Ser cultureta cada vez mola menos: las alucinantes metamorfosis del capital cultural

pfeffer.moriah

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¿Sirve la cultura para ligar? Un 57% de la ciudadanía española asegura fijarse en el nivel cultural a la hora de evaluar a posibles parejas sexoafectivas, según el estudio Fnac Voices 2024. No es una cifra exorbitante, pero es una buena noticia: la cultura puede servir para algo tangible. No solo para deleitar los sentidos estéticos o formar ciudadanos críticos que sostengan la democracia... ¡La cultura puede producir sexo!

A pesar de la buena nueva, el capital cultural parece estar devaluándose, o al menos mutando: ser cultureta cada vez importa menos. Hubo un tiempo en el que aportaba distinción: se presumía de leer a Faulkner, de visitar la feria Arco con aplomo o de conocer la filmografía de cineastas con la inicial K (la revista Rockdelux, con fama de cultureta, publicó un informe especial: Kitano, Kaurismäki, Kiarostami, etc.). El glamur de lo gafapasta, y el ansia por alcanzar tal condición, se veía reflejado en la industria editorial.

Por ejemplo, en libros para culturizarse con premura, como el best seller La cultura, todo lo que hay que saber (Taurus, 2002), de Dietrich Schwanitz, o Cómo hablar de los libros que no se han leído (Anagrama, 2008), de Pierre Bayard. En el pequeño Manual de supervivencia en cenas urbanas (Salamandra, 2008), de Sven Ortoli y Michel Eltchaninoff, se explicaba cómo brillar en banquetes y ágapes con una conversación chispeante y erudita.

Demostrar cultura no genera hoy tantos quebraderos de cabeza: un 67% de los encuestados por la Fnac dicen no sentir culpabilidad por “no conocer el tema del que se está hablando o no poder aportar nada de valor a la conversación”. Además, el 90% asegura no mentir sobre sus gustos culturales, sean cuales sean. Solo un 8% reconoce haber hecho eso que todos hemos hecho alguna vez: fingir para parecer más interesante. La difuminación entre alta y baja cultura, propia de la posmodernidad, y la devaluación del capital cultural tal y como se entendía hace que no vivamos buenos tiempos para el esnobismo.

Marcello Mastroianni, en 'Fellini 8 1/2'.

“El capital cultural está siendo reemplazado por lo que puede denominarse capital subcultural”, explica Carles Feixa, catedrático de Antropología Social de la Universidad Pompeu Fabra. Ya el sociólogo Pierre Bourdieu había teorizado sobre ese capital cultural: desde los modales hasta los títulos universitarios, pasando por las lecturas acumuladas, los conocimientos filosóficos o el gusto musical, todo colabora al éxito económico y social. De hecho, ese capital, según Bourdieu, ha sido utilizado tradicionalmente por las clases dominantes para justificar su dominio sobre las dominadas. La cultura, así entendida, ayuda a la reproducción de la estructura de clases de la sociedad.

La importancia de las subculturas​


El capital subcultural, a diferencia del cultural, se basa en la cultura popular o las redes sociales, y es transversal en términos de clase: lo cultivan las clases altas y las bajas. El nuevo escenario tiene lados más brillantes que otros, según Carles Feixa: en la parte positiva está el cuestionamiento del elitismo y el aprecio de la diversidad cultural. En la negativa, la desconfianza en la educación como forma de ascenso social y la banalización de la alta cultura. “Muchos jóvenes no encuentran lo que les importa en las instituciones educativas ni en las instituciones culturales de prestigio, tampoco en los medios de comunicación hegemónicos, sino que lo aprenden en las subculturas juveniles a través del ocio, las redes sociales y los contactos personales”, afirma el antropólogo.

Levantar la ceja y hacer comentarios sesudos sobre arte contemporáneo ya no aporta distinción porque la democratización de internet hace la cultura accesible y no solo reservada a los más formados (los que poseen tiempo y recursos para formarse) o los más curiosos. O porque los conocimientos ahora más valorados, tanto en la academia como en la calle, no son los humanistas o artísticos, sino los relacionados con la tecnología, la creatividad digital o el emprendimiento. Resolver problemas luce más que acumular erudición. Hacer TikTok es socialmente más rentable que comentar la programación de la Filmoteca.

