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Juan José Mateo Ruiz-Gálvez
Guest
Hubo un tiempo en el que el tenis masculino se arriesgó a convertirse en una dictadura. Daban igual la superficie, el rival o la hora: la victoria era para Roger Federer. En las pistas se escuchaban risitas incómodas, porque al suizo le llegaban saques a 210 kilómetros por hora que él restaba como quien da los buenos días. Crecía la sorpresa, porque el campeón no sudaba, ni se despeinaba, ni gritaba. Y la incredulidad se expandía entre la vieja guardia, empezando por Andre Agassi, al ver cómo ese chaval que antes se desteñía el pelo con agua oxigenada y escuchaba a los Metallica se estaba transformando en el epítome de la elegancia, el éxito y la excelencia. La pregunta no era cuántos grandes torneos ganaría Federer, sino en qué número dejaría el récord de trofeos de Grand Slams ganados.
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