Hasta ayer, nada había más feminista que el empotrador, hoy caído en perfecta desgracia y encarnado en Errejón. Cómo recuerdo aquellos días en los que Manuela Carmena le hacía las croquetas en el piso de la izquierda de la izquierda. Por todas partes se aparecía Errejón de yerno perfecto y en el poder lo escuchaban como a una aparición de algo. Hoy de toda aquella inocencia, que era el motor de la nueva izquierda, no queda nada y lo que hay es un naufragio. La soga que le aprieta el cuello la trenzó él mismo y yo no pienso empuñarla. Que se arreglen con sus juicios, sus estándares, sus justicias paralelas, sus 'aliades', sus sororidades, su zonas seguras, su ocultación de todo el pastel y esa enorme guillotina que siempre me dio una dentera horrorosa. Yo venía aquí a hablar de los empotradores que se supone iban a liberar a la mujer dándole lo suyo y lo de su prima, haciéndoles tocar el cielo en un viaje contra una pared del que se mostraban absolutamente incapaces sus maridos. En las entrevistas de los periódicos, las actrices y el resto de líderes morales de lo femenino prescribían mucho estos viajes sexuales lisérgicos en los que la mujer hacía justicia rompiendo el corsé de la carpetovetónica moral cristiana. Se estaban liberando. Se estaba empoderando. Escapaban del rol de niña tonta que se les había asignado y hasta estaban haciendo justicia. Cualquier día, lo cantarían en Eurovisión rodeadas de guayabos semidesnudos y, en una rueda de prensa, harían apología de que venga un castigador a ponerte mirando para Rota. Yo estas cosas no las veo ni bien ni mal, sólo las desaconsejo porque está visto que uno termina haciéndose daño y porque aquellos discursos envejecen mal. Quizás por solidaridad, nunca me hizo gracia que al pobre marido, portador de bolsas de la compra y recogedor de niños con el que convivían bajo la cochina y alienante institución del matrimonio, había que adornarlo con unos cuernos que ni la corrida de Cuadri en Ceniciento s. Porque en el relato del suceso, había algo de revancha que revestía de justicia la aventura. Porque la mujer se supone que descubría un mundo que ni siquiera había llegado a concebir su heteronormativo marido, no digo ya el novio de toda la vida que soportaba, veleto y astifino, las aventuras de ella durante el Erasmus en el que conoció a Pietro. Era evidente que el pobre no era capaz horizontal paraíso por su cortedad de mente erótica y por otras cortedades, naturalmente. La mujer en general, salía –al fin– al mundo a encontrar un azotador, un empotrador, un malote que la sacaba de la alienante rutina misionera del cornudo. Por todas partes se predicaban las aventuras de las que, roto el yugo del patriarcado, habían conocido el verdadero placer agarradas al cabecero de una habitación de hotel compartida con su profesor de salsa. Por todas partes se alababan como virtuosas aquellas escenas de azotes, látex, chemsex, intercambio de parejas y poliamor en las que un tipo, no pudiendo hacer feliz a una, iba a hacer feliz a siete. Se suponía que ellas tenían, al fin, el mando.
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