Adah_Heaney
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A mediados de los sesenta, Kirk Douglas compró los derechos de Alguien voló sobre el nido del cuco con la idea de repetir en el cine el papel de Randle McMurphy que había interpretado en Broadway. Una década después, la película llegó a las pantalla producida por Michael Douglas y con Jack Nicholson como protagonista. El patriarca del clan le había vendido los derechos a su hijo, pero lo que no se espera es que este le diese el papel a Nicholson al consider que su padre era demasiado viejo para ser el protagonista. Kirk jamás se lo perdonó. La anécdota, que ambos recuerdan en el documental Los Douglas, una dinastía de Hollywood, sirve para entender la determinación con la que Michael se tomó su carrera desde los inicios.
Alguien voló sobre el nido del cuco ganó cinco Oscars, entre ellos el de mejor película, que un jovencísimo Michael Douglas (New Brunswick, 80 años) recogió de manos de Audrey Hepburn. Aquella noche la adaptación de la obra de Ken Kesey igualó el récord de Sucedió una noche al alzarse con los cinco premios principales. Fue la primera vez que la industria fue consciente de que la presencia del hijo de Kirk en Hollywood iba a ser algo más que una anécdota.
Aunque nadie hablaba aún de nepobabies, aquella noche Douglas comenzó a sacudirse una etiqueta pesadísima. Su padre no era sólo un ícono en la pantalla, también era el tipo que había puesto en juego su carrera por permitir que Dalton Trumbo, el más ilustre miembro de la “lista negra”, figurase como guionista de Espartaco (1960). Era una leyenda de Hollywood y un héroe por las libertades, también un ligón impenitente y una personalidad atronadora. Su sombra era tan ancha como larga. Tras cinco décadas de trabajo no podemos decir que Michael Douglas haya superado a su padre, pero a sus 80 años recién cumplidos es una estrella indiscutible, un actor reputado y taquillero que durante los noventa se convirtió en el más inesperado sinónimo de sexo y cuyos cincuenta años de carrera repasan hoy documentales como el de TCM Michael Douglas: más que un apellido.
Michael Douglas empezó especializándose en personajes que jamás habría interpretado Kirk: hippies, pacifistas y barbudos sensibles porque “ni siquiera quería pensar que podía hacer algo de lo que hacía mi padre”. Su primer papel destacado le llegó con Las calles de San Francisco, un procedimental policíaco en el que formó pareja con el legendario Karl Malden. Malden se convirtió en su mentor y le dio un valioso consejo: “Cuando hagas porquería, hazla rápido”. Su lugar estaba en el cine, aunque como no tenía claro si como actor o productor, optó por simultanear esfuerzos. Su primer gran éxito, El síndrome de China (1979), un thriller sobre un accidente en una central nuclear que sus siniestros responsables intentan ocultar, ya mostraba olfato para los problemas de su tiempo. El lobby nuclear no estaba contento con el resultado y lanzó una campaña acusando a la película de irresponsable e inverosímil. 12 días después del estreno, un accidente en una planta nuclear de Pensilvania les regaló una campaña publicitaria tan indeseada como eficaz.
Aquella película sirvió para iniciar una tendencia clave en su cine: rodearse de mujeres fuertes. “Mi madre era actriz. Pasé mucho tiempo con ella detrás del escenario en el teatro. Nunca me he sentido amenazado por las grandes mujeres”, declaró al Financial Times. “Estoy orgulloso de que para casi todas las mujeres con las que he trabajado, nuestra película juntos haya sido uno de sus mejores papeles: Kathleen Turner, Geneviève Bujold, Glenn Close, Annette Bening o Sharon Stone. Intento hacer que el entorno sea lo más cómodo posible, darles respeto y protección”. Jane Fonda, su partenaire en El síndrome de China, no guarda tan buen recuerdo de él. “Michael siempre ha cultivado las relaciones públicas, no las amistades. Y por eso ha durado tanto en el negocio”, confesó en Cannes.
