clifton.simonis
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Empecemos bien arriba: esta novela es deslumbrante. Sin miedo al adjetivo hiperbólico que deja de serlo al responder a una experiencia de lectura que, si no compartiese, me convertiría en una persona mezquina. Monika Fagerholm, autora finlandesa en lengua sueca, escribe de la violencia del mundo y de la violencia de los artefactos con que lo representamos. Ella se dedica a lo segundo y construye un artefacto bellísimo que remueve y ayuda a mirar. Indaga en la realidad y en el trabajo creativo, con una escritura poética y emocionante, que invita a participar en el acto de leer añadiendo la “masilla” imprescindible para juntar las piezas, para interpretar, “formar y formular a tu manera una imagen de la realidad representada (…) Liberarse de la realidad y, al mismo tiempo, recuperarla para conseguir que signifique lo que debería significar”.
Desde esa ambición ética y estética se aborda el relato de una violación, de cómo se cuenta esa violación y de cómo el propio relato colabora a que los agresores puedan recomponer sus pedazos más fácilmente que la víctima. “Los muchachos” pasarán página; mientras, se comerciará con el cuerpo de la chica violada, que puede romperse hasta el infinito: sus miembros se fragmentan y volatilizan con versiones de un suceso y de sus circunstancias que están interferidas por el poder, los medios, el dinero, los privilegios de clase y los privilegios habitacionales, un concepto perturbado de la protección maternal, los contenedores de pensamiento conservador, fundaciones altruistas que rebajan a modelo de negocio el significado del verbo “emprender”.
El cuerpo de Sascha Anckar es perpetuamente cosa que se rompe, carne fotogénica y valor de cambio. En contraposición, “los muchachos” crecen protegidos por psicólogos televisivos y madres que perpetúan los códigos de un sistema que las corresponde machacándolas con el martillo de su asentimiento y complicidad. En este sentido, Annelisse Häggert es un personaje revelador: ella es la mujer, procedente del orfanato, a la que se le abren las puertas del éxito y se convierte en excusa para la violencia contra todas las mujeres, que por el hecho de serlo no pueden entrar. Porque Annelisse, desde más abajo que nadie, ha llegado a ser catedrática de Economía a los 27 años, vive en un casoplón, es una política influyente. Annelisse representa todo lo ominoso de las damas de hierro.
La evaluación de Fagerholm sobre los daños infligidos a las mujeres por parte del feminismo liberal se resuelve literariamente con brillantez: Annelisse se retrata en su vulnerabilidad y su caída, igual que uno de los violadores, Gusten Grippe, cuya mirada enfoca la narración desde el sentimiento de culpa, la dificultad de mantener el equilibrio, la dificultad para amar y ser amado. Esta escritura no nace del odio: nace de la empatía, pero se atreve a señalar a quienes tienen la sartén por el mango. Los dueños de las palabras. Y de todo lo demás.
¿Quién mató a Bambi? es el título de este libro que, a su vez, retoma un estribillo de Sex Pistols. La pérdida o más bien la destrucción masiva de la inocencia en los tiempos del colapso financiero de 2008 y el final del bling bling bling, así como la relación entre sentimientos, valores y coordenadas económicas no se pueden contar mejor. La superposición de planos temporales y el juego con la dimensión semántica de la tipografía realzan el valor del texto como espacio de visibilidad y amplificación, espacio de escritura, marca, huella, inscripción responsable, en la que también retumba el silencio —las malintencionadas capas de silencio como capas de nieve, páginas que pasan: “Vamos a pasar página”, declara Annelisse Häggert—.
Y la oralidad, el habla, la música. Porque esta novela, Premio de Literatura del Consejo Nórdico en 2020, está llena de música, popular y no tanto, y va fluyendo a través de voces y miradas de personajes que cantan ópera y country, escriben blogs y cuentos, ruedan películas, y con sus fragmentos nos ayudan a repensar el porqué del arte en este mundo en pleno proceso de metamorfosis. Ahí. Monica Fagerholm rescata, a través de la voz de Emmy, “la choza de la que todos procedemos” —incluso “los muchachos” que viven en los mejores barrios—, y encuentra razones para la esperanza, porque todavía, aunque es evidente que podemos hacer lo peor con las palabras —mentira, bulo, revictimización, ensanchamiento de las brechas—, también podemos hacer con ellas lo mejor: diagnóstico, conocimiento, placer, punto de encuentro. Las palabras de la literatura responden a la imperiosa necesidad de llamar a otras personas. Restablecer vínculos.
