sipes.julien
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Antes de que su popularidad diera un salto exponencial con Inmunity (2013), Jon Hopkins era ese prometedor ingeniero de sonido que trabajaba con Brian Eno. Otro de esos talentos salidos del estudio de un músico con un ojo asombroso para encontrar colaboradores. Inmunity era un disco colosal, con un pie en el techno lisérgico y otro en el ambient. Música digital con alma orgánica. Ambient para bailar con los ojos cerrados y los puñitos apretados. Un disco que combinaba sus tres facetas: el club kid amante de las pistas abarrotadas, el chico solitario que pasaba las noches componiendo en su habitación y el geniecillo de estudio preocupado por el mínimo detalle de una grabación.
En realidad no era un debutante. Inmunity era su cuarto disco de estudio, pero había destacado colaborando con otros artistas: en 2012 había sido finalista del Premio Mercury por un disco conjunto con el cantautor escocés King Creosote. En 2010 había ganado el Ivor Novello a mejor banda sonora por Monsters. Si nos remontamos a su adolescencia, había sido un pianista prodigio de conservatorio que con solo 16 años apuntaba a concertista clásico. Pero lo dejó después de un recital en el que sufrió algo que, tal y como lo cuenta, parece un ataque de pánico.
Inmunity apuntaba a que había una nueva estrella en la música de baile, solo que él no estaba por la labor. El quinto álbum tardó mucho en llegar. Pasaron cinco años hasta Singularity (2018). Era parecido a Inmunity, pero potenciando la parte más lisérgica. Hopkins había probado la ayahuasca y el DMT, la molécula de Dios, y empezaba a plantearse la música como una ayuda para esos viajes. Tres años después su sexto álbum, Music for Psychedelic Therapy (2021) confirmó que ese era el camino que le interesaba. Convertir un género que en su mayor parte no es más que new age de baratillo en un estilo a tener en cuenta.
Algo que continúa con Ritual, un álbum que nace de un proyecto artístico de 2022, Dream Machine, en el que se escuchaba música con los ojos cerrados buscando respuestas visuales del cerebro. Creó una pieza musical de 15 minutos y hace un año empezó a desarrollarla hasta convertirla en este álbum de 41 minutos que presenta dividido en ocho partes, cada una con su propio título, pero que en realidad es una unidad.
La idea es escuchar el disco de un tirón, preferiblemente a solas y tumbado, mejor con auriculares para experimentar un viaje. Un camino que empieza suave y va subiendo de intensidad hasta llegar a su cénit en la ‘Parte VI’, una pieza rítmica, hipnótica, construida a base de capas que estalla y deja paso a un largo epílogo de más de 10 minutos que va marcando lenta y delicadamente la ruta de salida. Ritual no es chill out, no es ni clásico ni vanguardista, no está pensado para aficionados a los estribillos infecciosos y es una excentricidad en un mundo en el que dedicar 40 minutos en exclusiva a algo es casi imposible. No hay que suene menos punk que este disco, pero no hay nada más punk hoy en día que prestar atención.
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En realidad no era un debutante. Inmunity era su cuarto disco de estudio, pero había destacado colaborando con otros artistas: en 2012 había sido finalista del Premio Mercury por un disco conjunto con el cantautor escocés King Creosote. En 2010 había ganado el Ivor Novello a mejor banda sonora por Monsters. Si nos remontamos a su adolescencia, había sido un pianista prodigio de conservatorio que con solo 16 años apuntaba a concertista clásico. Pero lo dejó después de un recital en el que sufrió algo que, tal y como lo cuenta, parece un ataque de pánico.
El álbum nace de un proyecto artístico para escuchar con los ojos cerrados, buscando respuestas visuales del cerebro
Inmunity apuntaba a que había una nueva estrella en la música de baile, solo que él no estaba por la labor. El quinto álbum tardó mucho en llegar. Pasaron cinco años hasta Singularity (2018). Era parecido a Inmunity, pero potenciando la parte más lisérgica. Hopkins había probado la ayahuasca y el DMT, la molécula de Dios, y empezaba a plantearse la música como una ayuda para esos viajes. Tres años después su sexto álbum, Music for Psychedelic Therapy (2021) confirmó que ese era el camino que le interesaba. Convertir un género que en su mayor parte no es más que new age de baratillo en un estilo a tener en cuenta.
Algo que continúa con Ritual, un álbum que nace de un proyecto artístico de 2022, Dream Machine, en el que se escuchaba música con los ojos cerrados buscando respuestas visuales del cerebro. Creó una pieza musical de 15 minutos y hace un año empezó a desarrollarla hasta convertirla en este álbum de 41 minutos que presenta dividido en ocho partes, cada una con su propio título, pero que en realidad es una unidad.
La idea es escuchar el disco de un tirón, preferiblemente a solas y tumbado, mejor con auriculares para experimentar un viaje. Un camino que empieza suave y va subiendo de intensidad hasta llegar a su cénit en la ‘Parte VI’, una pieza rítmica, hipnótica, construida a base de capas que estalla y deja paso a un largo epílogo de más de 10 minutos que va marcando lenta y delicadamente la ruta de salida. Ritual no es chill out, no es ni clásico ni vanguardista, no está pensado para aficionados a los estribillos infecciosos y es una excentricidad en un mundo en el que dedicar 40 minutos en exclusiva a algo es casi imposible. No hay que suene menos punk que este disco, pero no hay nada más punk hoy en día que prestar atención.
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‘Ritual’, de Jon Hopkins: no hay nada más punk que prestar atención
El nuevo álbum del británico genera un camino ascendente en el que la música potencia su capacidad lisérgica para propiciar la experiencia de un viaje mental
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