Lionel_Bahringer
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Contiene SPOILERS de 'Gladiator II'
Con rinocerontes o sin ellos, Ridley Scott lo ha vuelto a hacer. Gladiator II demuestra una vez más que la fidelidad histórica (o más bien su ausencia) no es óbice para que el público acuda en masa a ver un péplum que les promete sangre a borbotones, colosalismo de la vieja escuela y a Pedro Pascal y Paul Mescal luciendo cacha. Todo correcto, desde luego.
Sin embargo, lamentamos decir que el director inglés se ha quedado corto al menos en un aspecto. Y no nos referimos a las naumaquias ni a las intrigas cortesanas de Macrino (Denzel Washington), sino a lo que vino después de la historia narrada (o así) en el filme: si Scott hubiera seguido adelante, podría haber puesto sus zarpas en uno de los reinados más truculentos y polémicos del Imperio romano.
Un reinado breve y sangriento
Si has visto Gladiator II y has estado atento a las controversias generadas en torno al filme, te sonará el hecho de que el reinado histórico de Macrino duró más bien poco: en la vida real, el emperador mauritano reinó solo un año (217-218 AD) y murió de forma ignominiosa. Solo que esto no se debió a la justa ira de Lucio (Paul Mescal), sino a las conspiraciones de Julia Mesa, un personaje fascinante cuanto menos.
Tía de Caracalla (Fred Hechinger en Gladiator II), esta mujer fue la auténtica instigadora del derrocamiento de Macrino en la batalla de Antioquía. Una vez liquidado dicho emperador advenedizo, Mesa aprovechó para coronar a su propio títere: el elegido fue su nieto Sexto Vario Avito Basiano, elevado al trono con el nombre de Marco Aurelio Antonino pero más conocido por el sobrenombre de Heliogábalo.
Aunque el pretendiente tuviese solo 14 años en el momento de su coronación, sus lazos de sangre con la familia imperial legitimaban sus aspiraciones. Por si esto no bastara, además, Julia Mesa difundió el rumor de el verdadero padre del nuevo soberano había sido Caracalla, su presunto tío. Su corta edad y el hecho de que se hubiera educado lejos de Roma importaron más bien poco.
Respaldado por la fortuna de su abuela, que le garantizaba la lealtad de las legiones, Heliogábalo llegó a Roma en 219, sembrando de inmediato el escándalo. No se trataba solo de que prefiriera vestir a la usanza oriental en lugar de llevar la toga, sino también que su aparición puso sobre la mesa el asunto que más podía ofender a los patricios romanos: el gobierno por derecho divino.
Porque Heliogábalo no debía su sobrenombre al capricho o al azar, sino a una deidad adorada en Siria cuyo sacerdocio había ostentado su familia durante décadas. Ya fuera por fanatismo, por un terrible error de cálculo o por las manipulaciones de su corte, el nuevo emperador quiso poner a su dios al frente del panteón romano, cometiendo en el proceso varias transgresiones contra las costumbres de la ciudad.
Aunque Roma fuera una monarquía de facto desde el ascenso de Augusto, y aunque al Senado no le dolieran prendas en deificar a los emperadores, el hecho de que un soberano quisiera cimentar su poder en una religión forastera no le hacía ninguna gracia a una clase senatorial que aspiraba a guardar las formas. Sumando a esto la crisis económica provocada por su mala gestión, el apoyo a Heliogábalo no tardó en decaer, algo que Julia Mesa aprovechó de nuevo en su beneficio.
Tras haber persuadido a Heliogábalo para que adoptara a su primo Alejandro Severo, aún más joven que él, la abuela del soberano azuzó una nueva rebelión entre la guardia pretoriana. A resultas de este levantamiento, el emperador (que por entonces contaba 18 años) y su madre Julia Soemias fueron asesinados, abriendo el camino para que Alejandro ascendiera al trono y derogase las reformas que había impuesto su predecesor.
¿Por qué tanto escándalo?
Dada su brevedad, sumada al hecho de que las cabezas de los emperadores volaban que no veas en aquella etapa del Imperio, el reinado de Heliogábalo debería haber quedado como una anécdota histórica, máxime contando con que, tras su muerte, sufrió la damnatio memoriae y su nombre fue eliminado de los registros públicos. Sin embargo, más que por los hechos reales, lo recordamos por el empeño de los historiadores romanos en cubrirle de ignominia.
Dichos historiadores, empezando por Dión Casio, lanzaron sobre el emperador derrocado todas las injurias que podían justificar su asesinato a los ojos de futuros lectores. Entre ellas destacaban la soberbia, la falta de respeto a los dioses del Imperio, la práctica de sacrificios humanos y la propensión al lujo y la molicie.
A esto se sumó algo especialmente imperdonable (desde su punto de vista, claro): el afeminamiento. Si bien el Imperio ya había tenido gobernantes homosexuales, como Galba y Adriano, estos habían mostrado en público la virilidad esperable en un cives romanus, no como ese Heliogábalo que, aseguraban sus detractores, gustaba de lucir maquillaje, peluca y vestidos largos.
Para dejar claro por dónde iban los tiros, Dión y otros aseguraron que Heliogábalo se prostituía en los burdeles de Roma y que (pese a haberse casado cinco veces, dos de ellas con la misma mujer) su verdadera pareja era un auriga llamado Hierocles, de quien se habría proclamado "amante, esposa y reina". Para mayor ultraje, aseguraban que aspiraba a convertirse en mujer, ofreciendo inmensas fortunas a cambio de lo que hoy llamaríamos una cirugía de afirmación de género.
¿Hay algo de cierto en estas afirmaciones sobre Heliogábalo? Es probable que muy poco. Como ya hemos señalado, las acusaciones de los historiadores se ajustan sospechosamente a aquello que un lector de su época encontraría detestable. Además, está la posibilidad de que algunas de sus conductas más chocantes (el travestismo, por ejemplo) tuvieran para él una justificación ritual.
Escepticismos aparte, la figura de Heliogábalo ha tenido durante los siglos detractores furibundos (como Edward Gibbon, que le acusó de "abandonarse a los vicios más groseros con furia inaudita") y admiradores como el dramaturgo Antonin Artaud. Hoy en día, los expertos lo ven como una figura más patética que monstruosa, y no faltan quienes le consideran (aunque sin demasiada base científica) como una mujer trans víctima de sus circunstancias.
Con tanta controversia y tanto cotilleo, eso sí, no nos extrañaría nada que Ridley Scott ya esté imaginando una 'Gladiator III' elaborada a partir de las historias más truculentas sobre el emperador adolescente, adicto al sexo y practicante de rituales extraños. Porque ¿a quién no le va a gustar una historia de depravación, sangre e intrigas en la antigua Roma?
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