Junto a una de esas mujeres fuertes, Kathleen Turner, tomó un camino inesperado, en Tras el corazón verde (1984) y su secuela La joya del nilo (1985) se convirtió en un contrabandista caradura que funcionaba a la vez como suave parodia de Indiana Jones y galán de comedia romántica. Ambos se tomaron a pecho su papel. “Nos comportamos como bandidos dentro y fuera de la pantalla”, declaró en Los Douglas, una dinastía de Hollywood. Vivieron un apasionado romance hasta que Diandra, la por entonces mujer de Douglas, apareció en el rodaje y Turner descubrió que, al contrario de lo que él le había contado, no estaban separados.
Tras aquellos éxitos incontestables nacía un héroe para los revueltos ochenta: no era guapo, su rostro no parecía estar tallado en mármol como el de su padre, ni siquiera era esbelto ni atlético, tampoco un cachas al uso como los Stallone y Schwarzenegger que en aquel momento reinaban en taquilla. Era un cuarentón blandito con perfil aviar y una ligera papada, pero tal vez ahí radicaba su éxito: era creíble en cualquier papel. Aunque no para todos: Brian de Palma ni siquiera se tomó en serio su participación en un guión sobre el que estaba trabajando, Atracción fatal (1987), la historia de hombre que traiciona a su mujer y pone en riesgo a su familia por una infidelidad. Finalmente fue de Palma quien abandonó el proyecto y Douglas se convirtió en Dan Gallagher.
Era un proyecto especial para él. Tal como reveló en 1987 a The Toronto Star, al leer el guión se quedó paralizado. “Me dije a mí mismo: este soy yo, tío. Esto solo lo puedo hacer yo, y hay algo aterrador en ese hecho. Es lo más cerca que he llegado a estar de interpretarme a mí mismo”. Resulta difícil imaginar hoy en día a una estrella realizando una declaración que exponga tan íntimamente su vida privada. Que resultaba creíble, al contrario de lo que pensaba De Palma, quedó claro durante los primeros pases con público. Cuando Dan llega a casa tras su infidelidad y deshace la cama para que su mujer crea que ha dormido en casa, las mujeres presentes en la sala rieron cómplices. La productora de la película, Sherry Lansing, se acercó a él y le susurró: “No puedo creerlo. Ya te han perdonado. Estás bendecido con el don del encanto”.
Douglas cree saber por qué. “Tal vez porque la audiencia puede ver que en mi maldad hay una lucha y una ambivalencia para hacer lo correcto, así que no soy inherentemente solo una persona violenta y desagradable”, declaró a The Guardian. El elegante thriller de Adrian Lyne se convirtió en un fenómeno cultural, fue la película más taquillera de 1987 y el tema de conversación favorito, acuñó el término “cuece-conejos” (según el Diccionario Collins una persona, especialmente una mujer, que se considera emocionalmente inestable y propensa a ser peligrosamente vengativa como sinónimo de mujer) y consiguió algo que parecía increíble: dar el pistoletazo de salida a la carrera como rey del thriller erótico de Douglas.
Algo paradójico en los ochenta, tal vez la época en la que más se valoró la belleza física y la juventud. Aquel año demostró que no todo su éxito se debía a su encanto: en aquella gala de los Oscars a la que Glenn Close llegó como la gran favorita (ganó finalmente Cher por Hechizo de luna) pero fue él quien se fue a casa con una estatuilla gracias a su encarnación del amoral Gordon Gekko en Wall Street (1988). Douglas había encarnado el mismo año a los dos pilares de la cultura de los ochenta: el sexo y el dinero y frases como “la codicia es buena” convirtieron a su personaje en un modelo (equivocado) a seguir. Nada le hacía perder el favor del público, hasta salió airoso de su violento divorcio a cámara lenta en La guerra de los Rose (1989), de nuevo al lado de su amiga Kathleen Turner, una película hoy inviable. Tal vez porque, como escribió Vulture, “La tensión dentro de Douglas, entre una suavidad moderna y un machismo de la vieja escuela, es lo que hace que todas sus humillaciones cinematográficas sean fascinantes.”
