Scheherezade en Roma

Kelsie_Rohan

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K. —nunca sabremos su nombre completo— sigue sentado frente a una máquina de escribir que no utilizará. Es el 17 de octubre de 1943 y “monseñor F.” y él se encuentran en el Vaticano. A pocos kilómetros de allí, las SS preparan la deportación de los judíos de Roma, que tendrá lugar al día siguiente. Y “monseñor F.”, que es un “antiguo miembro del servicio diplomático papal” quiere saber qué sucedió unas horas antes en las habitaciones de Friedrich Pollak y por qué el historiador del arte de origen austríaco no está con ellos. ¿Qué lo llevó a no aceptar la ayuda que le ofrecía el Vaticano? ¿Cuál es la causa de que la corte pontificia se la ofreciera? ¿Por qué Pollak renunció a salvarse?

Hans von Trotha (1965) es historiador y periodista, y responde a estas preguntas en El brazo de Pollak, su segunda novela. Von Trotha no es un estilista —su prosa es tan solo funcional—, tal vez se exceda en las acotaciones teatrales —“Monseñor, en su día un hombre espigado y ahora un tanto encorvado, pero de apariencia aún robusta, está sentado en una butaca de espaldas a la puerta, junto al escritorio de madera oscura, que claramente forma parte del mobiliario desde hace mucho tiempo; el catedrático de instituto está sentado frente a él en una butaca similar aunque no de idéntica construcción”...— y tiende a extenderse en cosas que uno desearía creer —pero no puede afirmarlo con certeza— que son bien conocidas por todos: el affaire Dreyfus, el trabajo museístico de Wilhelm von Bode, la existencia de la población judía de Praga en las primeras décadas del siglo XX, las opiniones de Goethe sobre Roma, etcétera.

Si no es posible salvarnos a todos —concluye Pollak—, entonces todos debemos perecer. Como Scheherezade, narra y narra para salvar algo, pero no a sí mismo

Pero si su novela resulta tan cautivadora es porque la historia que cuenta es real. Friedrich Pollak rechazó la ayuda que le ofreció el Vaticano en pago por contribuciones determinantes a sus colecciones museísticas y fue deportado a Auschwitz-Birkenau con su mujer y sus hijos. En dos oportunidades le ofrecieron escapar del destino de los judíos de Roma. En ambas ocasiones se negó a hacerlo. “¿Por qué está usted aquí [...], nada menos que en mi casa y no en la de otro? ¿O irá usted a casa de los demás, de todos los demás, antes de que se los lleven?”, le hace preguntar el autor. Si no es posible salvarnos a todos —concluye Pollak—, entonces todos debemos perecer. Como Scheherezade, narra y narra para salvar algo, pero no a sí mismo.

No hay muchas historias de un heroísmo sin estridencias como la suya. Tampoco hay muchas estatuas como el Laocoonte de los Museos Vaticanos (“Una ola petrificada en el instante en que rompe en la orilla”, la llamó Goethe). Pollak encontró en 1905 su brazo perdido, y ese brazo —que no apunta hacia el cielo en un gesto de desafío, sino que se encoge, atravesado por el dolor y por la impotencia— se convierte en este libro en una metáfora de la condición humana. Del mismo modo, la historia de su descubridor deviene la de los judíos y su extraordinaria contribución a la cultura europea, así como la del acorralamiento que comenzaron a sufrir mucho antes de que los asesinaran. Por El brazo de Pollak desfilan figuras históricas que su protagonista conoció, como Auguste Rodin, Richard Strauss, Gerhart Hauptmann y el magnate J.P. Morgan. Lo mejor es que, al final del libro, Pollak continúa siendo un enigma para los personajes y para el lector. No es solo una figura del “mundo de ayer” del que escribió Stefan Zweig, sino también una de esas personas extraordinarias —y, por lo tanto, tan difíciles de comprender— que, enfrentadas al horror sistematizado en nombre de un prejuicio, prefirieron, a la salvación personal, la del testimonio y las ideas.

‘El brazo de Pollak’, Hans von Trotha. Traducción de Jorge Seca. Periférica, 2024. 168 páginas. 18 euros.

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