Henriette_Murphy
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Santi Rivas (44 años, Madrid) tiene claro por qué le sigue la gente en las redes. “Porque bebo mucho mejor que ellos”, dice con una sonrisa. Este jurista especializado en banca, que dejó su trabajo como gestor de riesgo para varios fondos de inversión, se ha convertido en uno de los divulgadores de vino con más personalidad en España. Rivas acaba de publicar su segundo libro, Vinos gentrificados (Muddy Waters), que sigue al exitoso Deja todo o deja el vino (que va por su séptima edición), dos obras que ahondan en su particular visión de lo que es el wineloverismo, como le encanta decir refiriéndose al movimiento de los amantes del vino.
Este segundo ensayo aborda conceptos como vinos de culto y vinos gentrificados, sin perder el humor y el lenguaje accesible, que siempre le han sido característicos. Desde su espacio en Instagram (donde cuenta con más de 27.000 seguidores), bajo el nombre de Colectivo Decantado, o en el programa gastronómico de la Cadena Ser, conducido por Carlos G. Cano, Rivas ha sido capaz de hablar de tendencias, sumilleres, bodegas o bares de vino.
Pregunta. ¿Cómo definiría la gentrificación en el mundo del vino?
Respuesta. Es el fenómeno por el cual un vino que se vuelve de culto empieza a alcanzar precios inalcanzables, desplazando a quienes lo bebían desde el principio. Es como en los barrios: cuando el alto poder adquisitivo se apodera de algo, los precios suben y te expulsan, metafóricamente hablando. En el mundo del vino, pasa algo similar. Los vinos que antes eran accesibles se convierten en productos de lujo para unos pocos.
P. ¿Puede darme un ejemplo reciente de esto?
R. Sí, por ejemplo, cuando a veces me da por hablar de vinos que me gustan, como es el caso del Barbera d’Alba de Cascina delle Rose, un vino del Piamonte que se encuentra muy bien de precio, a unos 25 euros. Pues bien, hay gente del sector que me suele comentar: “Por favor, Santi, no lo divulgues tanto, que nos lo gentrifican”. Y es verdad, si se populariza, la siguiente añada costará el doble. Es como un ciclo: cada año, algunos vinos desaparecen de nuestro alcance a los precios que salieron y se hacen un poco más inaccesibles.
P. ¿Y qué características debe tener un vino para convertirse en un vino de culto?
R. Lo primero es que debe estar bueno, sin lugar a dudas. No importa el marketing, el storytelling ni las estrategias de marca. Un vino de culto no se construye artificialmente; necesita calidad real. Luego, claro, influyen ciertas condiciones heurísticas. Tiene que ser bueno y tener algo que conecte con las tendencias o con lo que la gente quiere proyectar.
P. ¿Estar a la moda es esencial?
R. Es importante, pero no es algo determinante. Los vinos que triunfan lo hacen porque, de alguna manera, capturan el espíritu del momento. Es como en criminología, analizar patrones y entender qué hace que un vino se convierta en un objeto de deseo.
P. ¿Y qué más se necesita?
R. Tienes que considerar ciertos elementos del gusto y otros sociológicos. Del gusto, por ejemplo, lo ideal es que tenga una variedad autóctona, algo que evoque autenticidad. No tiene el mismo encanto probar una Cabernet Sauvignon de Albacete que una Bobal, ¿no? Si quiero Cabernet, me voy a Burdeos. Pero ojo, hay regiones que por historia enológica no tienen variedades autóctonas y les ha funcionado bien con otras. Todo es una cuestión de contexto y de xenofobia ampelográfica.
P. ¿Perdón?
R. La xenofobia ampelográfica es un término que me gusta usar para referirme al rechazo o desprecio hacia las variedades de uva extranjeras o no autóctonas en una región vitivinícola.
