schaden.bryce
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Esta es la historia de un Cupido sin sus flechas, o algo así. El cotizado angelote se las debió de dejar en casa una mañana de amores imposibles como quien se deja el paraguas una tarde de lluvia. Mal negocio. A trabajar se va con las herramientas necesarias.
Corría un día de agosto de 1977, segundo año de gloria tras la muerte del generalísimo, cuando Rodrigo Muñoz, un artistazo ensimismado que había nacido en Tánger en 1953 y que vivía en un sótano de la madrileña calle de la Madera “donde brincaban las ratas”, cogió el bañador, la toalla y el metro y se plantó en la piscina del Lago de la Casa de Campo. Cuando se paró a descansar apoyado en el borde de la pileta después de unas cuantas brazadas, vio a Dios. O creyó ver a Dios. O al menos a su Dios. Aquella divinidad carnal, barbuda y peluda de sábado por la mañana que atendía al nombre de Manuel ni se fijó en él. Él en ella, sí. Seguramente ya estaba preguntándose Rodrigo, sin siquiera saberlo, dónde diantre estaban las dichosas flechas de Cupido. Se las apañó para entablar conversación —con Manuel, no con Cupido—, no sin antes haber desistido y haberse largado a pillar el metro de vuelta —pobre diablo— para finalmente, ya en el andén, volver sobre sus pasos pensando “¿y si…?”. Y el “si…” se convirtió en “sí”. Allí estaba la divinidad peluda y granadina, esperándolo y dispuesto para la charleta. Aquella noche acabaron juntos en una discoteca de la calle de Atocha, bailando rumbas al son de Los Chunguitos, Manuel mirando los culos de las señoras y Rodrigo mirando el culo de Manuel. Se hicieron amigos. Empezaron a verse con asiduidad, iban a bares, a conciertos, a obras de teatro, a musicales, a ver películas, Rodrigo era carne de farándula; Manuel, un chico de pueblo dispuesto a comerse la gran ciudad; Rodrigo era gay, Manuel tampoco; y el chico de pueblo le dejó claro desde el principio al de ciudad que vale, que amigos para siempre pero amantes para nunca. Pese a todo, Rodrigo se empeñó en demostrarle a Manuel que su mundo no mordía. Pero resulta que su mundo sí mordía.
Un día, seguramente para demostrarle de lo que era capaz por él, Rodrigo llevó a Manuel a ver en el teatro Príncipe el musical ¡Oh, Calcuta!, todo un hito del espectáculo erótico, un auténtico escándalo en aquellos momentos, venga tetas y culos a porrillo sobre el escenario. Él andaba ya por aquel tiempo inmerso en el mundillo de la noche madrileña, con una agenda de lo más apetecible, y cuando acabó el show, le dijo a su amado: “De todas las mujeres que has visto en pelotas sobre el escenario, elige la que más te guste y yo te consigo su teléfono”.
“¡Y todo por agradarle!”, recuerda hoy Rodrigo Muñoz (74 años) sentado en un bar de Granada, la ciudad en la que vive Manuel Lozano (71) y donde los hemos reunido después de 23 años sin verse. El reencuentro de los viejos amigos a la sombra de la Alhambra no fue fácil. Dicen que el tiempo lo cura todo. No es seguro. Puede incluso que a veces hurgue en la herida, o puede que simplemente las personas no seamos capaces de suturar bien ciertas cicatrices. Manuel aceptó el reencuentro pero avisó: no pensaba viajar a Madrid. Rodrigo también lo aceptó, y dijo “sí” a este viaje a Granada. Lo hizo pensativo y tenso. Puede que con miedo. Un miedo que se confirmó en el primer abrazo, en el primer cruzarse de ojos, en la decepción ante lo evidente: aquel amor ni le tocaba ni le miraba, o lo hacía de manera fugaz. Rodrigo prefería insistir en el pasado -aunque reconoce que aquella historia forma parte ya de eso, de la Historia-, Manuel prefería el presente. Uno parecía sentir nostalgia de los días que fueron; el otro, abierta satisfacción por los días que son. Y así no había manera, y así estuvo a punto de irse todo al traste y de que esta idea de reunir a los viejos amigos fuera una mala idea. Hasta que, andando los minutos y las horas, en una callejuela del Albaicín granadino, junto al mirador de San Nicolás, Rodrigo le contó a Manuel su decepción y le imploró: “No te pido mucho…, aunque sea una mirada, aunque sea que me toques”. Y entonces los dos se miraron y se hablaron y se tocaron y rieron. Ahora sí, acababan de reencontrarse de verdad. Luego ya en una terracita sombría, delante de unas cervezas, insistió Rodrigo en los días de vino y rosas: “¿A que no te acuerdas de aquella tarde que fuimos al cine a ver Muerte en Venecia y en la escena cumbre, cuando más guapo salía el chaval aquel, te quedaste dormido, cabrón?”. El aspirante (al amor), intentándolo todo para que las flechas de Cupido, etcétera, etcétera, etcétera, también llevaba a su Dios a cosas más finas, no todo iban a ser culos y tetas: “Le llevé un día a ver a la compañía de danza y teatro de Lindsay Kemp, que era lo más mariquita que se podía ser, pero buenísimo, de lo mejor que había en aquel momento en los escenarios, y que hacían Notre-Dame-des-Fleurs en el teatro Santa Brígida con música de Pink Floyd, una cosa loquísima. Yo es que le daba una de cal y una de arena para ver si entraba… Pero nunca entró, el tío”. “Sí, me acuerdo, ja, ja, ja”, ríe Manuel, “y también me acuerdo de una noche que me regaló un corazón de barro esculpido y metido en un ataúd pequeñito, y cuando lo abrí y vi lo bien hecho que estaba me dije: ¡Este tío ha matado a alguien y le ha arrancado el corazón para regalármelo!”.