El cine Doré, en Madrid, sede de la Filmoteca Nacional, lugar de peregrinaje para cinéfilos.

“Creo que el capital cultural se sigue utilizando como forma de distinción, siguiendo el patrón de Bourdieu, pero la manera en que esto sucede se ha ido complejizando y hace difícil identificar esas formas”, dice Fernán del Val, profesor de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) especializado en Sociología de la Música. Cita los debates generados desde los años 90, cuando el sociólogo estadounidense Richard Peterson se percató de que las clases altas también consumían cultura popular, convirtiéndose en omnívoros culturales, concepto que tuvo éxito en la academia. Las clases altas pican de todo.

Cultura en la batidora​


La cultura entró en la batidora. Se hicieron borrosas las fronteras y se produjo un trasvase de públicos y consideraciones. Nuevos ritmos y estilos, modernos y urbanos, más allá de la balada o la música ligera, fueron calando en Operación Triunfo o Eurovisión. Y se convirtieron en espectáculos para todos los públicos, que no penalizaban culturalmente. Los festivales de música indie, antes terreno alternativo, emergieron como fenómeno de masas. Y productos antes denostados por las personas cultas y modernas, pongamos los considerados telebasura (como Sálvame o La isla de las tentaciones), fueron celebrados en todos los estamentos. Aunque fuera en modo irónico...

Esto, las prácticas culturales, son importantes: además del producto es preciso observar el uso. Las clases altas pueden utilizar el reguetón para perrear en la discoteca, mientas las clases populares, especialmente los jóvenes migrantes, pueden considerarlo como una forma de identidad. “Aunque todos consumamos lo mismo, no lo consumimos de la misma manera”, dice Del Val. Así, el consumo de cultura popular (series, pop, fútbol) es hoy transversal. “Pero los críticos de Richard Peterson señalan que dentro de lo popular también hay jerarquías”, señala el sociólogo, “por ejemplo, no tiene el mismo pedigrí cultural la música de Melendi que la de Wilco”. Mientras que el cantante asturiano es cultura popular para las masas, la banda estadounidense es consumida por paladares más finos y cultivados.

Concierto de la banda norirlandesa de 'indie' pop Two Door Cinema Club, en el FIB Benicàssim.

Élites e intelectualidad​


“La figura del intelectual que se planteaba debates de gran calado, en los que aparecían cuestiones literarias o musicales ha desaparecido. Ha sido sustituido por otro tipo de opinólogo que ni quiere ni está en condiciones de desarrollar una visión de la realidad capaz de reflejar su complejidad o de dar cuenta de los avances intelectuales y científicos en los temas que aborda”, señala Aina D. López Yáñez, profesora de Sociología de la Cultura en la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Ve en ello una devaluación del capital cultural en los medios de comunicación: es, por ejemplificarlo en la televisión, el paso del juicioso programa La Clave de José Luis Balbín, de prosodia erudita y sosegada, al debate espectacular y bombástico de lo que fue La Sexta Noche.

Pero la distinción cultural bourdieuana sigue funcionando entre las élites, según la socióloga: “Sabemos que en el acceso a ciertos bufetes de abogados, también al mundo de los negocios, se tiene en cuenta el capital cultural”. En las cenas y cócteles de las élites la alta cultura (música clásica, alta literatura, arte contemporáneo, jazz) sigue ejerciendo su papel segregador. Eso sí, esas élites se han hecho más tolerantes culturalmente: es menos frecuente expresar la aversión a formas de cultura popular. Hablar mal del reguetón es deporte nacional, pero también puede ser considerado como clasista o racista. “Ha aumentado la tolerancia a las prácticas culturales masivas”, dice la socióloga, “al tiempo que la globalización y el cosmopolitismo han obligado a ser más empáticos con las formas culturales de otros lugares”.