P. ¿La región también importa para que un vino se gentrifique más rápido?
R. Claro, hay regiones que te bonifican y otras que te lastran. Cebreros (Ávila), por ejemplo, es una región que suma puntos automáticamente: es pequeña, produce tintos frescos y tiene una historia atractiva. Por el contrario, Cigales (Valladolid) lo tiene complicado. Antes se sostenía por la cantidad de consumidores, pero ahora, con las nuevas generaciones que beben menos y buscan otras cosas, esa ventaja desaparece.
P. Todo esto parece cuestión de suerte o, como también ha dicho, que a algún famoso le dé por un vino.
R. A veces es porque un sumiller estrella lo recomienda, o porque un famoso, como Dua Lipa, que por cierto bebe muy bien, se hace una foto con ese vino. Es algo tan sencillo y tonto como eso, pero puede cambiarlo todo. Dua Lipa, que es una iniciada, por ejemplo, adora Partida Creus, y eso ha dado un empujón brutal a la marca.
P. En el libro también detalla las diferencias entre “civiles” e “iniciados” en el mundo del vino. ¿Podría explicar esa diferencia?
R. Claro. Un civil es alguien que bebe por beber, sin más. Considera el vino un acompañamiento, algo necesario para una celebración o para disfrutar de una comida sin pensar demasiado en lo que está bebiendo. Son las personas que te dicen: “Ayer bebí un vino de puta madre”, pero no se acuerdan del nombre. No le hacen fotos ni le dan mayor importancia.
Un iniciado, en cambio, es todo lo contrario. Bebe vinos que le dicen algo, que representan su identidad o sus gustos. Es alguien que busca pertenecer a un círculo, casi como una secta. Hay algo casi mágico en esto, una especie de nigromancia, porque estamos hablando de compartir historias y significados. Un vino bien elegido te puede decir mucho, y lo usas casi como un código.
P. ¿Cómo afecta la gentrificación a la cultura del vino y a los pequeños productores?
R. La gentrificación, aunque parezca algo extraño, también tiene su lado positivo. Para muchas bodegas, es cuestión de adaptarse o morir. Algunas han conseguido dar el salto reduciendo la producción y aumentando su prestigio, como Viña Zorzal. Pasaron de un millón de botellas a 250.000, pero ahora lo venden todo a precios más altos y tienen reconocimiento.
Ese es un modelo que van a tener que seguir muchas bodegas. Las pequeñas bodegas que producen de manera sensata, entre 20.000 y 100.000 botellas, pueden mantenerse si logran captar el interés de los iniciados. Es un equilibrio delicado, pero necesario para sobrevivir en este mercado.
P. ¿Cuál es el impacto de los winebars (bares de vinos) y sumilleres como agentes gentrificadores?
R. Los winebars son clave. Son puntos de encuentro donde la gente empieza a preguntarse qué beben los que saben. Tienen un poder enorme para educar y prescribir. Pero ahora su influencia va más allá de lo presencial. A través de redes sociales y recomendaciones online, pueden hacer que un vino se convierta en objeto de culto sin que ni siquiera tengas que ir al bar. Se ha vuelto un fenómeno global. Al final, el iniciado en Madrid, Roma, o Los Ángeles, todos beben las mismas referencias. Y eso es fascinante.
P. ¿Cómo funciona el fenómeno de la especulación y por qué es tan importante entenderlo en el contexto actual del vino?
R. Empecemos desde lo básico. Un productor hace un vino increíble y limitado, digamos unas 20.000 botellas. El vino se vuelve de culto en Francia, por ejemplo, y de repente empiezan a interesarse otros mercados: España, Italia, Estados Unidos... Pero la producción sigue siendo la misma. ¿Qué pasa? Que esas 20.000 botellas, que antes abastecían bien a un país, ahora deben repartirse entre muchos, y de repente hay escasez. El distribuidor ve la oportunidad y dice: “¿Vale 50 euros? A ver si lo vendo por 150″ ¡Y lo vende! Así empieza la especulación. El productor quizás sube el precio, pero solo un poco, porque suele sentirse ligado a los distribuidores que lo apoyaron desde el principio. Pero en algún punto de la cadena, alguien aprovecha y dice: “Si no especulo yo, lo hará otro”. Y ahí es donde vemos precios disparatados.