Pero no todo fueron alegrías. Manuel aún recuerda la noche de aquella fiesta maldita. Rodrigo compartía por entonces casa con un amigo muy colgado, cerca de la plaza de Castilla. “Yo estaba viviendo en una residencia para aprendices de mecánica y electricidad, en Moratalaz. Y al lado vivían unas chicas en una residencia de monjas, y yo las invité a una fiesta en casa de Rodrigo. Y cuando llegamos allí, unos amigos suyos a los que había invitado se empezaron a despelotar, y enseguida se pusieron a follar entre ellos, allí, delante de nosotros. Las chicas empezaron a gritar y a llorar y salieron de allí despavoridas, y claro, yo con ellas. Y al día siguiente le dije a Rodrigo: ‘Pero hombre, ¿cómo me haces esto?”.
Y un buen día del verano de 1978, Manuel desapareció. Se fue por ahí por las españas a trabajar en sus instalaciones telefónicas y en sus tendidos eléctricos, primero en Badajoz, luego en Jaén y al final se volvió a Aldeire, su pueblo granadino. Y otro buen día, Rodrigo decidió ir en su busca. Lo localizó y cuando llegó a Aldeire lo vio una tarde viniendo de frente por una carretera, “alto, guapo y maravilloso”…, pero del brazo de una mujer, “una chica guapísima de siete kilómetros de eslora de caderas, vamos, perfecta” (Carmen, la que acabaría siendo su esposa). Entonces Manuel le dijo: “Pero ¿qué haces aquí?”, Y Rodrigo: “Pues no sé, he venido a verte”. Y Manuel: “Mañana tengo que ir a sembrar patatas al campo, vete a verme allí”. Y Rodrigo fue al día siguiente a verle sembrar patatas. Lo contempló de lejos, desde una colina, y se preguntó a sí mismo qué hacía allí, y se dio la vuelta y se volvió para la pensión, y la dueña de la pensión le canturreó: “Vino cantandoooo y se va llorandoooo”, y él creyó que en aquel pueblo todo el mundo le estaba echando, y vio que no pintaba nada allí y entonces cogió la alforja (literal: Rodrigo usa alforjas, lo mismo en aquel viaje maldito a Aldeire que a este de ahora a Granada 46 años después) y regresó a Madrid, fin de la historia, The end.
Entonces, el estudiante de Arquitectura que había dejado la geometría descriptiva por los pinceles y los caballetes volcó su frustración de amor platónico en el arte. En concreto, en una escultura de yeso, papel maché, metacrilato y circuito eléctrico con lamparita de cuarzo incorporada que le llevó seis años y en la que él aparecía —aparece— en el regazo de un Manuel a tamaño natural, desnudo y con unos atributos que para sí los quisieran Nacho Vidal y Rocco Siffredi. En realidad era —es— un autorretrato en el que el autor estaba —está— en el regazo y al mismo tiempo dentro del propio Manuel. La obra fue expuesta en la galería Seiquer durante la segunda edición de Arco, en 1983, y el pitote que montó fue de dimensiones bíblicas, aunque Rodrigo sostiene que en realidad tiene más que ver con la imaginería religiosa que con el espíritu de la Movida: “Es como una piedad pero en descarao”. La obra fue adquirida por un coleccionista británico que se la llevó, primero, a Londres, y después, a Nueva York. El coleccionista murió. Su pareja decidió devolvérsela a Rodrigo, y aunque la escultura estuvo un buen tiempo en los almacenes de Barajas (donde le pedían a su autor una pasta por sacarla de allí), al final un funcionario del aeropuerto se apiadó de él y dejó que se la llevara gratis a su casa. Donde permaneció hasta que, en la última edición de Arco, volvió a ser expuesta, esta vez en el stand de la galería madrileña José de la Mano. Rodrigo y el galerista siguen a la espera del mirlo blanco en forma de comprador. 80.000 euros vale la criatura.
