Richard Sennett, el chico de barrio multirracial que cambió el chelo por la sociología

ekovacek

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Richard Sennett es un sociólogo atípico. Apoya sus ideas y sus libros más en anécdotas, historias y entrevistas personales que en estadística o datos crudos. Él mismo ha reconocido que encaja más en la figura de un crítico cultural que en la de un analista de las tendencias sociales. Y, sin embargo, algunos libros suyos han entrado en la categoría del canon a la hora de abordar cuestiones como el mundo laboral o nuestra relación con la ciudad, sus edificios y sus espacios.

Los anglosajones tienen una maravillosa expresión para definir a las personas excepcionales: larger than life, más grande que la vida misma. Sennett entra dentro de esa categoría, por todas las circunstancias que han construido su vida y su intelecto. Hijo de padres de origen ruso, comunistas en un país tan reacio a esa ideología como Estados Unidos. Criado y endurecido en un barrio multirracial de los suburbios de Chicago. Músico excepcional, destinado a ser un notorio solista de chelo hasta que una operación quirúrgica chapucera puso fin a sus ambiciones artísticas. Y sociólogo accidental, inmerso en la contracultura estadounidense de la década de los años sesenta del siglo pasado, capaz de producir antes de cumplir los 30 años hasta cinco libros que revolucionaron, con sus originales ideas, el campo de la sociología. Como Los usos del desorden, que propone la idea, obvia pero sorprendente en ese momento, de que el desorden encierra en su naturaleza aspectos positivos. Es necesaria la acumulación de retos, desafíos y diversidad para poder lograr un crecimiento personal, sugiere, y resulta más fácil adquirir esas condiciones en un entorno urbano caótico que en un barrio residencial tranquilo y seguro.

El intérprete es un libro excepcional, como lo son todos los de un intelectual que ofrece un despliegue de erudición, cultura y entretenimiento cada vez que aborda algún aspecto humano que despierte su interés. En el mismo volumen narra sus recuerdos del bar Dirty Dick’s Foc’sle, en el barrio neoyorquino de Greenwich Village, donde homosexuales negros coincidían con estibadores desempleados a los que seducía la teatralidad del discurso racista de George Wallace. O narra la representación de una obra de Shakespeare de un grupo de actores en su fase vital final, víctimas del sida. Antes dispuestos a reivindicar su trascendencia a través del arte que a someterse a la confesión de un sacerdote católico. A la vez, recupera las ideas de Maquiavelo, Freud, Aristóteles, su amigo el filósofo Roland Barthes o su profesora Hannah Arendt, por la que profesa una admiración sin resquicios. Al final de la conversación, Sennett reconocerá que no hay moraleja ni mensaje definitivo en su ensayo, más allá de la naturaleza perturbadora de las artes escénicas y de la interpretación, que pueden usarse para crear arte como para seducir desde la demagogia y el populismo a aquellos dispuestos a participar en el ritual. No hay más que observar un acto político de Trump, dice, para entender que los tópicos más banales pueden sonar novedosos con un lenguaje verbal acertado.



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