Que paren el mundo

josephine73

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«Que paren el mundo». Eso pensaba hace unos días, viendo la fuerza con la que la naturaleza arremetía una vez más contra el ser humano y cómo, una vez más, el ser humano, amurallado en su quietud asegurada de coche eléctrico, etiquetas veganas, inteligencia artificial y democracias parlamentarias, se quedaba paralizado ante una arremetida destructiva, eficaz e impredecible como la que ha ocurrido en Valencia . Y cómo, ante esto, el primer mundo reaccionaba de la peor manera posible: egoístamente, tarde y mal. Luego, claro, la respuesta masiva de ayuda del pueblo para el pueblo: las botas de agua, los camiones de comida, los miles de ciudadanos llenando las modernas estructuras cuya ingeniería puntera y megalómana de la bonanza de los años noventa quedaba empequeñecida por la marcha humana multiforme, tan antigua, tan real, como instintiva es la respuesta de colaboración frente al enemigo natural desde los primeros asentamientos mesopotámicos donde, precisamente, el barro constituía la materia ambivalente de unión de aquellos tatarabuelos nuestros que sabían que en el limo oscuro de los dos ríos se escondía el reto imposible de la miseria sucia y viscosa, y a la vez, la materia maleable de construcción de las primeras ciudades y los primeros caminos; de las primeras civilizaciones.Mafalda cumplió 60 años. Lo celebramos en silencio sin apenas ganas de celebrar nada«Que paren el mundo que me bajo» repetí, pero entonces, unos niños aparecieron de la nada jugando al fútbol con un balón sucio sobre el barro de una calle flanqueada de cadáveres de coches, desesperación y miedo. Reían divertidos, inocentes, como en las fotos de Robert Capa en Vallecas, como en las imágenes de José Luis Márquez en Sarajevo; como en los retratos de los niños de la guerra de Gerva Sánchez. Y recordé a la autora de aquella frase que también era una niña: Mafalda . Ella cumplió 60 años hace unos días y los que la admiramos tanto a ella como a su padre Quino lo celebramos en silencio sin apenas ganas de celebrar casi nada. Y en la biblioteca, sus tiras llenas de humor lúcido, de sentido común casi socrático, de asombro dialéctico, de crudeza solidaria ante un globo terráqueo que es a la vez su interlocutor silencioso y nuestra vergüenza de adultos irresponsables, comprendí que en mitad del horror incomprensible, la literatura sigue siendo una trinchera, y el humor inteligente, el único refugio posible.

 

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