De forma paralela a aquella especie de terapia en forma de escultura, su autor se puso en 1982 a dibujar su historia de amores imposibles. Un día, Rodrigo conoció en la discoteca Rockola a Borja Casani, editor de la revista La Luna de Madrid —auténtica biblia de la modernidad ochentera de la ciudad y órgano no oficial de la Movida—, y le habló de las viñetas que ya tenía hechas. Quedaron, se las mostró y Casani le propuso publicar aquello por entregas, a razón de cuatro páginas mensuales. Dicho y hecho: Manuel tomó cuerpo en los números del 1 al 12 de la revista, entre 1984 y 1985. La versión completa (52 páginas) fue publicada en formato álbum en 1985 (Ediciones Libertarias / La Luna de Madrid, hoy casi inencontrable), convirtiéndose en una de las obras más importantes del cómic español, y en todo un manifiesto contracultural y militante en defensa de los derechos de la comunidad gay. Que, no hace falta decirlo, no eran exactamente los mismos hace 40 años que en los tiempos actuales del Orgullo. Rodrigo Muñoz no parió aquella obra pensando en modo activista ni nada parecido. Solo hay que escucharle: “No me siento cómodo siendo portavoz de la bandera arcoíris ni de nada. Y tengo claro que hubo un tiempo en que nos quemaban en la plaza Mayor por ser como éramos, y a mí me han dado una paliza al salir de una discoteca por acariciar a un hombre... pero no soy militante de nada. Y si me preguntan si me gustan las propuestas LGTBIQ, en general diré que no, pero vaya, como no me gusta la gente que va a misa”. No se casó con su adorado Manuel, pero tampoco con nadie.
De hecho, Rodrigo odia las etiquetas y las tipologías, incluidas las sexuales. “¡Cada vez hay más clasificaciones y ya está bien! Por no hablar del tema mercantil: hay fruterías gays, playas gays, hoteles gays... ¿pero qué me estás contando?”. Ni homosexual, ni heterosexual, ni metrosexual, ni asexual, ni polisexual ni nada de nada de nada. Bueno, sí: “Rodrigosexual, yo soy rodrigosexual, que cada uno disfrute de cuerpo como le dé la puñetera gana, que cada uno haga de su cabeza, su corazón y su entrepierna lo que le diga su intimidad, eso a nadie le incumbe más que a uno mismo. Y en cada momento. Yo tengo una hija maravillosa de 30 años... ¡y eso desde luego no lo hizo el arcángel San Gabriel, lo hicimos una mujer y yo! ¡Una vagina es la caja de Pandora!”. Las etiquetas y las tipologías le parecen tretas y justificaciones puestas en marcha por las mayorías, categorías humanas que le interesan poco tirando a nada: “La minoría tenemos un sitio en este mundo tanto o más importante que la mayoría, me niego a lo contrario. La mayoría a veces nos mete en unos desastres impresionantes, y la minoría a veces tira del mundo”.
Se queda pensativo Rodrigo mirando a nada y vuelve a la génesis de aquel cómic inolvidable: “Le eché huevos, porque dibujé una historia de amor entre dos tíos y en aquella época eso desde luego no era lo habitual. No era una historia de mariconeo…, era la historia de dos tíos que tenían una relación, uno al que le iban las tías y otro al que le iban los tíos, uno más loco que el otro, pero bueno…”, reflexiona Rodrigo Muñoz en una mesita del Lily, un bareto para él muy querido del barrio de Chueca de Madrid. Las páginas de Manuel rezuman, desde su academicismo exquisito y superdotado en el trazo (la recreación de los inmensos edificios de la Gran Vía resulta abrumadora), su revolucionaria disposición de viñetas y sus perspectivas imposibles, una mezcla imbatible de poesía y mugre a partes iguales. Una historia tierna y dura al mismo tiempo. Aquello no era, como asegura su autor, la típica historia del mariquita y el macho en tiempos del posfranquismo. “No, no, yo ya había perdido mi virginidad tres años antes con un tío muy tío. Pero me quedé flipado. Manuel era una especie de Charlton Heston, Dios mío…, qué pedazo de tío, 24 añitos, yo le veía el flequillo y se me saltaban las lágrimas, era tierno, peludo y enorme, un Apolo, un Dios griego. Aunque no te vayan los tíos, si yo te enseñara fotos de entonces de él desnudo es que no te lo creerías”.
El original del cómic fue adquirido por el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM), que lo atesora en su colección, mientras que recientemente el sello Cielo Eléctrico lo reeditó en un precioso volumen, incluyendo parte del material preparatorio de los dibujos y de la escultura, además del relato de su autor sobre las vivencias de aquellos años. Un cómic cuyas primeras páginas, antes de que Rodrigo Muñoz se las mostrara a Borja Casani, habían sido rechazadas por los responsables de El Víbora, por aquel entonces gran templo underground en forma de revista de historietas. El Víbora contaba entre sus estrellas a Nazario, autor de una criatura infernal en forma de travestón del Barrio Chino de Barcelona llamada Anarcoma. El Manuel de Rodrigo era pura línea clara, dibujos a Rotring en blanco y negro llenos de maestría, viñetas de trazo limpio y una especie de ingenuidad bañada de amores platónicos y buenos sentimientos, aunque no faltaban viñetas muy años ochenta de cuarto oscuro, sexo en grupo y neonazis apalizando “maricones”. El Anarcoma de Nazario era salvaje, en colores oscuros y chillones, inundado de sangre, semen, cuero, mala vida y escenas que limitaban a duras penas con el Código Penal. Normal que a los responsables de aquella revista volcánica de Barcelona no les interesaran los efluvios platónicos de Rodrigo. Manuel era un poema. Anarcoma, un aullido. El día y la noche, la miel y la hiel, universos contrapuestos.