De “Violenta, misógina, homofóbica e incitadora a la violación” (etiquetas que Douglas rechaza) fue acusada Instinto básico (1992), un guion que desfiló durante años por los despachos sin que nadie se atreviese a abordarlo. La historia de un poli cocainómano de gatillo fácil y una asesina bisexual era demasiado para la moralina de Hollywood. Que alguien no viese a simple vista el potencial del fascinante y excesivo guión de Joe Eszterhas es tan increíble a priori como la atracción que una Sharon Stone en la cima de su atractivo siente en la película por Michael Douglas. Tampoco era fácil de digerir la premisa de Acoso (1994), la cinta con la que Douglas completó la santísima trinidad de los thrillers eróticos, el género favorito de los ochenta y primeros noventa. Douglas se convertía ahora en un empleado acosado por su jefa (y examante) encarnada por Demi Moore.
El actor se encontraba de nuevo inmerso en uno de esos fenómenos que abría tertulias y protagonizaba editoriales. Aunque el paso del tiempo la ha convertido en una reliquia risible que simboliza casi todos los males de la industria, ¿cómo puede explicarse que la gran película sobre el acoso laboral de Hollywood estuviese centrada en una víctima masculina? Pero entonces nadie quería preguntas delicadas, sólo palomitas. Acoso rompió la taquilla y nos dejó una frase para el recuerdo: “¿Me metes la polla en la boca y ahora tienes un ataque de moralidad?”. Sexo y moralidad, la delgada línea sobre la que se han deslizado peligrosamente tantos personajes de un actor que nunca ha temido la ambigüedad. “La generación de mi padre elegía entre héroes y villanos, porque venían de la Segunda Guerra Mundial. Mi generación es la de Vietnam, y en realidad hablamos de zonas grises. Mis personajes se ponen en situaciones locas, casi imposibles, y tienen que ver cómo reaccionan ante ello y cómo salen adelante con la decisión que toman”, afirmó el año pasado en Cannes, donde fue premiado con la Palma de Oro de honor.
Hay mucho más Michael Douglas tras los thrillers eróticos que marcaron su carrera. Salió indemne de la enigmática The Game (1997) de David Fincher, mostró su lado más vulnerable en la exquisita Jóvenes prodigiosos (2000) y sustituyó con éxito a Harrison Ford en Traffic (2000), pues las malas lenguas afirmaban que Ford no era capaz de adaptarse al endiablado ritmo de rodaje que imponía Steven Soderbergh. Douglas ofreció una de sus mejores interpretaciones en que es una de sus películas favoritas, Un día de furia (1993), la historia del oficinista que estalla y paga sus frustraciones recortada en mano. Una película que afirma haber construido a través de su peinado. “A veces encuentras a tu personaje de diferentes maneras y yo encuentro a mis personajes a través de mi pelo”. Sus fans le dan la razón: en internet se puede encontrar una lista de sus películas clasificadas en función de lo genial que luce su cabello.
Acostumbrado a los retos, ha aceptado en el tramo final de su carrera entrar en el universo Marvel como el Gordon Pym de Ant-man, un papel que eligió para no perder el contacto con los espectadores más jóvenes. “La mayoría de mis películas han sido clasificadas para adultos. Disfruto mucho teniendo niños tirando de mi chaqueta, diciendo: ‘¡Hank Pym! ¡Hombre Hormiga!’ Es lo más parecido a la inmortalidad que un actor puede conseguir”, ha declarado.
Si no se le caen los anillos por ponerse frente a un croma, tampoco por volver a la televisión. Ganó el Globo de Oro por interpretar al excesivo Liberace en Behind the candelabra (2013), una historia de amor (su partenaire era Matt Damon) “demasiado gay para Hollywood” y volvió a ganarlo por su papel en la socarrona El método Kominsky (2018), en la que volvía a reunirse con su amiga Kathleen Turner. Hace unos meses le vimos interpretando a Benjamin Franklin en Apple TV y a sus 80 años no tiene intención de retirarse.
