maci.watsica
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Aunque la Edad Media siempre se ha llevado la fama de ser el peor periodo de la historia de la humanidad, nada más lejos de la realidad. De hecho, los medievalistas, desde la española María Jesús Fuente hasta el francés Martin Aurell, autor de Diez ideas falsas sobre la Edad Media (Taurus), se han movilizado contra esa idea de unos años oscuros y siniestros, de brujas y dientes podridos, tópicos reunidos en aquella frase que el gánster Marcelus pronuncia en Pulp Fiction para resumir todas las torturas a las que va a someter a un individuo: “Practicaremos el medievo con tu culo”, o en las aventuras del caballero y su escudero que no han conocido el agua y el jabón en su vida y que viajan al siglo XX en Los visitantes ¡No nacieron ayer! (maravillosa y muy divertida película, por otro lado).
En realidad, el momento de mayor desdicha de la historia de Europa, junto con la Segunda Guerra Mundial, fue precisamente el periodo que siguió a la Edad Media, los siglos XVI y XVII, cuando una mezcla de plagas, conflictos entre católicos y protestantes y un cambio climático feroz hicieron que la vida de millones de personas se hundiese en la miseria y en la muerte: fue la época de las guerras de religión, que sacudieron Europa durante casi dos siglos, dejando un reguero infinito de barbarie y cadáveres. Durante la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), el Sacro Imperio perdió un 15% de su población. Entre 1941 y 1945, la antigua URSS perdió el 12% de sus habitantes.
Los países que las padecieron, como Francia o Alemania, se han volcado en los últimos años en estudiar un periodo sin duda muy lejano del presente; pero con el que se pueden trazar inquietantes paralelismos. No se trata solo de que la guerra haya vuelto al corazón de Europa, desatada por el tirano Vladímir Putin; aquellas décadas fueron un periodo de vidas y familias rotas, en las que la sociedad estaba dividida por profundas fallas y en las que todo el mundo estaba obligado a identificarse y alinearse con un bando, católico o protestante. El investigador francés Jérémie Foa acaba de publicar Survivre. Une histoire des guerres de Religion (Seuil), un apasionante ensayo, todavía no traducido, en el que incide precisamente en ese aspecto.
En medio de la palabrería racista con la que nos bombardea la ultraderecha y sus terminales mediáticas, buscando siempre que haya un ellos y un nosotros, diciendo quién tiene derecho a estar en Europa y quién debe ser expulsado, cubiertos por la pringue de esos discursos machacones que buscan como sea dividir a los ciudadanos, la lectura del libro de Foa —autor de otro valioso ensayo sobre la matanza de la San Bartolomé y la participación de ciudadanos comunes en ella, Tous ceux qui tombent— resulta muy valiosa.
Manejando numerosas fuentes documentales, con los ensayos de Michel de Montaigne como telón de fondo, el libro repasa las estrategias que debían adoptar todas las personas para llegar al día siguiente, desde cambios en el lenguaje hasta los más pequeños detalles de la vida cotidiana. Dado que no había forma de distinguir a unos de otros, este investigador explica que al final todo se basa en la adecuada respuesta a la pregunta “¿Quién vive?”. Cuando dos personas se cruzaban en un camino, una respuesta equivocada podía provocar la muerte. “El diálogo por excelencia de la guerra civil es el interrogatorio”, escribe Foa. “Sobrevivimos porque nos hemos cruzado con uno de los nuestros o porque hemos disimulado”, prosigue. Y hace una reflexión que resulta enormemente contemporánea: “Por todos lados afloraba la politización, la asimilación entre una persona y su pertenencia, la neutralidad era imposible”. El capítulo sobre el lenguaje, sobre la facilidad con la que uno se podía confundir utilizando la palabra equivocada, da mucho vértigo porque también vivimos en una época de palabras marcadas.