Como lo son las vidas de estos dos viejos amigos. Rodrigo vive en un pueblo de 100 habitantes de la sierra norte de Madrid en compañía de sus 11 gatos, y no se relaciona con sus vecinos, y en general con muy poca gente. Queda de vez en cuando con su hija Mariana (excelente dibujante, como él, y nacida de la relación temporal con una amiga). Hace 18 años que huyó de la gran ciudad en busca del silencio, aunque habla sin pausa. Cuando baja a Madrid es como un animalillo asustado. Dan ganas de cuidarlo. Vive como en otra dimensión. Manuel vive en Granada, ayuda a su hija cuidando de sus dos nietas y se quedó viudo en febrero tras siete años cuidando a su esposa enferma de Alzheimer. Solo habla cuando se le pregunta y es rotundamente simpático. Dan ganas de irse con él de cañas. Rodrigo fue artista, farandulero y canalla, y firmó ilustraciones en periódicos como EL PAÍS, Diario 16 y El Mundo, además del mural de 170 metros que decora la estación de metro de Nuevos Ministerios en Madrid. Manuel fue maestro mecánico y electrónico en Sintel, SA, y formó parte de la tribu que, de enero a agosto de 2001, montó en la Castellana de Madrid el Campamento de la Esperanza, con el que protestaban contra el despido de 1.800 trabajadores de esta compañía subsidiaria de Telefónica que Aznar sirvió en bandeja al multimillonario cubano Mas Canosa, y que serviría de escenario para el documental El efecto Iguazú, premiado con un Goya en 2003.
Cuarenta años después, la conversación que sigue, a caballo entre dos terrazas de la Carrera de la Virgen, a la caída de la tarde en Granada, da una idea aproximada de lo que fue toda aquella historia.
—Manuel, la historia nuestra la conoce todo el mundo menos tú, que no te enteras. Tú es que nunca has sido consciente de lo que aquello supuso para mucha gente. O sea, el Manuel de verdad nunca se enteró del Manuel de mentira, que es del que se enteró todo el mundo.
—A ver, que yo tenía 25 años… Yo me enteré de todo aquello por lo que tú me contaste.
—24. Eras precioso. Un ideal de belleza. Nos teníamos que haber casado, Manuel, y habernos dejado de chorradas. Habríamos sido un ejemplo para la humanidad.
—¡Tú, con tal de intentarlo, lo que fuera! Pero yo ya te lo decía desde el principio: como amigos, lo que quieras, pero nunca nunca vamos a llegar a otra cosa [aunque muchos lectores del cómic pensaron que habían llegado a tener relaciones].
—¡Pero si yo nunca te toqué un pelo, y eso que arrasabas! ¡Un beso en la cabeza te di una vez! Y te dije: “Te quiero… demasiado”. Pero yo jamás me hice contigo ninguna película… Me ponía el Ay, Ay, Ay de Lole y Manuel y me echaba pajas pensando en ti y unas lágrimas que no veas.
—¡Ja, ja, ja! Pues sí, la verdad es que en Madrid me comía el mundo. Entraba en las discotecas esas que estaban cerca de Sol y…, bueno, yo allí la verdad es que no tenía ningún problema, ya me entiendes, ¡ja, ja, ja! Los lunes tenía una pareja, los martes tenía otra, los miércoles otra… ¡Es que aquellas discotecas abrían todos los días!
—Ya, pero cuando fuimos la primera vez a aquella discoteca de tatas y soldaditos en la calle de Atocha, no te sacaba a bailar nadie, hasta que te saqué yo…
—Ah, ¿sí?
—Pero ¿no te acuerdas? ¡Una rumba nos bailamos juntos, con Los Chunguitos! Yo decía: ¡pero un chaval tan guapo y no le saca a bailar ninguna tía, pues le saco yo!
—Yo acababa de llegar del pueblo. Les ponía notas a las chicas: muy buena, buena, regular, mala. Un día conocí a una tal Elena, que estaba muy muy bien pero era fascista, de aquellos que había entonces de…
—Fuerza Nueva.
—¡Eso, los de Blas Piñar! En mi libreta puse: “Elena fascista. Muy guapa y muy elegante. MB, o sea, muy buena”. Uf, creo que conocí todas las discotecas de Madrid.
—Ya, pero el tiempo pasa. Oye, Manuel, ¿cómo llevas esto de que nos queda ya poca vida? Somos mayores.
—Yo creo que me queda mucha. ¡Yo hasta los 103 creo que los tengo aseguraos!
—Eso es muy tuyo. No, en serio, Manuel, y para cuando nos llegue la hora, ¿tú tienes por ahí alguna historia mágica, espiritual, religiosa…?
—Ah, no, no, de religioso no tengo nada. Yo lo único que quiero es que el tránsito sea leve.
—Ya somos dos. Con la Iglesia, ni aunque me paguen.
Y un sol anaranjado tiñe las faldas de la Alhambra, y caen las últimas birras en una tasca del paseo de los Tristes y Manuel y Rodrigo se miran y se abrazan y se despiden.
—Adiós, Rodrigo.
—Adiós, bonito.