Hace días que empezó a celebrar su 80 cumpleaños en Valldemossa, en su adorada Mallorca. “Estoy celebrando mi 80 cumpleaños junto a la gente”, escribió en sus redes sociales. A su lado, Catherine Zeta-Jones, la mujer de la que se enamoró la primera vez que la vio en una pantalla de cine. “Voy a ser el padre de tus hijos”, le dijo en su primera cita. Lo fue. Michael Douglas ha cumplido sus sueños y también muchas de las fantasías de una generación.
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Alguien voló sobre el nido del cuco ganó cinco Oscars, entre ellos el de mejor película, que un jovencísimo Michael Douglas (New Brunswick, 80 años) recogió de manos de Audrey Hepburn. Aquella noche la adaptación de la obra de Ken Kesey igualó el récord de Sucedió una noche al alzarse con los cinco premios principales. Fue la primera vez que la industria fue consciente de que la presencia del hijo de Kirk en Hollywood iba a ser algo más que una anécdota.
Aunque nadie hablaba aún de nepobabies, aquella noche Douglas comenzó a sacudirse una etiqueta pesadísima. Su padre no era sólo un ícono en la pantalla, también era el tipo que había puesto en juego su carrera por permitir que Dalton Trumbo, el más ilustre miembro de la “lista negra”, figurase como guionista de Espartaco (1960). Era una leyenda de Hollywood y un héroe por las libertades, también un ligón impenitente y una personalidad atronadora. Su sombra era tan ancha como larga. Tras cinco décadas de trabajo no podemos decir que Michael Douglas haya superado a su padre, pero a sus 80 años recién cumplidos es una estrella indiscutible, un actor reputado y taquillero que durante los noventa se convirtió en el más inesperado sinónimo de sexo y cuyos cincuenta años de carrera repasan hoy documentales como el de TCM Michael Douglas: más que un apellido.
Michael Douglas empezó especializándose en personajes que jamás habría interpretado Kirk: hippies, pacifistas y barbudos sensibles porque “ni siquiera quería pensar que podía hacer algo de lo que hacía mi padre”. Su primer papel destacado le llegó con Las calles de San Francisco, un procedimental policíaco en el que formó pareja con el legendario Karl Malden. Malden se convirtió en su mentor y le dio un valioso consejo: “Cuando hagas porquería, hazla rápido”. Su lugar estaba en el cine, aunque como no tenía claro si como actor o productor, optó por simultanear esfuerzos. Su primer gran éxito, El síndrome de China (1979), un thriller sobre un accidente en una central nuclear que sus siniestros responsables intentan ocultar, ya mostraba olfato para los problemas de su tiempo. El lobby nuclear no estaba contento con el resultado y lanzó una campaña acusando a la película de irresponsable e inverosímil. 12 días después del estreno, un accidente en una planta nuclear de Pensilvania les regaló una campaña publicitaria tan indeseada como eficaz.
Aquella película sirvió para iniciar una tendencia clave en su cine: rodearse de mujeres fuertes. “Mi madre era actriz. Pasé mucho tiempo con ella detrás del escenario en el teatro. Nunca me he sentido amenazado por las grandes mujeres”, declaró al Financial Times. “Estoy orgulloso de que para casi todas las mujeres con las que he trabajado, nuestra película juntos haya sido uno de sus mejores papeles: Kathleen Turner, Geneviève Bujold, Glenn Close, Annette Bening o Sharon Stone. Intento hacer que el entorno sea lo más cómodo posible, darles respeto y protección”. Jane Fonda, su partenaire en El síndrome de China, no guarda tan buen recuerdo de él. “Michael siempre ha cultivado las relaciones públicas, no las amistades. Y por eso ha durado tanto en el negocio”, confesó en Cannes.
Junto a una de esas mujeres fuertes, Kathleen Turner, tomó un camino inesperado, en Tras el corazón verde (1984) y su secuela La joya del nilo (1985) se convirtió en un contrabandista caradura que funcionaba a la vez como suave parodia de Indiana Jones y galán de comedia romántica. Ambos se tomaron a pecho su papel. “Nos comportamos como bandidos dentro y fuera de la pantalla”, declaró en Los Douglas, una dinastía de Hollywood. Vivieron un apasionado romance hasta que Diandra, la por entonces mujer de Douglas, apareció en el rodaje y Turner descubrió que, al contrario de lo que él le había contado, no estaban separados.