P. Menciona casos como los de los viticultores Kenjiro Kagami o Richard Leroy. ¿Por qué son ejemplos tan claros?
R. Kenjiro es un caso extremo. Su vino sale a 60 euros en bodega y en el mercado secundario puede llegar a los 2.000 euros. Es una inversión brutal. Y no es que necesites almacenarlo por años, no. Puedes venderlo en cuanto lo tengas. De hecho, podrías comprarlo y enviarlo directamente a quien te lo compre, ¡sin tocar la botella!
P. También nombra a José Luis Mateo, que tiene una mirada muy personal respecto a este fenómeno.
R. Sí, José Luis Mateo es fascinante. Es una bodega de culto que no se da cuenta de que lo es. Cuando lo visité, estaba preocupado por si no vendía toda la producción, porque había hecho una pausa de dos años. Le dije: “No solo lo vas a vender todo, sino que pronto la gente especulará con tus botellas”. Y así fue. Hoy sus vinos han doblado en precio.
P. Vinos gentrificados también reflexiona sobre el futuro del consumo del vino. ¿Cuál es su visión para los próximos años?
R. En mi libro anterior, predije que la gentrificación y el encarecimiento del vino se acelerarían, pero no imaginaba que sería tan rápido. Hoy veo que va peor de lo que pensé. Aunque no todo es boyante. Burdeos, por ejemplo, está empezando a ajustarse. Solían tener vinos que había que guardar 15 años, pero eso ya no funciona. Ahora la gente quiere inmediatez. Y si Burdeos empieza a bajar precios, podría afectar a vinos españoles de lujo. Es una anomalía del mercado que podría cambiar las reglas.
1. El gran ejemplo de la gentrificación: Initial Blanc de Blancs Grand Cru, de Jacques Selosse, es el ejemplo perfecto de champán gentrificado. En 2002 lo bebía en Augé, en París, por 35 euros la botella. Hoy cuesta 500 euros. Aunque Anselmé Selosse saca esto de bodega a 60 euros, ha sido completamente gentrificado.
2. El vino del atajo: Les Varrons Vielles Vignes, de Ganevat, es el ejemplo de atajo que provoca mofa en el sector: cualquiera que empieza y quiere parecer experto, pone un Ganevat en la mesa. Es el vino obvio dentro del culto. A veces ya no sabemos si quien lo muestra realmente sabe o simula saber.
3. La nueva ola de culto en Rioja: Ribas Parcela La Cóncova 2022, de José Gil Camino, aún no está gentrificado, pero ya es parte del culto. Representa la nueva ola de Rioja, proyectos que no temen lanzar vinos a 60 o 70 euros desde sus primeras añadas. Antes, esto era impensable sin una marca reconocida. Ahora, sí está bueno, el mercado lo acepta.
4. El primer fino unicornizado: La Barajuela Fino 2014, de Luis Pérez, es un fino que rompió todas las reglas. Antes, un fino a más de 15 euros era inimaginable. La Barajuela salió a 60-70 euros, y se vendió todo. Esto fue en torno a 2013, el primer fino que se unicornizó y del que se especula. Siempre hay que mirar a Jerez para ver el futuro.
5. El culto por escasez: Chanselus Castes Brancas, de Bernardo Estévez, es un ejemplo de hiperculto. Chanselus es pura ‘gallegada’, muy bueno, pero con poquísimas botellas. Antes lo bebía por 30-35 euros; ahora cuesta 60. Aquí el culto nace de la escasez, y eso lo hace único.