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Corría un día de agosto de 1977, segundo año de gloria tras la muerte del generalísimo, cuando Rodrigo Muñoz, un artistazo ensimismado que había nacido en Tánger en 1953 y que vivía en un sótano de la madrileña calle de la Madera “donde brincaban las ratas”, cogió el bañador, la toalla y el metro y se plantó en la piscina del Lago de la Casa de Campo. Cuando se paró a descansar apoyado en el borde de la pileta después de unas cuantas brazadas, vio a Dios. O creyó ver a Dios. O al menos a su Dios. Aquella divinidad carnal, barbuda y peluda de sábado por la mañana que atendía al nombre de Manuel ni se fijó en él. Él en ella, sí. Seguramente ya estaba preguntándose Rodrigo, sin siquiera saberlo, dónde diantre estaban las dichosas flechas de Cupido. Se las apañó para entablar conversación —con Manuel, no con Cupido—, no sin antes haber desistido y haberse largado a pillar el metro de vuelta —pobre diablo— para finalmente, ya en el andén, volver sobre sus pasos pensando “¿y si…?”. Y el “si…” se convirtió en “sí”. Allí estaba la divinidad peluda y granadina, esperándolo y dispuesto para la charleta. Aquella noche acabaron juntos en una discoteca de la calle de Atocha, bailando rumbas al son de Los Chunguitos, Manuel mirando los culos de las señoras y Rodrigo mirando el culo de Manuel. Se hicieron amigos. Empezaron a verse con asiduidad, iban a bares, a conciertos, a obras de teatro, a musicales, a ver películas, Rodrigo era carne de farándula; Manuel, un chico de pueblo dispuesto a comerse la gran ciudad; Rodrigo era gay, Manuel tampoco; y el chico de pueblo le dejó claro desde el principio al de ciudad que vale, que amigos para siempre pero amantes para nunca. Pese a todo, Rodrigo se empeñó en demostrarle a Manuel que su mundo no mordía. Pero resulta que su mundo sí mordía.
Un día, seguramente para demostrarle de lo que era capaz por él, Rodrigo llevó a Manuel a ver en el teatro Príncipe el musical ¡Oh, Calcuta!, todo un hito del espectáculo erótico, un auténtico escándalo en aquellos momentos, venga tetas y culos a porrillo sobre el escenario. Él andaba ya por aquel tiempo inmerso en el mundillo de la noche madrileña, con una agenda de lo más apetecible, y cuando acabó el show, le dijo a su amado: “De todas las mujeres que has visto en pelotas sobre el escenario, elige la que más te guste y yo te consigo su teléfono”.
“¡Y todo por agradarle!”, recuerda hoy Rodrigo Muñoz (74 años) sentado en un bar de Granada, la ciudad en la que vive Manuel Lozano (71) y donde los hemos reunido después de 23 años sin verse. El reencuentro de los viejos amigos a la sombra de la Alhambra no fue fácil. Dicen que el tiempo lo cura todo. No es seguro. Puede incluso que a veces hurgue en la herida, o puede que simplemente las personas no seamos capaces de suturar bien ciertas cicatrices. Manuel aceptó el reencuentro pero avisó: no pensaba viajar a Madrid. Rodrigo también lo aceptó, y dijo “sí” a este viaje a Granada. Lo hizo pensativo y tenso. Puede que con miedo. Un miedo que se confirmó en el primer abrazo, en el primer cruzarse de ojos, en la decepción ante lo evidente: aquel amor ni le tocaba ni le miraba, o lo hacía de manera fugaz. Rodrigo prefería insistir en el pasado -aunque reconoce que aquella historia forma parte ya de eso, de la Historia-, Manuel prefería el presente. Uno parecía sentir nostalgia de los días que fueron; el otro, abierta satisfacción por los días que son. Y así no había manera, y así estuvo a punto de irse todo al traste y de que esta idea de reunir a los viejos amigos fuera una mala idea. Hasta que, andando los minutos y las horas, en una callejuela del Albaicín granadino, junto al mirador de San Nicolás, Rodrigo le contó a Manuel su decepción y le imploró: “No te pido mucho…, aunque sea una mirada, aunque sea que me toques”. Y entonces los dos se miraron y se hablaron y se tocaron y rieron. Ahora sí, acababan de reencontrarse de verdad. Luego ya en una terracita sombría, delante de unas cervezas, insistió Rodrigo en los días de vino y rosas: “¿A que no te acuerdas de aquella tarde que fuimos al cine a ver Muerte en Venecia y en la escena cumbre, cuando más guapo salía el chaval aquel, te quedaste dormido, cabrón?”. El aspirante (al amor), intentándolo todo para que las flechas de Cupido, etcétera, etcétera, etcétera, también llevaba a su Dios a cosas más finas, no todo iban a ser culos y tetas: “Le llevé un día a ver a la compañía de danza y teatro de Lindsay Kemp, que era lo más mariquita que se podía ser, pero buenísimo, de lo mejor que había en aquel momento en los escenarios, y que hacían Notre-Dame-des-Fleurs en el teatro Santa Brígida con música de Pink Floyd, una cosa loquísima. Yo es que le daba una de cal y una de arena para ver si entraba… Pero nunca entró, el tío”. “Sí, me acuerdo, ja, ja, ja”, ríe Manuel, “y también me acuerdo de una noche que me regaló un corazón de barro esculpido y metido en un ataúd pequeñito, y cuando lo abrí y vi lo bien hecho que estaba me dije: ¡Este tío ha matado a alguien y le ha arrancado el corazón para regalármelo!”.