Tras aquellos éxitos incontestables nacía un héroe para los revueltos ochenta: no era guapo, su rostro no parecía estar tallado en mármol como el de su padre, ni siquiera era esbelto ni atlético, tampoco un cachas al uso como los Stallone y Schwarzenegger que en aquel momento reinaban en taquilla. Era un cuarentón blandito con perfil aviar y una ligera papada, pero tal vez ahí radicaba su éxito: era creíble en cualquier papel. Aunque no para todos: Brian de Palma ni siquiera se tomó en serio su participación en un guión sobre el que estaba trabajando, Atracción fatal (1987), la historia de hombre que traiciona a su mujer y pone en riesgo a su familia por una infidelidad. Finalmente fue de Palma quien abandonó el proyecto y Douglas se convirtió en Dan Gallagher.
Era un proyecto especial para él. Tal como reveló en 1987 a The Toronto Star, al leer el guión se quedó paralizado. “Me dije a mí mismo: este soy yo, tío. Esto solo lo puedo hacer yo, y hay algo aterrador en ese hecho. Es lo más cerca que he llegado a estar de interpretarme a mí mismo”. Resulta difícil imaginar hoy en día a una estrella realizando una declaración que exponga tan íntimamente su vida privada. Que resultaba creíble, al contrario de lo que pensaba De Palma, quedó claro durante los primeros pases con público. Cuando Dan llega a casa tras su infidelidad y deshace la cama para que su mujer crea que ha dormido en casa, las mujeres presentes en la sala rieron cómplices. La productora de la película, Sherry Lansing, se acercó a él y le susurró: “No puedo creerlo. Ya te han perdonado. Estás bendecido con el don del encanto”.
Douglas cree saber por qué. “Tal vez porque la audiencia puede ver que en mi maldad hay una lucha y una ambivalencia para hacer lo correcto, así que no soy inherentemente solo una persona violenta y desagradable”, declaró a The Guardian. El elegante thriller de Adrian Lyne se convirtió en un fenómeno cultural, fue la película más taquillera de 1987 y el tema de conversación favorito, acuñó el término “cuece-conejos” (según el Diccionario Collins una persona, especialmente una mujer, que se considera emocionalmente inestable y propensa a ser peligrosamente vengativa como sinónimo de mujer) y consiguió algo que parecía increíble: dar el pistoletazo de salida a la carrera como rey del thriller erótico de Douglas.
Algo paradójico en los ochenta, tal vez la época en la que más se valoró la belleza física y la juventud. Aquel año demostró que no todo su éxito se debía a su encanto: en aquella gala de los Oscars a la que Glenn Close llegó como la gran favorita (ganó finalmente Cher por Hechizo de luna) pero fue él quien se fue a casa con una estatuilla gracias a su encarnación del amoral Gordon Gekko en Wall Street (1988). Douglas había encarnado el mismo año a los dos pilares de la cultura de los ochenta: el sexo y el dinero y frases como “la codicia es buena” convirtieron a su personaje en un modelo (equivocado) a seguir. Nada le hacía perder el favor del público, hasta salió airoso de su violento divorcio a cámara lenta en La guerra de los Rose (1989), de nuevo al lado de su amiga Kathleen Turner, una película hoy inviable. Tal vez porque, como escribió Vulture, “La tensión dentro de Douglas, entre una suavidad moderna y un machismo de la vieja escuela, es lo que hace que todas sus humillaciones cinematográficas sean fascinantes.”
De “Violenta, misógina, homofóbica e incitadora a la violación” (etiquetas que Douglas rechaza) fue acusada Instinto básico (1992), un guion que desfiló durante años por los despachos sin que nadie se atreviese a abordarlo. La historia de un poli cocainómano de gatillo fácil y una asesina bisexual era demasiado para la moralina de Hollywood. Que alguien no viese a simple vista el potencial del fascinante y excesivo guión de Joe Eszterhas es tan increíble a priori como la atracción que una Sharon Stone en la cima de su atractivo siente en la película por Michael Douglas. Tampoco era fácil de digerir la premisa de Acoso (1994), la cinta con la que Douglas completó la santísima trinidad de los thrillers eróticos, el género favorito de los ochenta y primeros noventa. Douglas se convertía ahora en un empleado acosado por su jefa (y examante) encarnada por Demi Moore.