6. El culto por extinción: Cal Blanco 2020, de Verónica Ortega, ha generado culto porque ya no existe. Verónica Ortega perdió la viña, y eso ha contagiado el interés por sus otros vinos. Esto puede estar ahora en 70 euros, aunque valía 30 cuando apareció. Es como cuando un artista muere: lo que desaparece, se revaloriza.
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Este segundo ensayo aborda conceptos como vinos de culto y vinos gentrificados, sin perder el humor y el lenguaje accesible, que siempre le han sido característicos. Desde su espacio en Instagram (donde cuenta con más de 27.000 seguidores), bajo el nombre de Colectivo Decantado, o en el programa gastronómico de la Cadena Ser, conducido por Carlos G. Cano, Rivas ha sido capaz de hablar de tendencias, sumilleres, bodegas o bares de vino.
Pregunta. ¿Cómo definiría la gentrificación en el mundo del vino?
Respuesta. Es el fenómeno por el cual un vino que se vuelve de culto empieza a alcanzar precios inalcanzables, desplazando a quienes lo bebían desde el principio. Es como en los barrios: cuando el alto poder adquisitivo se apodera de algo, los precios suben y te expulsan, metafóricamente hablando. En el mundo del vino, pasa algo similar. Los vinos que antes eran accesibles se convierten en productos de lujo para unos pocos.
P. ¿Puede darme un ejemplo reciente de esto?
R. Sí, por ejemplo, cuando a veces me da por hablar de vinos que me gustan, como es el caso del Barbera d’Alba de Cascina delle Rose, un vino del Piamonte que se encuentra muy bien de precio, a unos 25 euros. Pues bien, hay gente del sector que me suele comentar: “Por favor, Santi, no lo divulgues tanto, que nos lo gentrifican”. Y es verdad, si se populariza, la siguiente añada costará el doble. Es como un ciclo: cada año, algunos vinos desaparecen de nuestro alcance a los precios que salieron y se hacen un poco más inaccesibles.
P. ¿Y qué características debe tener un vino para convertirse en un vino de culto?
R. Lo primero es que debe estar bueno, sin lugar a dudas. No importa el marketing, el storytelling ni las estrategias de marca. Un vino de culto no se construye artificialmente; necesita calidad real. Luego, claro, influyen ciertas condiciones heurísticas. Tiene que ser bueno y tener algo que conecte con las tendencias o con lo que la gente quiere proyectar.
P. ¿Estar a la moda es esencial?
R. Es importante, pero no es algo determinante. Los vinos que triunfan lo hacen porque, de alguna manera, capturan el espíritu del momento. Es como en criminología, analizar patrones y entender qué hace que un vino se convierta en un objeto de deseo.
P. ¿Y qué más se necesita?
R. Tienes que considerar ciertos elementos del gusto y otros sociológicos. Del gusto, por ejemplo, lo ideal es que tenga una variedad autóctona, algo que evoque autenticidad. No tiene el mismo encanto probar una Cabernet Sauvignon de Albacete que una Bobal, ¿no? Si quiero Cabernet, me voy a Burdeos. Pero ojo, hay regiones que por historia enológica no tienen variedades autóctonas y les ha funcionado bien con otras. Todo es una cuestión de contexto y de xenofobia ampelográfica.
P. ¿Perdón?
R. La xenofobia ampelográfica es un término que me gusta usar para referirme al rechazo o desprecio hacia las variedades de uva extranjeras o no autóctonas en una región vitivinícola.
P. ¿La región también importa para que un vino se gentrifique más rápido?
R. Claro, hay regiones que te bonifican y otras que te lastran. Cebreros (Ávila), por ejemplo, es una región que suma puntos automáticamente: es pequeña, produce tintos frescos y tiene una historia atractiva. Por el contrario, Cigales (Valladolid) lo tiene complicado. Antes se sostenía por la cantidad de consumidores, pero ahora, con las nuevas generaciones que beben menos y buscan otras cosas, esa ventaja desaparece.
