Lori_Goldner
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Como dice un personaje de la película Segundo Premio, cuando ya no quede nada, quedará el flamenco. Así que cuando pase esta moda reciente de legitimar a los ídolos del mercado quedarán las mujeres de un arte popular que hoy pasa por elitista y esnob. Son las tatarabuelas de Rosalía, para que nos entiendan los que solo entienden de números.
La nueva edición de Pioneras flamencas. Las primeras mujeres del flamenco según los relatos y recuerdos de la época (Libros Corrientes) hace un inventario de las artistas que registraron a principios del siglo XX Guillermo Núñez de Prado y Fernando el de Triana recuperando sus nombres, características y fotografías. La compilación excusa “la sarta de ideas y reflexiones retrógradas” de los textos (“la belleza como parte de la constitución artística de la mujer al retrato de las cantaoras como animales hipersexualizados”) pero destaca lo importante: sin ellos no quedaría registro de que existieron estas mujeres, fundamental para trazar el origen y la historia del flamenco.
Entre las más conocidas están La Niña de los Peines, La Serneta, La Trini, La Andonda, Juana la Macarrona y Rita la Cantaora. Entre las que no tanto: La Chata de Madrid, Juana la Pitraca, La Marrancho, Salud la Hija del Ciego, Antonia la Gamba y Carmen Borbolla. El libro aporta una ficha de cada una con su fotografía, algunas de ellas inéditas, como la de La Pipote, cuyo nombre real se desconoce, igual que su lugar de nacimiento. Ahora emerge de las brumas del olvido en una imagen junto a Dolores la Pitraca en la que bailan Josefita la Pitraca y Lamparilla.
El libro es una letanía de nombres increíbles e historias lejanas. La Quica, por ejemplo, era Francisca González Martínez, nació en Sevilla en 1905 y murió en Madrid en 1967. Bailaora adscrita a la escuela bolera, actuó en el Royal Albert Hall de Londres para luego dedicarse a la enseñanza y los tablaos con su marido, Frasquillo. Según el registro: “Viste con irreprochable propiedad el traje de flamenca, dando la sensación de pertenecer a la más depurada raza cañí, aunque no es gitana… de las que mejor saben llevar las batas de cola y el pañolillo de Manila”.
Quizá porque con ella nació una expresión popular, Rita la Cantaora ocupa un lugar importante. A finales del siglo XIX y principios del XX se convirtió en un mito de los cafés cantantes. El público la adoraba por su capacidad por igual para la alegría y la tragedia. En sus cantes se enamoraba perdidamente: “Quisiera por ocasiones / estar loca y no sentir / que el ser loco quita penas / penas que no tienen fin”. Su última actuación se registró en 1934, en el Café Magallanes de Madrid. Vivía con muy poco dinero en Carabanchel Alto y existe una imagen suya, con toquilla negra y moño blanco, de un año después de aquella última aparición. Cuando estalló la Guerra Civil huyó con su familia. Murió poco después.
Muchas de estas mujeres pertenecían a clanes de artistas pero otras dejaron fábricas o trabajos de modistillas para ganarse la vida cantando y bailando. Y con sus cantes a sus madres, a sus amores o a sus penas, lograron, como dicen en Segundo Premio, que el flamenco siga ahí, más duro que un castillo.
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La nueva edición de Pioneras flamencas. Las primeras mujeres del flamenco según los relatos y recuerdos de la época (Libros Corrientes) hace un inventario de las artistas que registraron a principios del siglo XX Guillermo Núñez de Prado y Fernando el de Triana recuperando sus nombres, características y fotografías. La compilación excusa “la sarta de ideas y reflexiones retrógradas” de los textos (“la belleza como parte de la constitución artística de la mujer al retrato de las cantaoras como animales hipersexualizados”) pero destaca lo importante: sin ellos no quedaría registro de que existieron estas mujeres, fundamental para trazar el origen y la historia del flamenco.
Entre las más conocidas están La Niña de los Peines, La Serneta, La Trini, La Andonda, Juana la Macarrona y Rita la Cantaora. Entre las que no tanto: La Chata de Madrid, Juana la Pitraca, La Marrancho, Salud la Hija del Ciego, Antonia la Gamba y Carmen Borbolla. El libro aporta una ficha de cada una con su fotografía, algunas de ellas inéditas, como la de La Pipote, cuyo nombre real se desconoce, igual que su lugar de nacimiento. Ahora emerge de las brumas del olvido en una imagen junto a Dolores la Pitraca en la que bailan Josefita la Pitraca y Lamparilla.
El libro es una letanía de nombres increíbles e historias lejanas. La Quica, por ejemplo, era Francisca González Martínez, nació en Sevilla en 1905 y murió en Madrid en 1967. Bailaora adscrita a la escuela bolera, actuó en el Royal Albert Hall de Londres para luego dedicarse a la enseñanza y los tablaos con su marido, Frasquillo. Según el registro: “Viste con irreprochable propiedad el traje de flamenca, dando la sensación de pertenecer a la más depurada raza cañí, aunque no es gitana… de las que mejor saben llevar las batas de cola y el pañolillo de Manila”.
Quizá porque con ella nació una expresión popular, Rita la Cantaora ocupa un lugar importante. A finales del siglo XIX y principios del XX se convirtió en un mito de los cafés cantantes. El público la adoraba por su capacidad por igual para la alegría y la tragedia. En sus cantes se enamoraba perdidamente: “Quisiera por ocasiones / estar loca y no sentir / que el ser loco quita penas / penas que no tienen fin”. Su última actuación se registró en 1934, en el Café Magallanes de Madrid. Vivía con muy poco dinero en Carabanchel Alto y existe una imagen suya, con toquilla negra y moño blanco, de un año después de aquella última aparición. Cuando estalló la Guerra Civil huyó con su familia. Murió poco después.
Muchas de estas mujeres pertenecían a clanes de artistas pero otras dejaron fábricas o trabajos de modistillas para ganarse la vida cantando y bailando. Y con sus cantes a sus madres, a sus amores o a sus penas, lograron, como dicen en Segundo Premio, que el flamenco siga ahí, más duro que un castillo.
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