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Desde esa ambición ética y estética se aborda el relato de una violación, de cómo se cuenta esa violación y de cómo el propio relato colabora a que los agresores puedan recomponer sus pedazos más fácilmente que la víctima. “Los muchachos” pasarán página; mientras, se comerciará con el cuerpo de la chica violada, que puede romperse hasta el infinito: sus miembros se fragmentan y volatilizan con versiones de un suceso y de sus circunstancias que están interferidas por el poder, los medios, el dinero, los privilegios de clase y los privilegios habitacionales, un concepto perturbado de la protección maternal, los contenedores de pensamiento conservador, fundaciones altruistas que rebajan a modelo de negocio el significado del verbo “emprender”.
La evaluación sobre los daños infligidos a las mujeres por el feminismo liberal se resuelve literariamente con brillantez
El cuerpo de Sascha Anckar es perpetuamente cosa que se rompe, carne fotogénica y valor de cambio. En contraposición, “los muchachos” crecen protegidos por psicólogos televisivos y madres que perpetúan los códigos de un sistema que las corresponde machacándolas con el martillo de su asentimiento y complicidad. En este sentido, Annelisse Häggert es un personaje revelador: ella es la mujer, procedente del orfanato, a la que se le abren las puertas del éxito y se convierte en excusa para la violencia contra todas las mujeres, que por el hecho de serlo no pueden entrar. Porque Annelisse, desde más abajo que nadie, ha llegado a ser catedrática de Economía a los 27 años, vive en un casoplón, es una política influyente. Annelisse representa todo lo ominoso de las damas de hierro.
La evaluación de Fagerholm sobre los daños infligidos a las mujeres por parte del feminismo liberal se resuelve literariamente con brillantez: Annelisse se retrata en su vulnerabilidad y su caída, igual que uno de los violadores, Gusten Grippe, cuya mirada enfoca la narración desde el sentimiento de culpa, la dificultad de mantener el equilibrio, la dificultad para amar y ser amado. Esta escritura no nace del odio: nace de la empatía, pero se atreve a señalar a quienes tienen la sartén por el mango. Los dueños de las palabras. Y de todo lo demás.
¿Quién mató a Bambi? es el título de este libro que, a su vez, retoma un estribillo de Sex Pistols. La pérdida o más bien la destrucción masiva de la inocencia en los tiempos del colapso financiero de 2008 y el final del bling bling bling, así como la relación entre sentimientos, valores y coordenadas económicas no se pueden contar mejor. La superposición de planos temporales y el juego con la dimensión semántica de la tipografía realzan el valor del texto como espacio de visibilidad y amplificación, espacio de escritura, marca, huella, inscripción responsable, en la que también retumba el silencio —las malintencionadas capas de silencio como capas de nieve, páginas que pasan: “Vamos a pasar página”, declara Annelisse Häggert—.
Y la oralidad, el habla, la música. Porque esta novela, Premio de Literatura del Consejo Nórdico en 2020, está llena de música, popular y no tanto, y va fluyendo a través de voces y miradas de personajes que cantan ópera y country, escriben blogs y cuentos, ruedan películas, y con sus fragmentos nos ayudan a repensar el porqué del arte en este mundo en pleno proceso de metamorfosis. Ahí. Monica Fagerholm rescata, a través de la voz de Emmy, “la choza de la que todos procedemos” —incluso “los muchachos” que viven en los mejores barrios—, y encuentra razones para la esperanza, porque todavía, aunque es evidente que podemos hacer lo peor con las palabras —mentira, bulo, revictimización, ensanchamiento de las brechas—, también podemos hacer con ellas lo mejor: diagnóstico, conocimiento, placer, punto de encuentro. Las palabras de la literatura responden a la imperiosa necesidad de llamar a otras personas. Restablecer vínculos.
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