P. Todo esto parece cuestión de suerte o, como también ha dicho, que a algún famoso le dé por un vino.
R. A veces es porque un sumiller estrella lo recomienda, o porque un famoso, como Dua Lipa, que por cierto bebe muy bien, se hace una foto con ese vino. Es algo tan sencillo y tonto como eso, pero puede cambiarlo todo. Dua Lipa, que es una iniciada, por ejemplo, adora Partida Creus, y eso ha dado un empujón brutal a la marca.
P. En el libro también detalla las diferencias entre “civiles” e “iniciados” en el mundo del vino. ¿Podría explicar esa diferencia?
R. Claro. Un civil es alguien que bebe por beber, sin más. Considera el vino un acompañamiento, algo necesario para una celebración o para disfrutar de una comida sin pensar demasiado en lo que está bebiendo. Son las personas que te dicen: “Ayer bebí un vino de puta madre”, pero no se acuerdan del nombre. No le hacen fotos ni le dan mayor importancia.
Un iniciado, en cambio, es todo lo contrario. Bebe vinos que le dicen algo, que representan su identidad o sus gustos. Es alguien que busca pertenecer a un círculo, casi como una secta. Hay algo casi mágico en esto, una especie de nigromancia, porque estamos hablando de compartir historias y significados. Un vino bien elegido te puede decir mucho, y lo usas casi como un código.
P. ¿Cómo afecta la gentrificación a la cultura del vino y a los pequeños productores?
R. La gentrificación, aunque parezca algo extraño, también tiene su lado positivo. Para muchas bodegas, es cuestión de adaptarse o morir. Algunas han conseguido dar el salto reduciendo la producción y aumentando su prestigio, como Viña Zorzal. Pasaron de un millón de botellas a 250.000, pero ahora lo venden todo a precios más altos y tienen reconocimiento.
Ese es un modelo que van a tener que seguir muchas bodegas. Las pequeñas bodegas que producen de manera sensata, entre 20.000 y 100.000 botellas, pueden mantenerse si logran captar el interés de los iniciados. Es un equilibrio delicado, pero necesario para sobrevivir en este mercado.
P. ¿Cuál es el impacto de los winebars (bares de vinos) y sumilleres como agentes gentrificadores?
R. Los winebars son clave. Son puntos de encuentro donde la gente empieza a preguntarse qué beben los que saben. Tienen un poder enorme para educar y prescribir. Pero ahora su influencia va más allá de lo presencial. A través de redes sociales y recomendaciones online, pueden hacer que un vino se convierta en objeto de culto sin que ni siquiera tengas que ir al bar. Se ha vuelto un fenómeno global. Al final, el iniciado en Madrid, Roma, o Los Ángeles, todos beben las mismas referencias. Y eso es fascinante.
P. ¿Cómo funciona el fenómeno de la especulación y por qué es tan importante entenderlo en el contexto actual del vino?
R. Empecemos desde lo básico. Un productor hace un vino increíble y limitado, digamos unas 20.000 botellas. El vino se vuelve de culto en Francia, por ejemplo, y de repente empiezan a interesarse otros mercados: España, Italia, Estados Unidos... Pero la producción sigue siendo la misma. ¿Qué pasa? Que esas 20.000 botellas, que antes abastecían bien a un país, ahora deben repartirse entre muchos, y de repente hay escasez. El distribuidor ve la oportunidad y dice: “¿Vale 50 euros? A ver si lo vendo por 150″ ¡Y lo vende! Así empieza la especulación. El productor quizás sube el precio, pero solo un poco, porque suele sentirse ligado a los distribuidores que lo apoyaron desde el principio. Pero en algún punto de la cadena, alguien aprovecha y dice: “Si no especulo yo, lo hará otro”. Y ahí es donde vemos precios disparatados.