Pero no todo fueron alegrías. Manuel aún recuerda la noche de aquella fiesta maldita. Rodrigo compartía por entonces casa con un amigo muy colgado, cerca de la plaza de Castilla. “Yo estaba viviendo en una residencia para aprendices de mecánica y electricidad, en Moratalaz. Y al lado vivían unas chicas en una residencia de monjas, y yo las invité a una fiesta en casa de Rodrigo. Y cuando llegamos allí, unos amigos suyos a los que había invitado se empezaron a despelotar, y enseguida se pusieron a follar entre ellos, allí, delante de nosotros. Las chicas empezaron a gritar y a llorar y salieron de allí despavoridas, y claro, yo con ellas. Y al día siguiente le dije a Rodrigo: ‘Pero hombre, ¿cómo me haces esto?”.
Y un buen día del verano de 1978, Manuel desapareció. Se fue por ahí por las españas a trabajar en sus instalaciones telefónicas y en sus tendidos eléctricos, primero en Badajoz, luego en Jaén y al final se volvió a Aldeire, su pueblo granadino. Y otro buen día, Rodrigo decidió ir en su busca. Lo localizó y cuando llegó a Aldeire lo vio una tarde viniendo de frente por una carretera, “alto, guapo y maravilloso”…, pero del brazo de una mujer, “una chica guapísima de siete kilómetros de eslora de caderas, vamos, perfecta” (Carmen, la que acabaría siendo su esposa). Entonces Manuel le dijo: “Pero ¿qué haces aquí?”, Y Rodrigo: “Pues no sé, he venido a verte”. Y Manuel: “Mañana tengo que ir a sembrar patatas al campo, vete a verme allí”. Y Rodrigo fue al día siguiente a verle sembrar patatas. Lo contempló de lejos, desde una colina, y se preguntó a sí mismo qué hacía allí, y se dio la vuelta y se volvió para la pensión, y la dueña de la pensión le canturreó: “Vino cantandoooo y se va llorandoooo”, y él creyó que en aquel pueblo todo el mundo le estaba echando, y vio que no pintaba nada allí y entonces cogió la alforja (literal: Rodrigo usa alforjas, lo mismo en aquel viaje maldito a Aldeire que a este de ahora a Granada 46 años después) y regresó a Madrid, fin de la historia, The end.
Entonces, el estudiante de Arquitectura que había dejado la geometría descriptiva por los pinceles y los caballetes volcó su frustración de amor platónico en el arte. En concreto, en una escultura de yeso, papel maché, metacrilato y circuito eléctrico con lamparita de cuarzo incorporada que le llevó seis años y en la que él aparecía —aparece— en el regazo de un Manuel a tamaño natural, desnudo y con unos atributos que para sí los quisieran Nacho Vidal y Rocco Siffredi. En realidad era —es— un autorretrato en el que el autor estaba —está— en el regazo y al mismo tiempo dentro del propio Manuel. La obra fue expuesta en la galería Seiquer durante la segunda edición de Arco, en 1983, y el pitote que montó fue de dimensiones bíblicas, aunque Rodrigo sostiene que en realidad tiene más que ver con la imaginería religiosa que con el espíritu de la Movida: “Es como una piedad pero en descarao”. La obra fue adquirida por un coleccionista británico que se la llevó, primero, a Londres, y después, a Nueva York. El coleccionista murió. Su pareja decidió devolvérsela a Rodrigo, y aunque la escultura estuvo un buen tiempo en los almacenes de Barajas (donde le pedían a su autor una pasta por sacarla de allí), al final un funcionario del aeropuerto se apiadó de él y dejó que se la llevara gratis a su casa. Donde permaneció hasta que, en la última edición de Arco, volvió a ser expuesta, esta vez en el stand de la galería madrileña José de la Mano. Rodrigo y el galerista siguen a la espera del mirlo blanco en forma de comprador. 80.000 euros vale la criatura.
De forma paralela a aquella especie de terapia en forma de escultura, su autor se puso en 1982 a dibujar su historia de amores imposibles. Un día, Rodrigo conoció en la discoteca Rockola a Borja Casani, editor de la revista La Luna de Madrid —auténtica biblia de la modernidad ochentera de la ciudad y órgano no oficial de la Movida—, y le habló de las viñetas que ya tenía hechas. Quedaron, se las mostró y Casani le propuso publicar aquello por entregas, a razón de cuatro páginas mensuales. Dicho y hecho: Manuel tomó cuerpo en los números del 1 al 12 de la revista, entre 1984 y 1985. La versión completa (52 páginas) fue publicada en formato álbum en 1985 (Ediciones Libertarias / La Luna de Madrid, hoy casi inencontrable), convirtiéndose en una de las obras más importantes del cómic español, y en todo un manifiesto contracultural y militante en defensa de los derechos de la comunidad gay. Que, no hace falta decirlo, no eran exactamente los mismos hace 40 años que en los tiempos actuales del Orgullo. Rodrigo Muñoz no parió aquella obra pensando en modo activista ni nada parecido. Solo hay que escucharle: “No me siento cómodo siendo portavoz de la bandera arcoíris ni de nada. Y tengo claro que hubo un tiempo en que nos quemaban en la plaza Mayor por ser como éramos, y a mí me han dado una paliza al salir de una discoteca por acariciar a un hombre... pero no soy militante de nada. Y si me preguntan si me gustan las propuestas LGTBIQ, en general diré que no, pero vaya, como no me gusta la gente que va a misa”. No se casó con su adorado Manuel, pero tampoco con nadie.