Jérémie Foa explica que el libro nació por una confesión de Montaigne, en la que el inventor de lo que ahora llamaríamos no ficción o autoficción escribe: “Me he acostado mil veces en casa imaginando que alguien me traicionará o me matará esta noche”. Todavía estamos muy lejos de eso, afortunadamente, pero muchos políticos, con el estadounidense Donald Trump a la cabeza, tratan de arrastrarnos a ese mundo roto, doloroso e incierto.
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En realidad, el momento de mayor desdicha de la historia de Europa, junto con la Segunda Guerra Mundial, fue precisamente el periodo que siguió a la Edad Media, los siglos XVI y XVII, cuando una mezcla de plagas, conflictos entre católicos y protestantes y un cambio climático feroz hicieron que la vida de millones de personas se hundiese en la miseria y en la muerte: fue la época de las guerras de religión, que sacudieron Europa durante casi dos siglos, dejando un reguero infinito de barbarie y cadáveres. Durante la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), el Sacro Imperio perdió un 15% de su población. Entre 1941 y 1945, la antigua URSS perdió el 12% de sus habitantes.
Los países que las padecieron, como Francia o Alemania, se han volcado en los últimos años en estudiar un periodo sin duda muy lejano del presente; pero con el que se pueden trazar inquietantes paralelismos. No se trata solo de que la guerra haya vuelto al corazón de Europa, desatada por el tirano Vladímir Putin; aquellas décadas fueron un periodo de vidas y familias rotas, en las que la sociedad estaba dividida por profundas fallas y en las que todo el mundo estaba obligado a identificarse y alinearse con un bando, católico o protestante. El investigador francés Jérémie Foa acaba de publicar Survivre. Une histoire des guerres de Religion (Seuil), un apasionante ensayo, todavía no traducido, en el que incide precisamente en ese aspecto.
En medio de la palabrería racista con la que nos bombardea la ultraderecha y sus terminales mediáticas, buscando siempre que haya un ellos y un nosotros, diciendo quién tiene derecho a estar en Europa y quién debe ser expulsado, cubiertos por la pringue de esos discursos machacones que buscan como sea dividir a los ciudadanos, la lectura del libro de Foa —autor de otro valioso ensayo sobre la matanza de la San Bartolomé y la participación de ciudadanos comunes en ella, Tous ceux qui tombent— resulta muy valiosa.
Manejando numerosas fuentes documentales, con los ensayos de Michel de Montaigne como telón de fondo, el libro repasa las estrategias que debían adoptar todas las personas para llegar al día siguiente, desde cambios en el lenguaje hasta los más pequeños detalles de la vida cotidiana. Dado que no había forma de distinguir a unos de otros, este investigador explica que al final todo se basa en la adecuada respuesta a la pregunta “¿Quién vive?”. Cuando dos personas se cruzaban en un camino, una respuesta equivocada podía provocar la muerte. “El diálogo por excelencia de la guerra civil es el interrogatorio”, escribe Foa. “Sobrevivimos porque nos hemos cruzado con uno de los nuestros o porque hemos disimulado”, prosigue. Y hace una reflexión que resulta enormemente contemporánea: “Por todos lados afloraba la politización, la asimilación entre una persona y su pertenencia, la neutralidad era imposible”. El capítulo sobre el lenguaje, sobre la facilidad con la que uno se podía confundir utilizando la palabra equivocada, da mucho vértigo porque también vivimos en una época de palabras marcadas.
Jérémie Foa explica que el libro nació por una confesión de Montaigne, en la que el inventor de lo que ahora llamaríamos no ficción o autoficción escribe: “Me he acostado mil veces en casa imaginando que alguien me traicionará o me matará esta noche”. Todavía estamos muy lejos de eso, afortunadamente, pero muchos políticos, con el estadounidense Donald Trump a la cabeza, tratan de arrastrarnos a ese mundo roto, doloroso e incierto.
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“¿¡Quién vive!?”: Cuando se moría por decir la palabra equivocada
Europa se vio asaltada por plagas, guerras de religión y un cambio climático feroz durante los siglos XVI y XVII, eventos que partieron profundamente a la sociedad entre nosotros y ellos
elpais.com