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Puede resultar curioso que el Papa haya anunciado que no publicará una exhortación postsinodal, como era habitual, dando por bueno el documento con las propuestas aprobadas por la asamblea, y que el domingo, en la misa de clausura , no dedicara una sola línea a dichas proposiciones. Parece, más bien, que Francisco ha querido mostrar el camino que este acontecimiento señala para la Iglesia en este momento de la historia. «La sinodalidad es el cauce histórico para la misión», ha dicho el presidente de la Conferencia Episcopal, Luis Argüello, para señalar inmediatamente que todo este esfuerzo de reflexión y deliberación está orientado a la misión. El Papa ha señalado, para empezar, que los que por gracia y por libre decisión formamos ya parte de la Iglesia necesitamos (los primeros) percibir «la conmoción de la salvación» y «dejarnos despertar por la fuerza del Evangelio». Una advertencia para que nadie de por supuesta la fe, el primer paso para quedar fosilizados. Sólo esa conmoción, que podemos llamar también conversión, nos permitirá acoger, como pide Francisco, el grito de todos los hombres y mujeres de la tierra: los que están sedientos del Evangelio y los que se han alejado , pero también los que son indiferentes. La Iglesia que quiere el Señor no puede estar paralizada o ser indiferente, sino que tiene que recoger el grito del mundo, aunque sea un grito de protesta lleno de confusión. Francisco lo ha dicho con unas palabras muy suyas que son todo un programa, esbozado ya en la carta 'Evangelii gaudium': «Hermanos, hermanas, no una Iglesia sentada, una Iglesia en pie; no una Iglesia muda, una Iglesia que recoge el grito de la humanidad; no una Iglesia ciega, sino iluminada por Cristo, que lleva la luz del Evangelio a los demás; no una Iglesia estática sino misionera, que camina con el Señor por las vías del mundo». Me ha llamado la atención que, al final de la homilía, Francisco haya querido señalar dos elementos significativos de la basílica de San Pedro: la reliquia de la antigua Cátedra del apóstol, radiante tras su restauración reciente, y «la gloria del Espíritu Santo», enclavada en el majestuoso baldaquino de Bernini. Sobre la primera, el Papa ha dicho que «es la cátedra del amor, de la unidad y de la misericordia, según aquella orden que Jesús le dio al apóstol Pedro, no de dominar a los demás, sino de servirlos en la caridad»; sobre la segunda, ha dicho que es el verdadero punto focal de toda la Basílica, porque el centro de la vida eclesial es siempre el don del Espíritu Santo. No creo que estas referencias finales sean fruto de la casualidad, sino más bien una indicación sintética al final de esta etapa sinodal . El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia que, al ser un cuerpo, el Señor ha querido dotar de un centro que le da seguridad y unidad en su camino a lo largo de la historia, el ministerio de Pedro. Dos hechos vinculados entre sí, que no podemos olvidar a la hora de entender el Sínodo y lo que viene ahora, o sea, el camino que prosigue.
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José Luis Restán: Recoger el grito (y los silencios) del mundo
«No creo que estas referencias finales sean fruto de la casualidad, sino más bien una indicación sintética al final de esta etapa sinodal»