De hecho, Rodrigo odia las etiquetas y las tipologías, incluidas las sexuales. “¡Cada vez hay más clasificaciones y ya está bien! Por no hablar del tema mercantil: hay fruterías gays, playas gays, hoteles gays... ¿pero qué me estás contando?”. Ni homosexual, ni heterosexual, ni metrosexual, ni asexual, ni polisexual ni nada de nada de nada. Bueno, sí: “Rodrigosexual, yo soy rodrigosexual, que cada uno disfrute de cuerpo como le dé la puñetera gana, que cada uno haga de su cabeza, su corazón y su entrepierna lo que le diga su intimidad, eso a nadie le incumbe más que a uno mismo. Y en cada momento. Yo tengo una hija maravillosa de 30 años... ¡y eso desde luego no lo hizo el arcángel San Gabriel, lo hicimos una mujer y yo! ¡Una vagina es la caja de Pandora!”. Las etiquetas y las tipologías le parecen tretas y justificaciones puestas en marcha por las mayorías, categorías humanas que le interesan poco tirando a nada: “La minoría tenemos un sitio en este mundo tanto o más importante que la mayoría, me niego a lo contrario. La mayoría a veces nos mete en unos desastres impresionantes, y la minoría a veces tira del mundo”.
Se queda pensativo Rodrigo mirando a nada y vuelve a la génesis de aquel cómic inolvidable: “Le eché huevos, porque dibujé una historia de amor entre dos tíos y en aquella época eso desde luego no era lo habitual. No era una historia de mariconeo…, era la historia de dos tíos que tenían una relación, uno al que le iban las tías y otro al que le iban los tíos, uno más loco que el otro, pero bueno…”, reflexiona Rodrigo Muñoz en una mesita del Lily, un bareto para él muy querido del barrio de Chueca de Madrid. Las páginas de Manuel rezuman, desde su academicismo exquisito y superdotado en el trazo (la recreación de los inmensos edificios de la Gran Vía resulta abrumadora), su revolucionaria disposición de viñetas y sus perspectivas imposibles, una mezcla imbatible de poesía y mugre a partes iguales. Una historia tierna y dura al mismo tiempo. Aquello no era, como asegura su autor, la típica historia del mariquita y el macho en tiempos del posfranquismo. “No, no, yo ya había perdido mi virginidad tres años antes con un tío muy tío. Pero me quedé flipado. Manuel era una especie de Charlton Heston, Dios mío…, qué pedazo de tío, 24 añitos, yo le veía el flequillo y se me saltaban las lágrimas, era tierno, peludo y enorme, un Apolo, un Dios griego. Aunque no te vayan los tíos, si yo te enseñara fotos de entonces de él desnudo es que no te lo creerías”.
Le eché huevos, porque dibujé una historia de amor entre dos tíos y en aquella época eso no era lo habitual. No era una historia de mariconeo (Rodrigo)
¡Tú, con tal de intentarlo, lo que fuera! Pero yo ya te lo decía: como amigos lo que quieras pero nunca llegaremos a otra cosa (Manuel)
El original del cómic fue adquirido por el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM), que lo atesora en su colección, mientras que recientemente el sello Cielo Eléctrico lo reeditó en un precioso volumen, incluyendo parte del material preparatorio de los dibujos y de la escultura, además del relato de su autor sobre las vivencias de aquellos años. Un cómic cuyas primeras páginas, antes de que Rodrigo Muñoz se las mostrara a Borja Casani, habían sido rechazadas por los responsables de El Víbora, por aquel entonces gran templo underground en forma de revista de historietas. El Víbora contaba entre sus estrellas a Nazario, autor de una criatura infernal en forma de travestón del Barrio Chino de Barcelona llamada Anarcoma. El Manuel de Rodrigo era pura línea clara, dibujos a Rotring en blanco y negro llenos de maestría, viñetas de trazo limpio y una especie de ingenuidad bañada de amores platónicos y buenos sentimientos, aunque no faltaban viñetas muy años ochenta de cuarto oscuro, sexo en grupo y neonazis apalizando “maricones”. El Anarcoma de Nazario era salvaje, en colores oscuros y chillones, inundado de sangre, semen, cuero, mala vida y escenas que limitaban a duras penas con el Código Penal. Normal que a los responsables de aquella revista volcánica de Barcelona no les interesaran los efluvios platónicos de Rodrigo. Manuel era un poema. Anarcoma, un aullido. El día y la noche, la miel y la hiel, universos contrapuestos.
