokka de color gris plata. Ella, con pelo corto, rubio teñido, bien cardado, los párpados de un verde lagarto y pequeños toques de purpurina, los labios rosa fucsia. Él, náuticos marrones de suela gruesa, dos sudokus en la mano y las gafas de ver que saca del bolsillo para dejarlas boca abajo en el cemento. “Siempre boca abajo”, subraya Salvans. La pareja rellena cada domingo el pasatiempo hasta la hora del vermú.

—He hablado con ellos —le digo a Salvans—. ¿Quieres saber quiénes son?

El fotógrafo une con líneas amarillas rincones y elementos que aparecen en diferentes imágenes tomadas en días y con perspectivas diferentes, creando la sensación de continuidad, como en un plano secuencia en el cine, donde una escena lleva a la siguiente.

El fotógrafo, que estudió Biología y que ahora captura la vida como un etólogo de la improductividad humana, evita conversar con sus sujetos. No sabe cómo se llaman, a qué se dedican, por qué deciden pasar, como él, las mañanas de domingo en el aparcamiento del Carrefour de El Prat. Él es solitario y contemplativo. Mantiene la distancia con respecto a lo que le interesa para resguardarse de la incomodidad que le produce el mundo. Un día, hace tiempo, después de volver de uno de sus viajes fotográficos, su hijo Jan, de cinco años entonces, se lanzó para abrazarlo y rápidamente dijo: “Pare, quina holor a fotos que fas!” (¡Papá! ¡Qué olor a fotos que tienes!). “Utilizo la fotografía como terapia, como forma de protegerme la herida y mi nudo emocional. Aquí no hay glamur”, cuenta.

Dos hombres juegan al ajedrez en 2023.

Se fue de viaje el miércoles. Tocó Torrevieja. Volvió el sábado. El parking del Carrefour de El Prat de Llobregat le espera como un hogar. La mañana transcurre como tantas otras: con su cámara analógica Cambo Wide, con el trípode, desde lo alto de su furgoneta azul. En ella lleva una luz rotativa ámbar y varios chalecos reflectantes que usa para transformarse en topógrafo, en técnico, en obrero, en persona invisible. Nunca se desplaza andando y toda la coreografía tiende ligeramente al absurdo, lo dice él: “Este es un proyecto aburridísimo, un absurdo total”. Cuando encuentra la escena que quiere capturar, detiene la furgoneta a una distancia prudencial, agarra con una mano el trípode y trepa hasta el techo del vehículo colocando la zapatilla en la intersección entre la luna y el chasis. Coloca la cámara en el trípode y el horizonte se desplaza hacia arriba haciendo que las líneas del suelo cobren protagonismo. Salvans se mueve como un niño que juega a kung-fu mientras intenta que los adultos no le vean. Lleva las gafas encima de la cabeza. “Siempre evito el contacto visual. Observo con una mirada periférica”. Salvans desengancha el visor, pone la película, se hace el despistado, dispara la foto. La coreografía termina y sonríe. “Es verdad que hay un engaño. Pero yo no lo vivo como un engaño”.

Una niña juega con un carrito de la compra un domingo de 2022. Estas cosas, según Salvans, “se convierten en objetos de alta diversidad”.

Los camioneros le saludan. Algunos son conocidos. Son ya 15 años de domingos coincidiendo con él. Una pareja de hermanos búlgaros pela verduras en la parte frontal del camión. En el motor está enganchada una cesta de plástico verde que funciona a modo de balda. Con gestos, invitan a Salvans a comer. “Nunca me habían invitado a comer”, dice. Los camioneros pasarán el día bebiendo whisky, comiendo, charlando. Una hora después, uno de los hermanos le regalará al fotógrafo unos patucos granates de lana de oveja hechos por su tía en Bulgaria. Salvans dirá: “Muchas gracias, se los llevaré a Bruna”. Su hija. Los camioneros harán noche en el parking y a la mañana siguiente partirán hacia París. Salvans volverá también a salir de ruta fotográfica y cogerá la autopista dirección Valencia. Pasará primero por el Carrefour y verá a la mujer y a su hija que hoy, y desde hace ocho años, viven y duermen en un monovolumen negro. La madre llevará una gorra de esas que solo tienen visera y barrerá con esmero alrededor del coche, esquivando las garrafas de agua, mientras su hija lee en el asiento del copiloto. “Las conocemos”, dice uno de los camioneros. “El padre murió hace unos años, ahora solo están ellas”. Salvans también sabe quiénes son, pero nunca ha querido fotografiarlas.

Un joven prueba el equipo de música de su coche en el aparcamiento un domingo de 2022.

A las 12.30, el fotógrafo deja de dar vueltas con la furgoneta y entra en el Burger King —que sí está abierto— a tomar café. Saluda al camarero y le pregunta si ya ha dejado su adicción al tabaco y a las bebidas energéticas. Le dejo la grabadora: “Yo creo que el problema no es no hacer nada, sino qué hacer cuando dejas de no hacer nada. Ese es el problema real. El gran problema de la contemporaneidad es que no estamos realmente haciendo nada productivo, no estamos conectados, siempre estamos elaborando cosas abstractas. ¿Cómo nos vamos a realizar si ya hay alguien que lo hace por nosotros? Y ahora no solo hay alguien que lo hace por nosotros, sino que piensa por nosotros y que toma decisiones por nosotros”. Salvans aprovecha la pausa para subir unas fotos a Instagram, que instaló en el móvil porque su amigo, el aclamado fotógrafo Martin Parr, le dijo: “Debes tener Instagram”. La relación entre ambos se remonta a hace más de 15 años. Una vez, Parr le pidió a Salvans que le consiguiera una mesa en el restaurante elBulli, templo de la gastronomía, ahora ya cerrado. A cambio, Parr, le regalaría una foto suya, la que quisiera. Salvans movió hilos, preguntó a algunos contactos, consiguió esa mesa y eligió, como recompensa, una de las fotos más famosas de Parr, una en la que aparecen dos niños rubios vestidos de azul, comiéndose un cucurucho de helado que se derrite por los brazos y les mancha toda la cara. Salvans colgó la copia original en una de las paredes de madera del cuarto de sus hijos y les dijo que era una foto que les había hecho Parr en otro tiempo. Pasaron los años, los niños se hicieron mayores y Bruna tapó la foto de Martin Parr con un planisferio mudo.

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