El actor se encontraba de nuevo inmerso en uno de esos fenómenos que abría tertulias y protagonizaba editoriales. Aunque el paso del tiempo la ha convertido en una reliquia risible que simboliza casi todos los males de la industria, ¿cómo puede explicarse que la gran película sobre el acoso laboral de Hollywood estuviese centrada en una víctima masculina? Pero entonces nadie quería preguntas delicadas, sólo palomitas. Acoso rompió la taquilla y nos dejó una frase para el recuerdo: “¿Me metes la polla en la boca y ahora tienes un ataque de moralidad?”. Sexo y moralidad, la delgada línea sobre la que se han deslizado peligrosamente tantos personajes de un actor que nunca ha temido la ambigüedad. “La generación de mi padre elegía entre héroes y villanos, porque venían de la Segunda Guerra Mundial. Mi generación es la de Vietnam, y en realidad hablamos de zonas grises. Mis personajes se ponen en situaciones locas, casi imposibles, y tienen que ver cómo reaccionan ante ello y cómo salen adelante con la decisión que toman”, afirmó el año pasado en Cannes, donde fue premiado con la Palma de Oro de honor.
Hay mucho más Michael Douglas tras los thrillers eróticos que marcaron su carrera. Salió indemne de la enigmática The Game (1997) de David Fincher, mostró su lado más vulnerable en la exquisita Jóvenes prodigiosos (2000) y sustituyó con éxito a Harrison Ford en Traffic (2000), pues las malas lenguas afirmaban que Ford no era capaz de adaptarse al endiablado ritmo de rodaje que imponía Steven Soderbergh. Douglas ofreció una de sus mejores interpretaciones en que es una de sus películas favoritas, Un día de furia (1993), la historia del oficinista que estalla y paga sus frustraciones recortada en mano. Una película que afirma haber construido a través de su peinado. “A veces encuentras a tu personaje de diferentes maneras y yo encuentro a mis personajes a través de mi pelo”. Sus fans le dan la razón: en internet se puede encontrar una lista de sus películas clasificadas en función de lo genial que luce su cabello.
Acostumbrado a los retos, ha aceptado en el tramo final de su carrera entrar en el universo Marvel como el Gordon Pym de Ant-man, un papel que eligió para no perder el contacto con los espectadores más jóvenes. “La mayoría de mis películas han sido clasificadas para adultos. Disfruto mucho teniendo niños tirando de mi chaqueta, diciendo: ‘¡Hank Pym! ¡Hombre Hormiga!’ Es lo más parecido a la inmortalidad que un actor puede conseguir”, ha declarado.
Si no se le caen los anillos por ponerse frente a un croma, tampoco por volver a la televisión. Ganó el Globo de Oro por interpretar al excesivo Liberace en Behind the candelabra (2013), una historia de amor (su partenaire era Matt Damon) “demasiado gay para Hollywood” y volvió a ganarlo por su papel en la socarrona El método Kominsky (2018), en la que volvía a reunirse con su amiga Kathleen Turner. Hace unos meses le vimos interpretando a Benjamin Franklin en Apple TV y a sus 80 años no tiene intención de retirarse.
Hace días que empezó a celebrar su 80 cumpleaños en Valldemossa, en su adorada Mallorca. “Estoy celebrando mi 80 cumpleaños junto a la gente”, escribió en sus redes sociales. A su lado, Catherine Zeta-Jones, la mujer de la que se enamoró la primera vez que la vio en una pantalla de cine. “Voy a ser el padre de tus hijos”, le dijo en su primera cita. Lo fue. Michael Douglas ha cumplido sus sueños y también muchas de las fantasías de una generación.
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