P. Menciona casos como los de los viticultores Kenjiro Kagami o Richard Leroy. ¿Por qué son ejemplos tan claros?
R. Kenjiro es un caso extremo. Su vino sale a 60 euros en bodega y en el mercado secundario puede llegar a los 2.000 euros. Es una inversión brutal. Y no es que necesites almacenarlo por años, no. Puedes venderlo en cuanto lo tengas. De hecho, podrías comprarlo y enviarlo directamente a quien te lo compre, ¡sin tocar la botella!
P. También nombra a José Luis Mateo, que tiene una mirada muy personal respecto a este fenómeno.
R. Sí, José Luis Mateo es fascinante. Es una bodega de culto que no se da cuenta de que lo es. Cuando lo visité, estaba preocupado por si no vendía toda la producción, porque había hecho una pausa de dos años. Le dije: “No solo lo vas a vender todo, sino que pronto la gente especulará con tus botellas”. Y así fue. Hoy sus vinos han doblado en precio.
P. Vinos gentrificados también reflexiona sobre el futuro del consumo del vino. ¿Cuál es su visión para los próximos años?
R. En mi libro anterior, predije que la gentrificación y el encarecimiento del vino se acelerarían, pero no imaginaba que sería tan rápido. Hoy veo que va peor de lo que pensé. Aunque no todo es boyante. Burdeos, por ejemplo, está empezando a ajustarse. Solían tener vinos que había que guardar 15 años, pero eso ya no funciona. Ahora la gente quiere inmediatez. Y si Burdeos empieza a bajar precios, podría afectar a vinos españoles de lujo. Es una anomalía del mercado que podría cambiar las reglas.
Tipos de vinos, según el momento en el que se encuentran ahora
1. El gran ejemplo de la gentrificación: Initial Blanc de Blancs Grand Cru, de Jacques Selosse, es el ejemplo perfecto de champán gentrificado. En 2002 lo bebía en Augé, en París, por 35 euros la botella. Hoy cuesta 500 euros. Aunque Anselmé Selosse saca esto de bodega a 60 euros, ha sido completamente gentrificado.
2. El vino del atajo: Les Varrons Vielles Vignes, de Ganevat, es el ejemplo de atajo que provoca mofa en el sector: cualquiera que empieza y quiere parecer experto, pone un Ganevat en la mesa. Es el vino obvio dentro del culto. A veces ya no sabemos si quien lo muestra realmente sabe o simula saber.
3. La nueva ola de culto en Rioja: Ribas Parcela La Cóncova 2022, de José Gil Camino, aún no está gentrificado, pero ya es parte del culto. Representa la nueva ola de Rioja, proyectos que no temen lanzar vinos a 60 o 70 euros desde sus primeras añadas. Antes, esto era impensable sin una marca reconocida. Ahora, sí está bueno, el mercado lo acepta.
4. El primer fino unicornizado: La Barajuela Fino 2014, de Luis Pérez, es un fino que rompió todas las reglas. Antes, un fino a más de 15 euros era inimaginable. La Barajuela salió a 60-70 euros, y se vendió todo. Esto fue en torno a 2013, el primer fino que se unicornizó y del que se especula. Siempre hay que mirar a Jerez para ver el futuro.
5. El culto por escasez: Chanselus Castes Brancas, de Bernardo Estévez, es un ejemplo de hiperculto. Chanselus es pura ‘gallegada’, muy bueno, pero con poquísimas botellas. Antes lo bebía por 30-35 euros; ahora cuesta 60. Aquí el culto nace de la escasez, y eso lo hace único.
6. El culto por extinción: Cal Blanco 2020, de Verónica Ortega, ha generado culto porque ya no existe. Verónica Ortega perdió la viña, y eso ha contagiado el interés por sus otros vinos. Esto puede estar ahora en 70 euros, aunque valía 30 cuando apareció. Es como cuando un artista muere: lo que desaparece, se revaloriza.
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