Como lo son las vidas de estos dos viejos amigos. Rodrigo vive en un pueblo de 100 habitantes de la sierra norte de Madrid en compañía de sus 11 gatos, y no se relaciona con sus vecinos, y en general con muy poca gente. Queda de vez en cuando con su hija Mariana (excelente dibujante, como él, y nacida de la relación temporal con una amiga). Hace 18 años que huyó de la gran ciudad en busca del silencio, aunque habla sin pausa. Cuando baja a Madrid es como un animalillo asustado. Dan ganas de cuidarlo. Vive como en otra dimensión. Manuel vive en Granada, ayuda a su hija cuidando de sus dos nietas y se quedó viudo en febrero tras siete años cuidando a su esposa enferma de Alzheimer. Solo habla cuando se le pregunta y es rotundamente simpático. Dan ganas de irse con él de cañas. Rodrigo fue artista, farandulero y canalla, y firmó ilustraciones en periódicos como EL PAÍS, Diario 16 y El Mundo, además del mural de 170 metros que decora la estación de metro de Nuevos Ministerios en Madrid. Manuel fue maestro mecánico y electrónico en Sintel, SA, y formó parte de la tribu que, de enero a agosto de 2001, montó en la Castellana de Madrid el Campamento de la Esperanza, con el que protestaban contra el despido de 1.800 trabajadores de esta compañía subsidiaria de Telefónica que Aznar sirvió en bandeja al multimillonario cubano Mas Canosa, y que serviría de escenario para el documental El efecto Iguazú, premiado con un Goya en 2003.
Cuarenta años después, la conversación que sigue, a caballo entre dos terrazas de la Carrera de la Virgen, a la caída de la tarde en Granada, da una idea aproximada de lo que fue toda aquella historia.
—Manuel, la historia nuestra la conoce todo el mundo menos tú, que no te enteras. Tú es que nunca has sido consciente de lo que aquello supuso para mucha gente. O sea, el Manuel de verdad nunca se enteró del Manuel de mentira, que es del que se enteró todo el mundo.
—A ver, que yo tenía 25 años… Yo me enteré de todo aquello por lo que tú me contaste.
—24. Eras precioso. Un ideal de belleza. Nos teníamos que haber casado, Manuel, y habernos dejado de chorradas. Habríamos sido un ejemplo para la humanidad.
—¡Tú, con tal de intentarlo, lo que fuera! Pero yo ya te lo decía desde el principio: como amigos, lo que quieras, pero nunca nunca vamos a llegar a otra cosa [aunque muchos lectores del cómic pensaron que habían llegado a tener relaciones].
—¡Pero si yo nunca te toqué un pelo, y eso que arrasabas! ¡Un beso en la cabeza te di una vez! Y te dije: “Te quiero… demasiado”. Pero yo jamás me hice contigo ninguna película… Me ponía el Ay, Ay, Ay de Lole y Manuel y me echaba pajas pensando en ti y unas lágrimas que no veas.
—¡Ja, ja, ja! Pues sí, la verdad es que en Madrid me comía el mundo. Entraba en las discotecas esas que estaban cerca de Sol y…, bueno, yo allí la verdad es que no tenía ningún problema, ya me entiendes, ¡ja, ja, ja! Los lunes tenía una pareja, los martes tenía otra, los miércoles otra… ¡Es que aquellas discotecas abrían todos los días!
—Ya, pero cuando fuimos la primera vez a aquella discoteca de tatas y soldaditos en la calle de Atocha, no te sacaba a bailar nadie, hasta que te saqué yo…
—Ah, ¿sí?
—Pero ¿no te acuerdas? ¡Una rumba nos bailamos juntos, con Los Chunguitos! Yo decía: ¡pero un chaval tan guapo y no le saca a bailar ninguna tía, pues le saco yo!
—Yo acababa de llegar del pueblo. Les ponía notas a las chicas: muy buena, buena, regular, mala. Un día conocí a una tal Elena, que estaba muy muy bien pero era fascista, de aquellos que había entonces de…
—Fuerza Nueva.
—¡Eso, los de Blas Piñar! En mi libreta puse: “Elena fascista. Muy guapa y muy elegante. MB, o sea, muy buena”. Uf, creo que conocí todas las discotecas de Madrid.
—Ya, pero el tiempo pasa. Oye, Manuel, ¿cómo llevas esto de que nos queda ya poca vida? Somos mayores.
—Yo creo que me queda mucha. ¡Yo hasta los 103 creo que los tengo aseguraos!
—Eso es muy tuyo. No, en serio, Manuel, y para cuando nos llegue la hora, ¿tú tienes por ahí alguna historia mágica, espiritual, religiosa…?
—Ah, no, no, de religioso no tengo nada. Yo lo único que quiero es que el tránsito sea leve.
—Ya somos dos. Con la Iglesia, ni aunque me paguen.
Y un sol anaranjado tiñe las faldas de la Alhambra, y caen las últimas birras en una tasca del paseo de los Tristes y Manuel y Rodrigo se miran y se abrazan y se despiden.
—Adiós, Rodrigo.
—Adiós, bonito.
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Rodrigo y Manuel: el amor que nunca fue
En 1984, Rodrigo Muñoz publicó el cómic ‘Manuel’, crónica de la relación platónica con su amigo heterosexual: una obra icónica en el Madrid gay de los ochenta. Cuarenta años después, los reunimos en una larga charla y en un dibujo original que resucita su historia.
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