Aun así, las clases altas suelen estar más vinculadas a la cultura oficial. El interés por las formas más vanguardistas y experimentales, o por el underground, es más común en el grupo de los creadores culturales, así como la mezcla de alta y baja cultura. El primer violín de una orquesta sinfónica no tiene por qué tener reparos en asistir a una sesión de música electrónica de baile. La facilidad de acceso a la cultura hace que el gusto sea más ecléctico y que ese eclecticismo sea un valor.

Jeff Tweedy, líder de Wilco.

Hoy suena raro, pero, de tan extendida, la figura del cultureta llegó a ser objeto de parodia y se convirtió en un cliché. En el cómic Cooltureta (Lumen, 2014) la dibujante Moderna de Pueblo narraba la vida de un gafapasta que lidia con amigotes mainstream, reivindica el papel frente al libro electrónico, busca novia con bici vintage y frecuenta bares bohemios y cines en versión original. La serie Ciudad K (RTVE, 2012) retrataba “la ciudad con el cociente intelectual más alto del mundo”, donde los guardias de tráfico entienden de dadaísmo, los culturistas escriben poesía y las abuelitas debaten sobre videoarte. También hubo críticas razonadas, como el ensayo Indies, hipsters y gafapastas, crónica de una dominación cultural (Capitán Swing, 2014), de Víctor Lenore, que puso sobre la mesa, con éxito, el debate acerca del esnobismo y el rechazo de lo popular. Hoy no se parodia porque no suele parodiarse lo irrelevante, aunque ha habido corrientes que han reivindicado la distinción cultural. Por ejemplo, circula un meme del cineasta John Waters donde se lee: “Necesitamos que los libros vuelvan a molar. Si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te lo folles”.

El esnobismo que hoy es motivo de burla, sin embargo, se basa más bien en la alimentación saludable, las prácticas ecológicas y la vida activa, y se asocia a las mismas élites progresistas a las que antes se asociaba lo cultureta. En las jóvenes generaciones se promueven otros valores relacionados con la fama, el éxito y el dinero, o con las estéticas macarrillas y barriales, todo ello reivindicado en la música urbana: es bueno parecer malo. Dar un pelotazo. Presumir de billetes. De haber llegado arriba. Además, las subculturas, o lo underground, han dejado de resultar distinguidas frente a lo mainstream, la cultura comercial y de masas: ya no importa tanto estar en el ajo de lo subterráneo. Por cierto: La Oreja de Van Gogh, una banda rechazada en la alternatividad cultureta por comercial y cursi, ahora es reivindicada. Las cosas están cambiando.

El músico C. Tangana.

“Las nuevas generaciones son más proclives al mainstream”, dice Del Val, “lo ejemplifican los casos de tiburones de la industria como Rosalía o C. Tangana, que tienen claro desde el principio que quieren petarlo sin pagar el peaje del underground”. No es solo que internet haya diluido las fronteras entre esos circuitos, sino que se ha operado un cambio de valores. Si antes lo alternativo y subterráneo molaba como una forma de distinción para los que conocen eso tan especial que no llegaba a las masas; ahora se trata de participar en los fenómenos masivos que marcan la época. Por parte de los artistas, el objetivo es llegar a la máxima audiencia posible. Importa estar presente en un evento memorable: un concierto de Taylor Swift en el Santiago Bernabéu. Ponerlo en Instagram.

“Tal vez se dé ahora otro tipo de underground más relacionado con la escena de la electrónica y la experimentalidad, en géneros como el drill o el trap. Un underground desconocido para las generaciones mayores, menos basado en la música de guitarras”, reconoce el sociólogo. Por ejemplo, las corrientes que se describen en el libro Gritos de neón (Caja Negra), de Kit Mackintosh. O el movimiento Free Party, la cultura rave, que realiza de manera autogestionada y horizontal fiestas ilegales en espacios rurales o abandonados.

“El gafapasta, aquella figura progresista de la cultura, enrollada, moderna, ha sido sustituida por algo más abierto en los consumos culturales, más desprejuiciado, y ligado a movimientos como el Black Live Matters o el feminismo, que han cambiado la estética desde la ética”, subraya Del Val. “Y quizás en esto haya una nueva forma de elitismo”.

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