Con alborozo y palmas leí a mi tocayo Sergio C. Fanjul en este periódico, donde nos informó de que ser cultureta ya no mola. Qué alivio: ya podemos dejar de meter tripa para la foto. Voy a renunciar al batín, a la pipa y a la copa de brandy para recibir a los mensajeros que me traen libros a media mañana. Podré abrirles la puerta como antes, en gayumbos y con una camiseta de Banesto. Dejé de hacerlo cuando tuve una disputa con uno de ellos y alegué en mi defensa que yo también, como él, estaba trabajando y merecía el respeto al que todo trabajador tiene derecho. El hombre me miró y vio a un adulto sin duchar con un lapicero en la oreja y una pila de libros junto a una butaca. “Pero qué vas a estar currando, si te acabas de levantar de la poltrona de leer”. Descubrí entonces la importancia del capital cultural y del esnobismo, y me compré una bata de seda, una pipa de marfil y una copa de balón, aunque no bebo brandy ni fumo: ningún mensajero volvió a llamarme vago y empezaron a tratarme de usted.
El reportaje me ha liberado de la presión de la apariencia. Si ser cultureta ya no sirve para ligar, impresionar a tus suegros o para ganar quesitos al Trivial, podemos volver a la casilla de salida y disfrutar de nuestras cosas a nuestro aire, sin atender al qué dirán. No molar es lo mejor que le ha pasado a la cultura desde el índice de libros prohibidos de la Inquisición. Por fin podemos leer por leer, escuchar por escuchar y ver por ver, por el mero gusto de hacerlo, el verdadero arte por el arte.
Atrás quedan esos años durísimos en los que había que inventarse una razón para ver películas de directores cuyo apellido empezaba por K, por si te lo preguntaban en una entrevista. Se acabó esa estupidez de decir que te hace mejor persona o que te ayuda a comprender la complejidad del mundo o, incluso —¡ay!—, a transformarlo. Ya no más libros necesarios, ya no más obras imprescindibles. Somos por fin libres de confesar la verdad y decir que lo hacemos porque nos gusta, porque obtenemos placer tanto de la belleza como de la incomodidad. Y si somos proselitistas es porque queremos compartir el disfrute, como el glotón que ofrece una cucharada de su plato a un amigo. Pero en el fondo nos da igual si nos hacen caso. Los disfrutones somos también muy egoístas. Casi preferimos el desprecio: los placeres son más intensos cuanto más privados. Celebremos, pues, que la cultura ya no mola para revolcarnos en ella y gozarla como nunca.
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El reportaje me ha liberado de la presión de la apariencia. Si ser cultureta ya no sirve para ligar, impresionar a tus suegros o para ganar quesitos al Trivial, podemos volver a la casilla de salida y disfrutar de nuestras cosas a nuestro aire, sin atender al qué dirán. No molar es lo mejor que le ha pasado a la cultura desde el índice de libros prohibidos de la Inquisición. Por fin podemos leer por leer, escuchar por escuchar y ver por ver, por el mero gusto de hacerlo, el verdadero arte por el arte.
Atrás quedan esos años durísimos en los que había que inventarse una razón para ver películas de directores cuyo apellido empezaba por K, por si te lo preguntaban en una entrevista. Se acabó esa estupidez de decir que te hace mejor persona o que te ayuda a comprender la complejidad del mundo o, incluso —¡ay!—, a transformarlo. Ya no más libros necesarios, ya no más obras imprescindibles. Somos por fin libres de confesar la verdad y decir que lo hacemos porque nos gusta, porque obtenemos placer tanto de la belleza como de la incomodidad. Y si somos proselitistas es porque queremos compartir el disfrute, como el glotón que ofrece una cucharada de su plato a un amigo. Pero en el fondo nos da igual si nos hacen caso. Los disfrutones somos también muy egoístas. Casi preferimos el desprecio: los placeres son más intensos cuanto más privados. Celebremos, pues, que la cultura ya no mola para revolcarnos en ella y gozarla como nunca.
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Qué alivio: los culturetas ya no molamos
Por fin podemos leer por leer, escuchar por escuchar y ver por ver, por el mero gusto de hacerlo, el verdadero arte por el arte
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